Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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Malone asintió.

– Hay quien afirma que fue Aristóteles quien envió el veneno que supuestamente mató a Alejandro.

Thorvaldsen se mofó del comentario.

– El rey no fue envenenado, el manuscrito lo demuestra. Alejandro murió de una infección, probablemente de malaria. Semanas antes había estado marchando por unos pantanos. Sin embargo, no se sabe a ciencia cierta. Y esa pócima, el «bebedizo», lo había curado antes y curó al ayudante.

– ¿Recuerdas los síntomas? -preguntó Cassiopeia-. Fiebre, hinchazón del cuello, mucosidad, fatiga, lesiones. Suena a algo vírico. Pero el líquido restableció por completo al ayudante.

Él no estaba convencido.

– No se puede dar mucho crédito a un manuscrito de más de dos mil años de antigüedad. No sabes si es auténtico.

– Lo es -aseveró ella.

Malone esperó a que se explicara.

– Mi amigo era un experto, y la técnica que utilizó para descubrir la escritura es la más moderna, no se presta a falsificaciones. Estamos hablando de leer palabras en un ámbito molecular.

– Cotton, Alejandro sabía que su cuerpo sería objeto de disputas -dijo Thorvaldsen-. Se sabe que, días antes de morir, aseguró que «sus prominentes amigos se embarcarían en grandes juegos funerarios» cuando él hubiese desaparecido; un comentario curioso que ahora empezamos a entender.

Malone se había quedado con algo más y le preguntó a Cassiopeia:

– Has dicho que tu amigo del museo era un experto. ¿Era?

– Ha muerto.

Ahora sabía el porqué de su dolor.

– ¿Erais íntimos?

Cassiopeia no contestó.

– Podrías habérmelo dicho -le reprochó él.

– No, no podía.

Sus palabras lo hirieron.

– Basta con decir que toda esta intriga gira en torno a encontrar el cuerpo de Alejandro -intervino Thorvaldsen.

– Buena suerte. Lleva mil quinientos años desaparecido.

– Ésa es la cuestión -dijo con frialdad Cassiopeia-. Tal vez nosotros sepamos dónde se encuentra y el hombre que viene a matarnos no.

QUINCE

Samarcanda

12.20 horas

Tras observar los impacientes rostros de los estudiantes, Zovastina preguntó:

– ¿Cuántos de vosotros habéis leído a Homero?

Sólo se alzaron un puñado de manos.

– Al igual que vosotros, la primera vez que leí su épica estaba en la universidad.

Había acudido al Centro de Enseñanza Superior del Pueblo en una de sus numerosas apariciones semanales. Intentaba programar al menos cinco ocasiones para que la prensa y las gentes la vieran y la oyeran. Antaño un instituto ruso sin apenas fondos, en la actualidad el centro era un lugar digno destinado a la enseñanza académica. Se había ocupado de ello porque los griegos tenían razón: un Estado analfabeto acaba por no ser un Estado.

Leyó un párrafo del ejemplar de la Ilíada que tenía abierto delante:

– «La piel del cobarde se muda y se pone de todos los colores y su corazón no se le contiene en el pecho quieto y sin temblor, sino que él se agacha aquí y allá, sentándose sobre sus talones, y el corazón le palpita fuertemente en el pecho, pensando en las diosas de la muerte, y es un crujir de dientes. En cambio, no se muda la piel del valiente ni se turba demasiado, una vez que se ha apostado ya en emboscada, y sólo desea verse metido cuanto antes en la penosa refriega.»Los estudiantes parecieron disfrutar el recitado.

– Las palabras de Homero, hace más de dos mil ochocientos años, todavía tienen sentido.

Cámaras y micrófonos apuntaban hacia ella desde el fondo del aula. Estar allí la hizo retroceder veintiocho años en el tiempo. Al norte de Kazajistán, a otra clase.

Y a su profesor.

No hay nada malo en llorar - le dijo Sergej.

Las palabras la habían conmovido, más de lo que creía posible. Miraba con fijeza al ucraniano, poseedor de una visión única del mundo.

Sólo tienes diecinueve años - añadió -. Recuerdo la primera vez que leí a Homero. También me afectó.

Aquiles es un alma tan atormentada…

Todos somos almas atormentadas, Irina.

Le gustaba que él pronunciase su nombre. Él sabía cosas que ella ignoraba, comprendía cosas que ella todavía no había vivido. Y ella quería conocer esas cosas.

No llegué a conocer a mi madre ni a mi padre. Ni a nadie de mi familia.

No son importantes.

Ella se mostró sorprendida.

¿Cómo puede decir eso?

Él le señaló el libro.

El destino del hombre es sufrir y morir. Lo que ha desaparecido carece de importancia.

Ella se había preguntado durante años por qué parecía condenada a vivir en soledad. Tenía pocos amigos, ninguna relación; para ella la vida era un eterno desafío de deseos y carencias. Igual que Aquiles.

Irina, un día conocerás la dicha del desafío. La vida es un reto tras otro, una batalla tras otra. Siempre, como Aquiles, en pos de la excelencia.

Y, ¿qué hay del fracaso?

Él se encogió de hombros.

Es la consecuencia de no haber triunfado. Recuerda lo que dijo Homero: «Son las circunstancias las que gobiernan al hombre, no el hombre las circunstancias.»A ella se le pasó por la cabeza otro verso del poema.

«Constantemente, por voluntad de unos y otros, estamos sufriendo los dioses los más terribles males por complacer a los hombres.»Su profesor asintió.

No lo olvides nunca.

– Menuda historia -le dijo a la clase-. La Ilíada. Una guerra que se prolongó durante nueve largos años. Luego, en el décimo, una disputa hizo que Aquiles abandonara la lucha. Un héroe griego henchido de orgullo, un guerrero cuya humanidad nacía de su gran pasión, invulnerable salvo en los talones.

Zovastina vio sonrisas en algunos rostros.

– Todo el mundo tiene un punto débil -afirmó.

– ¿Cuál es el suyo, ministra? -quiso saber uno de los estudiantes.

Ella les había dicho que no fuesen tímidos. Preguntar era bueno.

¿Por qué me enseña estas cosas? - le preguntó a Sergej.

Conocer tu cultura es entenderla. ¿Te das cuenta de que bien podrías ser descendiente de los griegos?

Ella lo miró con perplejidad.

¿Cómo es posible?

Hace mucho tiempo, antes de la llegada del islam, cuando Alejandro y los griegos se adueñaron de esta tierra, muchos de sus hombres se quedaron aquí después de que él volviera a casa. Se asentaron en nuestros valles y tomaron por esposas a nuestras mujeres. Algunas de nuestras palabras, nuestra música, nuestras danzas eran suyas.

Ella no había caído en la cuenta.

– Mi afecto por las gentes de esta Federación -fue su respuesta-. Vosotros sois mi debilidad.

Los estudiantes aplaudieron en señal de aprobación, y ella pensó de nuevo en la Ilíada y en las lecciones que ofrecía: la gloria de la guerra, el triunfo de los valores militares sobre la familia, el honor personal, la venganza, el valor, la transitoriedad de la vida humana.

«No se muda la piel del valiente ni se turba demasiado.»¿Y acaso se había mudado la suya antes, cuando hizo frente al asesino en potencia?

Dices que te interesa la política - comentó Sergej -. Si es así, no olvides nunca a Homero. Nuestros maestros rusos no saben nada del honor. Nuestros antepasados griegos lo sabían todo a ese respecto. No seas como los rusos, Irina. Homero tenía razón: «Fallarle a tu comunidad es el mayor fallo de todos.»

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