Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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El hombre sonrió y asintió, asegurándole que no habría ningún problema.

Eludió a sus directivos, que lo esperaban en el comedor contiguo, y se dirigió a la cocina. El olor a pescado a la parrilla y huevos fritos se le antojó tentador. Se detuvo un instante a admirar lo que se estaba cocinando y a continuación salió por una puerta trasera a otro de los innumerables callejones de Venecia, éste oscurecido por altos edificios de ladrillo llenos de excrementos de aves.

Tres inquisidores aguardaban a unos metros. A una señal suya echaron a andar en fila india. Al llegar a una intersección torcieron a la derecha y enfilaron otro callejón. Él reparó en un tufo familiar -una mezcla de desagüe y piedra podrida-, el mal de Venecia. Pararon ante la puerta trasera de un edificio que albergaba una tienda de moda en la planta baja y apartamentos en las tres restantes. Sabía que estaban al otro lado de la plaza, en diagonal al café.

Otro inquisidor los esperaba en la puerta.

– ¿Está ahí? -preguntó Vincenti.

El interpelado asintió con la cabeza.

Vincenti hizo un gesto y tres de los hombres entraron en el edificio mientras el cuarto aguardaba fuera. Vincenti subió tras ellos una escalera de metal. En la tercera planta se detuvieron ante la puerta de uno de los apartamentos. Él permaneció en el pasillo mientras los hombres sacaban las armas y uno de ellos se disponía a abrir de una patada.

Vincenti asintió.

El zapato se estrelló contra la madera y la puerta se abrió violentamente hacia adentro.

Los hombres irrumpieron en el piso.

A los pocos segundos, uno de ellos hizo una señal y él entró en el apartamento y cerró la puerta.

Dos inquisidores tenían agarrada a una mujer. Delgada, rubia y atractiva. Una mano tapaba su boca, el cañón de un arma en su sien izquierda. Estaba asustada, pero tranquila. Era de esperar, al tratarse de una profesional.

– ¿Le sorprende verme? -le preguntó él-. Lleva casi un mes vigilando.

Los ojos de ella no respondieron.

– No soy idiota, aunque es evidente que su gobierno no debe de opinar lo mismo.

Sabía que trabajaba para el Departamento de Justicia de Estados Unidos, era una agente de una unidad internacional especial llamada Magellan Billet. La Liga Veneciana ya se había topado antes con dicha unidad, hacía unos años, cuando la Liga comenzó a invertir en Asia Central. Lo cierto es que era de esperar: Norteamérica recelaba. De esas pesquisas no había salido nada, pero ahora Washington parecía volver a fijarse en su organización.

Examinó el equipo de la espía: una cámara de largo alcance montada en un trípode, un teléfono móvil, una libreta. Sabía que preguntarle sería inútil: ella podía decirle poco, o nada, que él no supiera ya.

– Ha interrumpido mi desayuno.

Hizo otro gesto y uno de los hombres confiscó los juguetes.

Vincenti se acercó a la ventana y miró al aún desierto campo. Su siguiente decisión bien podría determinar su futuro. Estaba a punto de entrar en un juego peligroso que no agradaría ni a la Liga Veneciana ni a Irina Zovastina, mucho menos a los norteamericanos. Tenía planeado tan osado paso desde hacía mucho.

Como su padre le había dicho en repetidas ocasiones, los mansos no merecen nada.

Sin dejar de mirar por la ventana, alzó el brazo derecho e hizo un rápido movimiento de muñeca. Un chasquido le indicó que el cuello de la mujer se había roto limpiamente. Matar le daba igual; mirar era otra cosa.

Sus hombres sabían qué hacer.

Un coche esperaba abajo para llevarse el cuerpo al otro lado de la ciudad, donde aguardaba el ataúd de la noche anterior. Dentro había sitio de sobra para uno más.

