Ella estaba esperando la pregunta.
– Sí.
La inestable paz que la mantenía unida a Vincenti estaba a punto de acabar.
– Philogen nos ha proporcionado reservas para tratar a nuestra población -indicó uno de los hombres-, pero no tenemos las cantidades necesarias para detener el avance viral en las naciones que son nuestro objetivo, una vez que la victoria sea segura.
– Estoy al corriente del problema -repuso ella.
Un helicóptero la aguardaba.
Se levantó.
– Señores, vamos a iniciar la mayor conquista desde la Antigüedad. Los griegos llegaron y nos vencieron, llevándonos a la edad helenística, lo que finalmente acabó dando forma a la civilización occidental. Ahora asistiremos a un nuevo amanecer en el desarrollo de la humanidad: la edad asiática.
Cassiopeia se sujetó al banco de acero del compartimento trasero. El aparato dio varios bandazos cuando Viktor inició las maniobras de evasión para eludir a sus perseguidores. Sabía que Malone era consciente de que quería hablar con Ely, pero ella también sabía que ahora no era el momento. Apreciaba que Malone hubiera arriesgado el pellejo. ¿Cómo habría escapado de Zovastina sin su ayuda? Difícilmente lo hubiera hecho, incluso con Viktor allí. Thorvaldsen le había dicho que Viktor era un aliado, pero también le había advertido de sus limitaciones. Su misión era permanecer en la sombra, pero aparentemente esa prioridad había cambiado.
– Nos están disparando -dijo Viktor a través de los auriculares.
El helicóptero se ladeó a la derecha, cortando el aire. Su arnés la mantenía firmemente asida al mamparo. Se agarró al banco con más fuerza. Estaba luchando por contener una arcada cada vez más intensa pues, la verdad fuera dicha, era propensa a marearse. Por lo general, evitaba los barcos y no tenía problemas con los aviones mientras volaran sin altibajos. Eso, sin embargo, era un problema. Su estómago parecía enrollarse y subir hasta su garganta conforme iban cambiando de altitud, como un ascensor que ha enloquecido. No podía hacer nada salvo resistir y pedir al cielo que Viktor supiera lo que estaba haciendo.
Vio que Malone manejaba los controles del armamento y oyó disparos que procedían de ambos lados del fuselaje. Miró en dirección a la cabina del piloto y, a través del parabrisas, atisbo los picos de las montañas surgiendo entre las nubes, a ambos lados del aparato.
– ¿Todavía nos siguen? -preguntó Malone.
– Cada vez más de prisa -respondió Viktor-, e intentan disparar.
– Nos sobran algunos misiles.
– Estoy de acuerdo. Pero dispararlos aquí puede ser peligroso, para ellos y para nosotros.
Emergieron a un cielo más claro. El helicóptero viró abruptamente a la derecha y empezó a caer en picado.
– ¿Tenemos que hacer esto? -preguntó ella, intentando mantener su estómago bajo control.
– Eso me temo -respondió Malone-. Debemos servirnos de estos valles para evitarlos. Entrar y salir, como en un laberinto.
Cassiopeia sabía que Malone había pilotado aviones de combate y aún tenía la licencia de piloto.
– A algunos de nosotros no nos gustan este tipo de cosas.
– Te invito a echar la papa cuando quieras.
– No voy a darte ese gusto.
Gracias a Dios, no había comido desde el día anterior, en Torcello.
Más picos afilados aparecieron mientras el aparato rugía cruzando el cielo del atardecer. El ruido del motor era ensordecedor. Sólo había volado en unos pocos helicópteros, pero nunca en situación de combate; era como un viaje, en tres dimensiones, en una montaña rusa.
– Hay dos helicópteros más en nuestro radar -dijo Viktor-. Pero están fuera de nuestra trayectoria.
– ¿Adónde nos dirigimos? -preguntó Malone.
El helicóptero hizo otro quiebro.
– Al sur -dijo Viktor.
