Bajó del helicóptero y cruzó los cuidados terrenos que rodeaban la casa, dirigiéndose hacia una terraza de piedra desde donde accedió a la mansión. Aunque Vincenti pensaba que la ministra no tenía ningún interés en la finca, ella había seguido cuidadosamente su construcción. Cincuenta y tres habitaciones. Once dormitorios. Dieciséis baños. Su arquitecto le había proporcionado, de buen grado, los planos. Conocía el majestuoso comedor, los elaborados salones, la cocina de gourmet y la bodega. Contemplando de primera mano la decoración, era fácil comprender por qué había costado una cifra con ocho ceros.
En el vestíbulo principal, dos de sus soldados estaban apostados frente a la puerta delantera. Dos más flanqueaban una escalera de mármol. Todo allí le recordaba a Venecia. Y no le gustaba recordar el fracaso.
Hizo un gesto a uno de los centinelas, que se acercó a ella, sosteniendo un rifle. La escoltó a través de un pequeño corredor y entró en lo que parecía ser una biblioteca. Tres hombres más, armados, ocupaban la sala; también había un tercero. Aunque nunca se habían encontrado, ella conocía su nombre y su historial.
– Señor O'Conner, tiene que tomar usted una decisión.
El hombre, que estaba sentado en un sofá de cuero, se levantó y se encaró con ella.
– Ha trabajado para Vincenti durante mucho tiempo. Depende de usted. Y, francamente, sin usted no hubiera llegado tan lejos.
Permitió que el halago hiciera su efecto mientras inspeccionaba la opulenta estancia.
– Vincenti vive bien. Siento curiosidad. ¿Comparte su riqueza con usted?
O'Conner no respondió.
– Déjeme decirle algunas cosas que quizá sepa o quizá no. En el último año, Vincenti ha facturado más de cuarenta millones de euros con su compañía. Posee una fortuna de más de un billón de euros. ¿Cuánto le paga?
No hubo respuesta.
– Ciento cincuenta mil euros -dijo ella, y contempló la expresión del hombre al encontrarse cara a cara-. Como puede ver, señor O'Conner, sé bastantes cosas. Ciento cincuenta mil euros por todo lo que usted hace por él. Ha intimidado, coaccionado e incluso matado. Él gana decenas de millones y usted recibe ciento cincuenta mil euros. Él vive así y usted… -vaciló- simplemente vive.
– Nunca me he quejado -repuso O'Conner.
Ella se detuvo tras el escritorio de Vincenti.
– No, no lo ha hecho, lo cual es admirable.
– ¿Qué quiere?
– ¿Dónde está Vincenti?
– Se ha ido. Se fue antes de que sus hombres llegaran.
Ella sonrió.
– Eso es. Otra cosa que sabe hacer usted muy bien: mentir.
Él se encogió de hombros.
– Puede creer lo que quiera. Seguramente sus hombres ya habrán registrado toda la casa.
– Lo han hecho y, tiene usted razón, no hemos encontrado a Vincenti. Pero usted y yo sabemos por qué.
Zovastina reparó en las exquisitas tallas de alabastro que adornaban el escritorio. Figuras chinas. Realmente, nunca se había interesado en el arte oriental. Levantó una de las estatuillas: un hombre semidesnudo, contorsionado.
– Durante la construcción de esta monstruosidad, Vincenti incorporó pasajes secretos; supuestamente, para uso del servicio. Pero usted y yo sabemos para qué se usan realmente. También ha construido un enorme sótano excavado en la roca que está bajo nuestros pies. Probablemente, ahí es donde está.
El rostro de O'Conner no mostró emoción alguna.
– Así que, como ya le he dicho, señor O'Conner, debe usted tomar una decisión. Encontraré a Vincenti, con o sin su ayuda. Pero con su ayuda aceleraría el proceso y, debo admitirlo, el tiempo es oro. Por eso estoy dispuesta a negociar. Podría usar a un hombre como usted, un hombre de recursos -hizo una pausa-, en absoluto codicioso. Así que debe tomar una decisión. ¿Cambiará usted de bando o seguirá con Vincenti?
