Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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Era difícil saber si estaba haciendo algún progreso, pero el kazajo había mencionado algo importante: Zovastina se hallaba rodeada de enemigos, y la tentativa de asesinato de antes aún rondaba por su cabeza. Siempre procuraba suprimir a la oposición o ganársela, pero nuevas facciones parecían surgir a diario. El propio Alejandro al cabo fue víctima de una paranoia irracional. Ella no podía repetir ese error.

– ¿Qué dice, Enver? Únase a nosotros.

Zovastina lo observó mientras él meditaba la oferta. Es posible que ella no le cayera bien, pero, según los informes, ese guerrero, un aviador formado por los soviéticos que combatió con ellos en muchas de sus absurdas luchas, detestaba mucho más otra cosa.

Había llegado la hora de ver si era cierto.

La ministra señaló Pakistán, Afganistán e Irán en la pantalla.

– Ellos son nuestro problema.

Vio que él estaba de acuerdo.

– ¿Qué pretende hacer? -inquirió el coronel, interesado.

– Acabar con ellos.

CATORCE Copenhague 830 horas Malone miró fijamente la casa Él - фото 5

CATORCE

Copenhague

8.30 horas

Malone miró fijamente la casa. Él, Thorvaldsen y Cassiopeia habían salido de su librería hacía media hora y se habían dirigido hacia el norte por la carretera de la costa. Diez minutos al sur de la espléndida propiedad de Thorvaldsen habían dejado la carretera principal y aparcado ante una modesta vivienda de una planta que descansaba en medio de una arboleda de nudosas hayas. Primaverales narcisos y jacintos tapizaban sus muros, el ladrillo y la madera rematados por un tejado a dos aguas asimétrico. Las aguas, de un pardo grisáceo, del estrecho de Sund lamían una playa rocosa que quedaba a unos cuarenta y cinco metros por detrás.

– No hace falta que pregunte de quién es esto.

– Está destartalada -repuso Thorvaldsen-. Linda con mis terrenos. Fue una ganga, pero la ubicación es estupenda.

Malone opinaba lo mismo: un inmueble de primera.

– ¿Y quién se supone que vive aquí?

Cassiopeia sonrió.

– El propietario del museo, ¿quién si no?

Malone se dio cuenta de que ella estaba de mejor humor, sin embargo, era evidente que sus dos amigos tenían los nervios de punta. Se había cambiado de ropa antes de abandonar la ciudad y había sacado de debajo de la cama su Beretta, cortesía de Magellan Billet. La policía le había ordenado dos veces que la entregara, pero Thorvaldsen se había servido de sus contactos con el primer ministro danés para obstaculizar ambas intentonas. A lo largo del año anterior, aun estando retirado, Malone la había necesitado en repetidas ocasiones, lo cual era inquietante, pues uno de los motivos por los que había dejado el gobierno era no tener que llevar un arma.

Entraron en la casa. La luz penetraba a raudales por unas ventanas empañadas por una película de salitre. La decoración del interior era un batiburrillo de cosas antiguas y nuevas, una combinación de estilos que resultaba agradable por el mero hecho de ser auténtica. En cuanto a su estado, Malone se fijó en que pedía a gritos numerosas reparaciones.

Mientras Cassiopeia registraba la casa, Thorvaldsen se sentó en un sofá polvoriento tapizado de tweed.

– Todo lo que había en el museo la otra noche era una copia. Saqué los originales cuando compré el lugar. No es que hubiera nada de mucho valor, pero no podía permitir que lo destruyeran.

– Te tomaste muchas molestias -apuntó Malone.

Cassiopeia terminó con el reconocimiento y regresó.

– Hay mucho en juego.

Como si él no lo supiera a esas alturas.

– Mientras esperamos a que alguien venga a intentar matarnos (el tipo con el que hablaste por teléfono hace tres horas), ¿podrías explicarme al menos por qué les hemos dado tanto tiempo?

– Soy perfectamente consciente de lo que he hecho -aseguró Thorvaldsen.

– ¿Por qué son tan importantes esos medallones?

– ¿Has oído hablar de Hefestión? -preguntó Thorvaldsen.

– Sí.

– Era el mejor amigo de Alejandro, probablemente su amante. Murió unos meses antes que él.

– El manuscrito molecular que se descubrió en Samarcanda completa los documentos históricos, aporta nueva información -explicó Cassiopeia-. Ahora sabemos que Alejandro se sentía tan culpable por la muerte de Hefestión que ordenó ejecutar a su médico personal, un hombre llamado Glaucias. Lo hizo desmembrar atándolo entre dos árboles que estaban afianzados al suelo.

– Y, ¿qué hizo el médico para merecer tal cosa?

– No fue capaz de salvar a Hefestión -repuso Thorvaldsen-. Al parecer, Alejandro poseía una cura, algo que, al menos en una ocasión anterior, había detenido la misma fiebre que mató a Hefestión. En el manuscrito aparece descrita como un simple «bebedizo». Sin embargo, hay algunos detalles interesantes.

Cassiopeia se sacó del bolsillo una hoja doblada.

– Léelo tú mismo.

Cuan vergonzoso que el rey mandase ejecutar al pobre Glaucias. El médico no tenía la culpa. Advirtió a Hefestión que no comiera ni bebiera nada, y sin embargo él hizo ambas cosas. De haberse abstenido, es posible que hubiesen contado con el tiempo necesario para sanarlo. Cierto, Glaucias no tenía a mano el bebedizo, la vasija se había hecho añicos días antes por accidente, pero él esperaba la llegada de más procedente del este. Años antes, durante la persecución de los escitas, Alejandro se sintió mal del estómago. A cambio de una tregua, los escitas le ofrecieron el bebedizo, un remedio que ellos empleaban desde hacía tiempo. Sólo Alejandro, Hefestión y Glaucias sabían de él, pero una vez Glaucias había administrado el milagroso líquido a su ayudante. El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa. Glaucias le dio el bebedizo y al día siguiente el hombre se restableció. Glaucias le contó al ayudante que había empleado el remedio varias veces con el rey, una cuando se hallaba al borde de la muerte, y el rey siempre se había recuperado. El ayudante le debía a Glaucias la vida, pero no pudo hacer nada para salvarlo de la ira de Alejandro. Contempló desde las murallas de Babilonia cómo los árboles desgarraban a su salvador. Cuando Alejandro regresó de la explanada mandó llamar al ayudante y le preguntó si sabía del bebedizo. Habiendo presenciado la horrible muerte de Glaucias, el miedo lo obligó a decir la verdad, y el rey le ordenó no hablarle a nadie del líquido. Diez días después Alejandro yacía en su lecho de muerte, la fiebre devastando su cuerpo, sus fuerzas mermadas, igual que Hefestión. Su último día de vida, mientras sus Compañeros y generales buscaban consejo en la oración, Alejandro susurró que quería el remedio. El ayudante se armó de valor y, recordando a Glaucias, se lo negó. En los labios del rey afloró una sonrisa. El ayudante disfrutó viendo morir a Alejandro, sabiendo que podría haberlo salvado.

– El historiador oficial, un hombre que también había perdido a un ser querido cuando Alejandro ordenó ejecutar a Calístenes cuatro años antes, dejó constancia del episodio -explicó Cassiopeia-. Calístenes era sobrino de Aristóteles, y ejerció de historiador personal de Alejandro hasta la primavera de 327 a. J.C, momento en que se vio enredado en una trama de asesinato. Para entonces, la paranoia de Alejandro ya alcanzaba cotas peligrosas, de manera que decretó la muerte de Calístenes. Dicen que Aristóteles nunca perdonó a Alejandro.

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