– Y ¿cuál es tu papel en todo esto?
Interesante: McCoy no estaba tan bien informada.
– El almirante Dyals dio la orden de no buscar el NR-1A. Aunque la dotación aceptó las condiciones antes de zarpar, si eso saliera a la luz su reputación quedaría menoscabada. Le debo mucho a ese hombre.
– Entonces, ¿por qué matar a Sylvian?
Eso él no estaba dispuesto a admitirlo.
– Yo no he matado a nadie.
Diana se disponía a decir algo, pero Ramsey se lo impidió alzando una mano.
– Sin embargo, no voy a negar que quiero su puesto.
En la estancia aumentó la tensión, como la presión sobre una muda partida de póquer, que era a lo que se parecía ese encuentro en muchos sentidos. Ramsey clavó la vista en ella.
– Estoy siendo sincero contigo con la esperanza de que tú lo seas conmigo.
Sabía por el jefe de gabinete de Aatos Kane que Daniels se había mostrado receptivo a la idea de su nombramiento, contrariamente al teatro que había montado McCoy. Era vital contar con unos ojos y unos oídos en el despacho Oval. Las buenas decisiones siempre estaban basadas en buena información. Aunque McCoy fuera un problema, la necesitaba.
– Sabía que vendrías -afirmó ella-. Qué interesante que controles personalmente ese almacén.
Él se encogió de hombros.
– Lo controla el servicio secreto de la Marina. Antes de que yo dirigiera la agencia eran otros los que se encargaban de él. No es el único depósito que tenemos.
– Ya lo imagino, pero aquí está pasando mucho más de lo que quieres admitir. ¿Qué hay de tu hombre en Berlín, Wilkerson? ¿Por qué acabó muerto?
Ramsey supuso que el chisme terminaría siendo de dominio público, pero no era preciso confirmar la relación.
– Lo estoy investigando. Aunque es posible que los motivos fueran personales: estaba liado con una mujer casada. Los nuestros están trabajando en ello. Aún es demasiado pronto para decir que fue algo turbio.
– Quiero ver lo que hay en ese almacén.
Él observó su rostro: ni hostil ni desabrido.
– ¿Qué demostraría eso?
– Quiero ver de qué va todo esto.
– No lo creo.
Volvió a mirarla. Su boca dibujaba un mohín, el claro cabello enmarcaba, cual sendas cortinas vueltas hacia adentro, un rostro con forma de corazón. Era atractiva, y él se preguntó si el encanto funcionaría.
– Diane, escúchame. No tienes por qué hacer esto. Respetaré nuestro acuerdo, pero para ello he de hacerlo a mi manera. Tu presencia aquí lo compromete todo.
– No estoy preparada para dejar mi carrera en tus manos.
Ramsey conocía parte de su vida. Su padre era un político de Indiana que se había hecho a sí mismo tras salir elegido vicegobernador general y a continuación se había dedicado a enajenar medio estado. ¿Estaría viendo Ramsey esa misma vena rebelde? Tal vez. Sin embargo, debía dejar las cosas claras.
– En tal caso me temo que estás sola.
Vio que ella comprendía sus palabras.
– Y acabaré muerta, ¿no?
– ¿Acaso he dicho yo eso?
– No hacía falta.
No, cierto. Pero seguía existiendo el problema del control de daños.
– A ver qué te parece esto: diremos que se ha producido un desacuerdo. Viniste aquí en una misión de exploración, y la Casa Blanca y los servicios de inteligencia de la Marina han llegado a un acuerdo según el cual te será proporcionada la información que deseas. De esa forma, el comandante de la base se quedará satisfecho y no se harán más preguntas de las que se han hecho. Saldremos de aquí felices y contentos.
Vio la derrota escrita en los ojos de ella.
– No me jodas -espetó Diane.
– Yo no he hecho nada. Eres tú la que se ha adelantado a los acontecimientos.
– Te lo juro, Langford, acabaré contigo. No me jodas.
Él decidió que lo mejor era ser diplomático. Al menos, por el momento.
– Como ya te he dicho, mantendré mi parte del trato.
Malone disfrutó la cena, sobre todo porque no había comido mucho en todo el día. Interesante: cuando trabajaba en la librería, sentía hambre con una regularidad predecible, pero sobre el terreno, cuando trabajaba en una misión, el apetito parecía desaparecer por completo.