Zovastina había ofrecido la misma alternativa a otros. La mayoría de ellos eran miembros de la asamblea nacional, parte de su gobierno, o de la naciente oposición. A algunos no valía la pena reclutarlos, y era más fácil matarlos y seguir adelante, pero la mayor parte habían resultado ser conversiones valiosas. Todos ellos eran asiáticos, rusos o una mezcla de ambos. Pero ahora había tendido el cebo a un norteamericano y tenía curiosidad por ver si picaría.
– La elijo a usted -dijo O'Conner-. ¿Qué puedo hacer?
– Responda a mi pregunta.
O'Conner se llevó la mano al bolsillo e inmediatamente uno de los soldados lo apuntó con el rifle. Rápidamente, O'Conner le mostró sus manos vacías.
– Necesito algo para responder a su pregunta.
– Adelante -dijo ella.
Sacó un mando plateado con tres botones.
– A esas habitaciones se accede desde determinadas puertas de esta casa. Pero a la habitación del sótano sólo se llega desde aquí. -Accionó el dispositivo-. Uno de estos botones abre todas las puertas en caso de incendio. El otro actúa como alarma. El tercero… -señaló al otro lado de la estancia y pulsó- abre esto.
Un vistoso gabinete de estilo chino giró sobre sí mismo, revelando un pasadizo apenas iluminado.
La ministra se sintió llena de la calidez de la victoria.
Se acercó a uno de sus soldados de infantería y desenfundó su Makarov de nueve milímetros.
Luego se volvió y disparó a O'Conner en la cabeza.
– No necesito lealtades perecederas.
Las cosas no iban bien, y Vincenti lo sabía. Pero si se quedaba quieto, mantenía la calma y tenía cuidado, eso podría jugar a su favor. O'Conner sabría manejar el asunto, como siempre. Pero Karyn Walde y Grant Lyndsey eran otro cantar.
Karyn andaba de un lado a otro del laboratorio, como un animal enjaulado; sus fuerzas parecían haber regresado, alimentadas por la ansiedad.
– Debe relajarse -dijo él-. Zovastina me necesita. No va a hacer ninguna estupidez.
Sabía que sus antígenos la mantendrían a raya, lo que era la razón por la que, precisamente, no había permitido que ella supiera mucho al respecto.
– Grant, asegura tu ordenador. Protégelo todo con contraseña, tal como convinimos.
Vincenti se daba cuenta de que Lyndsey estaba incluso más ansioso que Karyn, pero mientras ella parecía estar nutriéndose de la ira, él estaba atenazado por el miedo. Necesitaba que ese hombre pensara con claridad, así que dijo:
– Estaremos bien aquí. No te preocupes.
– Ella ha desconfiado de mí desde el principio. Odiaba tener que tratar conmigo.
– Puede que te odie, pero te necesita, todavía te necesita. Utiliza eso a tu favor.
Lyndsey no lo escuchaba. Estaba inclinado sobre el teclado, murmurando entre dientes, aterrado.
– Pero ¿queréis calmaros? -dijo, alzando la voz-. Ni siquiera sabemos si está aquí.
Lyndsey levantó la mirada del ordenador y la dirigió hacia él.
– Ya ha pasado mucho tiempo. ¿Qué están haciendo esas tropas aquí? ¿Qué demonios está pasando?
Eran buenas preguntas, pero Vincenti debía confiar en O'Conner.
– La mujer que se llevó del laboratorio el otro día… -dijo Lyndsey-, estoy seguro de que nunca volvió a la Federación. Lo vi en sus ojos. Zovastina iba a matarla. Por diversión. Está dispuesta a matar a millones de personas. ¿Qué somos para ella?
– Su salvación -declaró Vincenti.
O, al menos, eso esperaba.
Stephanie salió de la autopista y se desvió por una calzada flanqueada por grandes álamos, alineados a lo largo del vial como si de centinelas se tratara. Habían hecho un buen tiempo, recorriendo los ciento cincuenta kilómetros en menos de dos horas. Ely había comentado durante el trayecto cómo viajar había cambiado mucho en los últimos años, pues la construcción de carreteras y túneles se había convertido en una prioridad para la Federación. Así, se había abierto una nueva red viaria a través de las montañas, que había disminuido considerablemente las distancias de norte a sur.
Читать дальше