Malone observó el monitor del radar. Las montañas eran a la vez una protección y un problema, pues dificultaban seguir el rastro de sus perseguidores. Los objetivos aparecían y desaparecían sin cesar. La maquinaria militar norteamericana se basaba en el control por satélite y en aviones de vigilancia aérea para obtener imágenes claras. Por suerte, la Federación de Asia Central no poseía esos dispositivos tan sofisticados.
La pantalla del radar quedó vacía.
– Ya no nos siguen -anunció Malone.
Debía admitir que Viktor sabía pilotar. Estaban zigzagueando entre las montañas del Pamir; los rotores pasaban peligrosamente cerca de los grises precipicios. Nunca había aprendido a pilotar un helicóptero, aunque siempre había deseado hacerlo. Y tampoco había estado a los mandos de un caza supersónico desde hacía diez años. Había conservado su licencia de piloto durante algunos pocos años después de entrar en el Magellan Billet, pero había dejado que caducara. En su momento no se había preocupado, pero ahora desearía haber conservado esas habilidades.
Viktor estabilizó el helicóptero a mil ochocientos metros de altitud.
– ¿Ha abatido a alguno? -preguntó.
– Es difícil decirlo. Creo que sólo los hemos obligado a mantenerse a distancia.
– Nos dirigimos a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. Conozco Arima. He estado antes allí, pero hace bastante tiempo.
– ¿Hay montañas en todo el trayecto?
Viktor asintió.
– Y más valles. Creo que puedo eludir cualquier radar. Esta zona no es un área de seguridad. La frontera con China ha estado abierta durante años. La mayoría de los suministros de Zovastina provienen del sur, de Afganistán y Pakistán.
Cassiopeia se echó hacia adelante en el asiento, acercándose a ellos.
– ¿Se acabó?
– Parece ser que sí -respondió Malone.
– Voy a dar un rodeo para evitar más encuentros -dijo Viktor-. Tardaremos un poco más, pero cuanto más al este vayamos, más seguros estaremos.
– ¿Cuánto vamos a tardar? -quiso saber ella.
– Quizá media hora.
Malone asintió y Cassiopeia no puso ninguna objeción. Esquivar balas era una cosa, pero esquivar misiles aire-aire era otra muy distinta. Los equipos ofensivos soviéticos, como sus armas, eran de primera categoría. La sugerencia de Viktor era acertada.
Malone se acomodó en su asiento y contempló los picos desnudos, que emergían abruptamente. En la distancia, la neblina hacía que el paisaje pareciera un anfiteatro de picos coronados de blanco. Un río, con su torrente fangoso, trazaba venas de color púrpura entre las colinas. Tanto Alejandro Magno como Marco Polo habían hollado esa tierra; toda ella había sido, una vez, un campo de batalla. Dependientes de los británicos al sur, de los rusos al norte, de chinos y afganos al este y al oeste. Durante la mayor parte del siglo XX, Moscú y Pekín lucharon por el control, tentándose mutuamente y estableciendo al fin una paz muy frágil; sólo el Pamir se alzaba como vencedor.
Alejandro Magno había escogido sabiamente ese lugar como su última morada.
Pero Malone se preguntaba…
¿Estaba realmente allí?
¿Esperando?
14.00 horas
Zovastina había volado desde Samarcanda a la finca de Vincenti directamente, en el helicóptero más rápido de su fuerza aérea.
La mansión de Vincenti se divisaba allá abajo, excesiva, cara y, como su propietario, prescindible. Permitir que el capital floreciera en la Federación quizá no fuera tan buena idea. Se necesitarían cambios. Habría que contener a la Liga Veneciana.
Pero había otras prioridades.
El helicóptero aterrizó.
Después de que Edwin Davis abandonó el palacio, ordenó a Kamil Revin que contactara con Vincenti y lo alertara de su visita. Pero el aviso se había retrasado lo bastante como para dar a sus tropas tiempo de llegar. Le habían dicho que la casa estaba ahora bajo control, así que ordenó a sus hombres que se fueran en los mismos helicópteros que los habían llevado allí, con excepción de nueve soldados. El personal de la casa había sido evacuado. Zovastina no tenía ningún problema con los habitantes de la zona que intentaban ganarse la vida: su disputa era con Vincenti.
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