– El manuscrito se ocupa del período de tiempo que media entre el fallecimiento de Alejandro en Babilonia y el traslado de su cuerpo al oeste -explicó Cassiopeia-. Transcurrió un año; un año que es de vital importancia para los medallones.
Un leve sonido rompió el silencio de la habitación.
Malone vio que Henrik se sacaba un teléfono móvil del bolsillo y respondía. Cosa rara. Thorvaldsen odiaba esos chismes y, en particular, odiaba a quienes hablaban por ellos delante de él.
Malone miró a Cassiopeia y le preguntó:
– ¿Es importante?
Su expresión seguía siendo hosca.
– Es lo que estábamos esperando.
– ¿Por qué estás tan alegre?
– Puede que no lo creas, Cotton, pero también yo tengo sentimientos.
A él le sorprendió el cáustico comentario. Cuando Cassiopeia estuvo en Copenhague por Navidad habían disfrutado de unas cuantas veladas agradables en Christiangade, la mansión que Thorvaldsen poseía en la costa, al norte de la ciudad. Él incluso le había hecho un regalo, una preciosa edición del siglo XVII sobre ingeniería medieval. El proyecto de reconstrucción del que Cassiopeia se ocupaba en Francia, levantar piedra a piedra un castillo con herramientas y materias primas de hacía setecientos años, continuaba avanzando. Incluso habían convenido en que, en primavera, él iría a visitarla.
Thorvaldsen puso fin a la llamada.
– Era el ladrón del museo.
– Y ¿cómo es que te ha llamado? -quiso saber Malone.
– Mandé grabar este número de teléfono en el medallón. Quería dejar bien claro que nos mantenemos a la espera. Le he dicho que si quiere el decadracma original tendrá que comprarlo.
– Sabiendo eso es probable que decida liquidarte.
– Eso esperamos.
– Y ¿cómo pretendes evitar que eso suceda? -inquirió Malone.
Cassiopeia dio un paso adelante, el rostro rígido.
– Ahí es donde entras tú.
Viktor colgó el teléfono. Durante ese tiempo Rafael había permanecido junto a la ventana, escuchando la conversación.
– Quiere que nos veamos dentro de tres horas, en una casa al norte de la ciudad, por la carretera de la costa. -Sostuvo en alto el medallón-. Si han hecho esto es que sabían que veníamos, y desde hace tiempo. Es muy bueno. El falsificador conocía su oficio.
– Deberíamos dar parte de esto.
Viktor no opinaba lo mismo. La ministra Zovastina lo había enviado porque él era su principal hombre de confianza. Treinta hombres la protegían a diario, su Batallón Sagrado. Seguía el modelo de la unidad de combate más feroz de la antigua Grecia, que luchó con valentía hasta que Filipo de Macedonia y su hijo, Alejandro Magno, la masacraron. Había oído a Zovastina hablar del tema. A los macedonios los impresionó tanto la valentía del Batallón Sagrado que erigieron un monumento en su memoria, que todavía seguía en pie en Grecia. Cuando Zovastina tomó el poder, resucitó con entusiasmo el concepto. Viktor fue su primera adquisición, y fue él quien reclutó a los veintinueve restantes, incluido Rafael, un italiano al que había conocido en Bulgaria y trabajaba para las fuerzas de seguridad del Estado.
– ¿No deberíamos llamar a Samarcanda? -insistió Rafael.
Miró fijamente a su compañero. Rafael, más joven, era listo y activo. A Viktor había terminado cayéndole bien, lo que explicaba por qué soportaba errores que no habría consentido a otros. Como arrastrar al museo a aquel tipo. Aunque, después de todo, tal vez no hubiese sido un error.
– No podemos llamar -repuso en voz queda.
– Si esto llega a saberse nos matará.
– Pues habrá que evitar que llegue a saberse. Hasta ahora lo hemos hecho bien.
Así era: cuatro robos. Todos a coleccionistas privados que, por fortuna, guardaban sus pertenencias en endebles cajas fuertes o las exhibían de cualquier manera. Habían enmascarado cada uno de esos delitos con incendios y se habían guardado bien las espaldas.
O quizá no.