DIECISIETE

Dinamarca

Malone escrutó al hombre que acababa de llegar, solo, conduciendo un Audi con una viva pegatina en el parabrisas que indicaba que el vehículo era de alquiler. El tipo era bajo y fornido, con una mata de pelo despeinado, ropas amplias y unos hombros y unos brazos que apuntaban a que estaba acostumbrado al trabajo duro. Debía de rondar la cuarentena y sus rasgos sugerían una influencia eslava: nariz ancha, ojos hundidos.

El hombre subió al porche delantero y anunció:

– No voy armado, pero, si quiere, puede comprobarlo.

Malone lo apuntaba con su arma.

– Da gusto tratar con profesionales.

– Usted es el del museo.

– Y usted el que me dejó dentro.

– No fui yo, pero di mi aprobación.

– Cuánta sinceridad para ser un hombre que tiene una arma apuntándolo.

– Las armas me dan igual.

Malone lo creyó.

– No veo el dinero.

– Yo no he visto el medallón.

Se hizo a un lado y dejó entrar al hombre.

– ¿Cómo se llama?

Su invitado se detuvo en el umbral y lo miró con dureza.

– Viktor.

Cassiopeia, que observaba desde los árboles, vio que Malone y el del coche entraban en la casa. Que hubiese acudido solo o no, no supondría ningún problema.

La representación estaba a punto de empezar.

Y Cassiopeia esperaba, por el bien de Malone, que ella y Thorvaldsen hubieran calculado bien.

Malone se apartó mientras Thorvaldsen y el tal Viktor hablaban. Seguía alerta, vigilando con la intensidad de quien había pasado una docena de años siendo agente del gobierno. También él se había enfrentado a menudo a un adversario desconocido con su sola inteligencia y sabiduría, rezando para que nada fuese mal y él pudiera salir de una pieza.

– Ha estado robando estos medallones por todo el continente -aseveró Thorvaldsen-. ¿Por qué? No tienen mucho valor.

– Eso no lo sé. Usted quiere cincuenta mil euros por el suyo, que es cinco veces más de lo que vale.

– Y, por increíble que parezca, usted está dispuesto a pagar, lo que significa que lo suyo no es el coleccionismo. ¿Para quién trabaja?

– Para mí.

Thorvaldsen soltó una risita.

– Sentido del humor. Me gusta. Percibo un acento de Europa del Este en su inglés. ¿La antigua Yugoslavia? ¿Croacia?

Viktor guardaba silencio, y Malone reparó en que el visitante no había tocado una sola cosa de la casa.

– Supongo que no va a contestar a esa pregunta -prosiguió Thorvaldsen-. ¿Cómo quiere que cerremos el trato?

– Me gustaría examinar el medallón. Si me satisface, tendré el dinero listo mañana. Hoy es imposible, es domingo.

– Depende de dónde esté su banco -puntualizó Malone.

– El mío está cerrado.

Y la mirada vacía de Viktor le dijo que no añadiría más.

– ¿Cómo supo lo del fuego griego? -le preguntó Thorvaldsen.

– Está usted bien informado.

– Tengo un museo grecorromano.

A Malone se le erizó el vello de la nuca. La gente como Viktor, que no parecía muy parlanchina, sólo hacía concesiones cuando sabía que su interlocutor no viviría lo bastante para repetirlas.

– Sé que va tras los medallones de los elefantes -afirmó Thorvaldsen-, y los tiene todos salvo el mío y otros tres. Me atrevería a decir que es usted un sicario, no tiene ni la menor de idea de por qué son tan importantes y además le da igual. Un fiel servidor.

– Y, ¿quién es usted? Sin duda no es sólo el propietario de un museo grecorromano.

– Se equivoca: el museo es mío, y quiero que me paguen los destrozos. Por eso el precio es tan alto.

Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de plástico transparente, que le lanzó a Viktor. Éste la atrapó con ambas manos. Malone vio que su invitado depositaba el medallón en la palma de la mano. Era del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, color peltre, con símbolos grabados en ambas caras. Viktor sacó del bolsillo una lupa de joyero.

– ¿Es usted un experto? -quiso saber Malone.

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