Había escuchado a Isabel y a sus hijas, además de a Werner Lindauer, hablar de Hermann y Dietz Oberhauser. La tensión entre Dorothea y Christi alcanzaba importantes cotas. Ulrich Herrn también había comido con ellos, y él lo había observado con detenimiento. El alemán del Este había permanecido en silencio, sin dar a entender en ningún momento que estaba escuchando, pero sin perderse una palabra.
Era evidente que la que mandaba era Isabel, y él había captado las oleadas emocionales del resto al surcar las inestables aguas de la matriarca. Ninguna de las dos hijas osaba llevarle la contraria: o se mostraban conformes o no decían nada. Y lo que aportaba Werner no era muy provechoso.
Malone no quiso tomar postre y decidió ir arriba.
En el vestíbulo ardía un fuego que desprendía un cálido brillo e inundaba la estancia de un aroma a resina. Se detuvo a disfrutar del fuego mientras observaba tres dibujos en lápiz del monasterio enmarcados que adornaban las paredes. Uno era del exterior de las torres, intactas, y reparó en que en una esquina figuraba una fecha: 1784. Los otros dos eran estampas interiores, una del claustro, los arcos y las columnas ornados: imágenes talladas surgían de las piedras con regularidad matemática. En el jardín central se alzaba la fuente en todo su esplendor, con el agua rebosando de su pila de hierro. Malone imaginó cogullas que entraban y salían por los arcos.
El último dibujo era del interior de la iglesia. Una vista en ángulo desde el pórtico, de cara al altar, desde el lado derecho, por donde había avanzado él entre las columnas hacia el matón. No se veían ruinas, sino piedra, madera y vidrio conformando una unión milagrosa, parte gótica y parte románica. Los pilares eran artísticos, pero de una modestia exquisita, nada llamativos, poco tenían que ver con el presente deterioro de la iglesia. Malone reparó en un enrejado de bronce que rodeaba el presbiterio, los arabescos y las volutas carolingios semejantes a los que había visto en Aquisgrán. El piso estaba intacto y presentaba toda clase de detalles, las distintas tonalidades de gris y negro indicativas de lo que sin duda había sido colorido y variedad. Ambos dibujos databan de 1772.
El dueño se afanaba tras la recepción.
– ¿Son originales? -le preguntó Malone.
El aludido asintió.
– Llevan ahí mucho tiempo. El monasterio era magnífico en su día; ya no.
– ¿Qué ocurrió?
– La guerra, la desidia, los elementos… Se lo cargaron entre todos.
Antes de levantarse de la mesa había oído que Isabel enviaba a Henn a ocuparse de los cuerpos que yacían en la iglesia. Ahora éste se ponía el abrigo para desaparecer en la noche.
A Malone lo alcanzó una fría ráfaga de aire procedente de la puerta principal cuando el dueño le entregó una llave. Subió la escalera de madera que conducía a su habitación. No había llevado ropa consigo, y la que vestía necesitaba un lavado, en particular la camisa. Ya en la habitación, arrojó el chaquetón y los guantes sobre la cama y se quitó la camisa. Acto seguido entró en el minúsculo cuarto de baño, lavó la camisa en una pila esmaltada con algo de jabón y la tendió en el radiador para que se secara.
Se quedó en camiseta y se miró en el espejo. Utilizaba esa prenda desde que tenía seis años, una costumbre que le había sido inculcada. «Andar con el pecho al aire es feo -solía decir su padre-. ¿Quieres que la ropa te huela a sudor?» Él nunca había cuestionado a su padre, sino que se había limitado a imitarlo y siempre llevaba camiseta interior: con un pronunciado escote en pico, ya que «una cosa es llevar camiseta y otra muy distinta que se vea». Qué curiosa la facilidad con que podían desencadenarse los recuerdos de la infancia. Habían pasado muy poco tiempo juntos, él recordaba unos tres años, de los siete a los diez. Todavía conservaba la bandera que se había exhibido en la ceremonia conmemorativa en honor de su padre, en una vitrina de cristal junto a la cama. Su madre se negó a aceptar ese recuerdo en el funeral, aduciendo que estaba harta de la Marina. Sin embargo, ocho años después, cuando él le dijo que se iba a alistar, ella no puso objeciones. «¿Qué otra cosa iba a hacer el hijo de Forrest Malone?», le preguntó.
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