El del teléfono parecía saber qué se traían entre manos.
– Vamos a tener que resolver esto nosotros solos -aseveró.
– Tienes miedo de que ella me eche la culpa a mí.
A su compañero se le hizo un nudo en la garganta.
– La verdad es que tengo miedo de que nos la eche a los dos.
– Estoy preocupado, Viktor. Soy una carga para ti.
Viktor le lanzó una mirada en exceso modesta.
– Los dos la hemos liado. -Toqueteó el medallón-. Estas malditas cosas sólo causan problemas.
– ¿Por qué las quiere?
Viktor meneó la cabeza.
– Ella no es de las que se explican. Pero seguro que es importante.
– El otro día me enteré de algo sin querer.
El otro alzó la vista y vio unos ojos rebosantes de curiosidad.
– Y ¿dónde te enteraste de ese algo?
– Cuando estaba destinado a su servicio personal, justo antes de que nos fuésemos, la semana pasada.
La guardia diaria de Zovastina rotaba. Había una norma clara: nada de lo que se oía o decía importaba, lo único importante era la seguridad de la ministra. Sin embargo, eso era distinto. Quería saberlo.
– Di.
– Planea algo.
Viktor levantó el medallón.
– ¿Qué tiene que ver con esto?
– Ella lo dijo. Se lo dijo a alguien por teléfono. Lo que estamos haciendo evitará un problema. -Rafael se detuvo-. Su ambición no conoce límites.
– Pero ha hecho muchas cosas, lo que nadie ha sido nunca capaz de hacer. Se vive bien en Asia Central, por fin.
– Lo vi en sus ojos, Viktor. Nada de eso le basta. Quiere más.
Su amigo disimuló su propia inquietud con una mirada de perplejidad.
– Estaba leyendo una biografía de Alejandro que ella me comentó -prosiguió Rafael-. Le gusta recomendar libros, sobre todo acerca de él. ¿Conoces la historia del caballo de Alejandro, Bucéfalo?
Se la había oído mencionar a Zovastina. Una vez, cuando Alejandro era pequeño, su padre adquirió un bonito caballo indomable. Alejandro reprobó tanto a su padre como a los domadores reales, y afirmó que él podía doblegarlo. Filipo lo dudaba, pero después de que Alejandro prometiera comprar el caballo con su propio dinero si no salía airoso, el rey le concedió la oportunidad. Al ver que el caballo parecía asustado de su propia sombra, Alejandro lo situó de cara al sol y, tras poner a prueba sus dotes de persuasión, consiguió montarlo.
Le contó a Rafael lo que sabía.
– Y ¿sabes lo que le dijo Filipo a Alejandro cuando consiguió domar al animal?
Rafael negó con la cabeza.
– Dijo: «Busca un reino que se iguale a tu grandeza, porque Macedonia es pequeña para ti.» Ése es su problema, Viktor: su Federación es mayor que Europa, pero no es lo bastante grande. Zovastina quiere más.
– Eso no es problema nuestro.
– Lo que estamos haciendo de alguna manera encaja en su plan.
Viktor no respondió, aunque también estaba preocupado.
Rafael pareció intuir su renuencia.
– Le has dicho al del teléfono que le llevaríamos cincuenta mil euros. No tenemos dinero.
El otro agradeció el cambio de tema.
– No lo necesitaremos. Conseguiremos el medallón sin gastar nada.
– Hemos de eliminar a quienquiera que esté haciendo esto.
Rafael tenía razón. La ministra Zovastina no toleraría errores.
– Es verdad -convino-. Los mataremos a todos.
Samarcanda
Federación de Asia Central
11.30 horas
El hombre que entró en el estudio de Irina Zovastina era bajo, rechoncho, de rostro apagado y una mandíbula que denotaba testarudez. Era el tercero al mando de la Fuerza Aérea Unificada de la Federación, pero también el dirigente encubierto de un partido político secundario cuya voz había alcanzado un volumen alarmante en los últimos tiempos. A aquel kazajo que se resistía en secreto a toda influencia eslava le gustaba hablar de los tiempos nómadas, de hacía cientos de años, mucho antes de que los rusos lo cambiasen todo.
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