– Algo por el estilo.
Tenía que sacarle todo lo que pudiera a ese hombre. Tenía que saber quién más, si es que lo había, estaba ayudando a Diane McCoy en su sorprendente cruzada.
– Nos interesaría saber cuándo se ocupará del gobernador de Carolina del Sur -dijo el jefe de gabinete.
– El día después de que tome posesión de mi nuevo despacho en el Pentágono.
– ¿Y si no puede librarse del gobernador?
– En tal caso, me cargaré a su jefe. -Ramsey se permitió que a sus ojos aflorara un placer casi sexual-. Lo haremos a mi manera, ¿está claro?
– Y ¿qué manera es ésa?
– Antes de nada quiero saber exactamente qué va a hacer para que me nombren, todos los detalles, no sólo lo que quiera contarme. Si pone a prueba mi paciencia, creo que aceptaré su sugerencia de la última vez: me jubilaré y veré cómo sus respectivas carreras se van al garete.
Su interlocutor alzó las manos en señal de rendición.
– Pare el carro, almirante. No he venido aquí a pelear, sino a informarle.
– Pues infórmeme, maldito imbécil.
El jefe de gabinete recibió el insulto encogiéndose de hombros.
– Daniels está a bordo. Dice que se hará. Kane puede conseguir los votos del comité de Judicatura, y Daniels lo sabe. Su nombramiento se producirá mañana.
– ¿Antes del funeral de Sylvian?
El otro asintió.
– No hay por qué esperar.
Él estaba de acuerdo. Pero todavía estaba lo de Diane McCoy.
– ¿Alguna objeción por parte de la Consejería de Seguridad Nacional?
– Daniels no ha mencionado nada, pero ¿por qué iba a hacerlo?
– ¿No cree usted que hemos de saber si la administración pretende sabotear lo que estamos haciendo?
El joven le dirigió una sonrisa pensativa.
– Eso no debería suponer ningún problema. Es decir, una vez Daniels haya subido a bordo. Él puede ocuparse de los suyos. ¿Qué problema hay, almirante? ¿Tiene enemigos allí?
No, tan sólo era una complicación. Pero empezaba a comprender lo poco importante que era.
– Dígale al senador que agradezco sus esfuerzos y que permanezca en contacto.
– ¿Es todo?
El silencio del almirante le indicó que sí. El joven pareció alegrarse de que la conversación hubiese terminado y se fue.
Ramsey siguió andando y se sentó en el mismo banco que ya había calentado antes. Hovey esperó cinco minutos antes de acercarse, tomó asiento a su lado y dijo:
– La zona está limpia. No hay nadie a la escucha.
– Con Kane no hay problema. Se trata de McCoy: va por libre.
– Puede que piense que pillarte es su pasaporte a algo más grande y mejor.
Era hora de averiguar cuántas ganas tenía su adlátere de conseguir algo más grande y mejor.
– Es posible que haya que eliminarla. Como a Wilkerson.
El silencio de Hovey fue más explícito que las palabras.
– ¿Qué sabemos de ella? -le preguntó Ramsey al capitán.
– Bastante, pero es un tanto aburrida. Vive sola, no se relaciona, es adicta al trabajo. Les cae bien a sus compañeros, pero la gente no se pelea por sentarse a su lado en las cenas oficiales. Probablemente esté utilizando esto para aumentar su valía.
Tenía sentido.
El móvil de Hovey sonó apagado bajo el abrigo de lana. La llamada fue breve y terminó de prisa.
– Más problemas.
Ramsey esperó a oír más.
– Diane McCoy acaba de intentar entrar en el almacén de Fort Lee.
Malone entró en la iglesia, detrás de Henn y Christl. Isabel había bajado del coro y permanecía junto a Dorothea y a Werner.
Decidido a poner punto final a aquella farsa, Malone se acercó a Henn, le puso el arma en el cuello y le quitó la suya.
A continuación retrocedió y apuntó con la pistola a Isabel.
– Dígale a su hombre que no se ponga nervioso.
– Y ¿qué hará usted, Herr Malone, si me niego? ¿Pegarme un tiro?
Él bajó el arma.
– No es necesario. Todo esto ha sido una pantomima. Esos cuatro tenían que morir, aunque es evidente que ninguno lo sabía. Usted no quería que hablara con ellos.
– ¿Qué le hace estar tan seguro? -inquirió la anciana.
– Presto atención.
– Muy bien. Yo sabía que estarían aquí, y ellos pensaban que éramos aliados.
– Entonces son más tontos que yo.
– Puede que ellos no, pero sin duda quien los envió sí lo es. ¿Podemos ahorrarnos el teatro, por ambas partes, y hablar?
– Soy todo oídos.
– Sé quién intenta matarlo -aseguró Isabel-. Pero necesito su ayuda.
Él captó los primeros rumores de la noche al otro lado de las desnudas ventanas; el aire se volvía cada vez más frío.
También captó lo que quería decir la anciana.
– ¿Una cosa a cambio de la otra?
– Le pido disculpas por el engaño, pero parecía la única forma de conseguir que colaborara.
– Debería haber preguntado.
– Probé a hacerlo en Reichshoffen. Pensé que tal vez esto funcionara mejor.
– Podría haber muerto.
– Vamos, Herr Malone, creo que yo confío mucho más en su talento que usted. Ya era suficiente.
– Me voy al hotel.
Hizo ademán de marcharse.
– Sé adonde se dirigía Dietz -contó Isabel-. Adonde lo llevaba su padre en la Antártida.
Que le dieran.
– En alguna parte de esta iglesia hay algo que a Dietz se le pasó por alto, algo que fue a buscar allí.
La vehemencia de Malone dio paso al hambre.
– Me voy a cenar. -Siguió caminando-. Estoy dispuesto a escuchar mientras como, pero si la información no es buena, me largo.
– Le garantizo, Herr Malone, que es más que buena.
Asheville
– Presionaste demasiado a Scofield -le dijo Stephanie a Edwin Davis.
Seguían sentados en la salita. Fuera, una tarde magnífica iluminaba los lejanos bosques invernales. A su izquierda, hacia el sureste, Stephanie divisó la mansión, a alrededor de un kilómetro y medio, encaramada a su propio promontorio.
– Scofield es imbécil -afirmó Davis-. Cree que a Ramsey le importa que haya mantenido la boca cerrada todo estos años.
– No sabemos qué le importa a Ramsey.
– Alguien va a matar a Scofield.
Ella no estaba tan segura.
– Y ¿qué propones que hagamos al respecto?
– Pegarnos a él.
– Podríamos detenerlo.
– Y perder el cebo.
– Si estás en lo cierto, ¿es eso justo para él?
– Cree que somos idiotas.
A ella tampoco le caía bien Douglas Scofield, pero eso no debía influir en sus decisiones. Sin embargo, había otra cosa.
– ¿Te das cuenta de que seguimos sin tener ninguna prueba de nada?
Davis consultó el reloj que había al otro lado del vestíbulo.
– He de hacer una llamada.
Dejó la silla, se acercó a las ventanas y se acomodó en un sofá de flores situado a unos tres metros, de espaldas a ella, mirando hacia afuera. Stephanie lo observaba: era inquieto y complicado. Interesante, aunque, al igual que ella, luchaba contra sus propias emociones. Y tampoco quería hablar de ellas.
Davis le indicó que se acercara.
Ella obedeció y se sentó a su lado.
– Quiere volver a hablar contigo.
Ella se llevó el móvil a la oreja, sabiendo perfectamente quién había al otro lado.
– Stephanie -dijo el presidente Daniels-, esto se está complicando. Ramsey ha manejado a Aatos Kane. El buen senador quiere que le dé la vacante de la Junta de Jefes a Ramsey, algo que no va a suceder de ninguna de las maneras, aunque no se lo dije a Kane. Una vez oí un viejo proverbio indio: si vives en el río, deberías hacerte amigo de los cocodrilos. Por lo visto Ramsey lo está poniendo en práctica.
– Puede que sea al revés.
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