– Que está ahí con Malone. ¿Sabes lo que eso significa?
– Dímelo tú.
– Que está forjando una alianza. Malone se relaciona con los americanos. Tu madre escogió con cuidado a sus aliados: Malone puede poner en marcha cosas cuando sea necesario. ¿Cómo si no podríamos llegar a la Antártida? Christl está cumpliendo las órdenes de tu madre.
Tenía razón.
– Dime, Werner, ¿te divierte la posibilidad de que yo fracase?
– De ser así, no estaría aquí. Simplemente te dejaría fracasar.
Algo en su tono casual disparó las alarmas: estaba claro que sabía más de lo que le estaba diciendo, y Dorothea odiaba sus rodeos.
Reprimió un escalofrío repentino al darse cuenta de que aquel hombre, más un desconocido que su marido, la atraía.
– Cuando mataste al tipo de la cabaña, ¿sentiste algo? -quiso saber él.
– Alivio. -La palabra se le escapó.
Él permanecía impasible, aparentemente rumiando la confesión.
– Hemos de imponernos, Dorothea. Si eso significa tener que colaborar con tu madre y con Christl, adelante. No podemos permitir que tu hermana domine esta búsqueda.
– Mi madre y tú lleváis trabajando algún tiempo juntos, ¿no es cierto?
– Echa de menos a Georg tanto como nosotros. Él era el futuro de esta familia, ahora toda su existencia es incierta. Ya no hay más Oberhauser.
Ella captó algo en su tono y lo vio en sus ojos: lo que quería de verdad.
– Es una broma, ¿no? -inquirió.
– Sólo tienes cuarenta y ocho años. Todavía puedes tener hijos.
Werner se acercó a ella y la besó con ternura en el cuello. Dorothea le cruzó la cara, y él se echó a reír.
– Emociones intensas, violencia. Así que eres humana, después de todo.
El sudor perló la frente de Dorothea, aunque en la habitación no hacía calor. No estaba dispuesta a seguir escuchándolo. Se dirigió a la puerta.
Él se abalanzó hacia ella, la cogió por el brazo y la obligó a volverse.
– No vas a apartarte de mí, esta vez no.
– Suelta -dijo ella débilmente-. Eres un cabrón despreciable, me das asco.
– Tu madre ha dejado claro que si tenemos un hijo te lo dará todo a ti. -La acercó más-. ¿Me has oído? Todo será tuyo. Christl no quiere hijos ni tampoco un marido, pero puede que le hayan hecho la misma oferta. ¿Dónde está ahora mismo?
Werner estaba cerca, pegado a ella.
– Párate a pensar -prosiguió-. Tu madre os ha enfrentado para saber qué le pasó a su marido, pero, sobre todo, quiere que su familia no se extinga. Los Oberhauser tienen dinero, prestigio y bienes. Sólo le hacen falta herederos.
Dorothea se zafó. Su marido tenía razón: Christl estaba con Malone y su madre no era de fiar. ¿Le habría hecho la misma oferta a su hermana?
– Vamos por delante de ella -aseguró él-. Nuestro hijo sería legítimo.
Dorothea se odió, pero aquel hijo de puta tenía razón.
– ¿Nos ponemos manos a la obra? -preguntó.
Asheville 17.00 horas
Stephanie estaba algo desconcertada: Davis había decidido que pasarían allí la noche y había reservado una única habitación para los dos.
– Por lo general, no soy de esa clase de chicas -le dijo ella cuando él abrió la puerta-. Ir a un hotel en la primera cita…
– No sé, tenía entendido que eras fácil.
Ella le propinó un pescozón.
– Qué más quisieras.
Davis la miró a los ojos.
– Aquí estamos, en un romántico hotel de cuatro estrellas. La otra noche lo pasamos estupendamente, primero muertos de frío y luego haciendo de diana. Estamos creando lazos afectivos.
Ella sonrió.
– No me lo recuerdes. Y, por cierto, me encanta lo sutil que has sido con Scofield. Ha funcionado. Te has ganado su simpatía.
– Es un sabelotodo arrogante y egoísta.
– Que estuvo allí en 1971 y sabe más que tú y que yo.
Davis se dejó caer sobre el cubrecama de vivas flores. La habitación entera parecía sacada de la revista Southern Living: mobiliario exquisito, cortinas elegantes, decoración inspirada en las casas solariegas inglesas y francesas. A Stephanie le apetecía probar la amplia bañera. No se daba un baño desde la mañana del día anterior, en Atlanta. ¿Era eso lo que experimentaban habitualmente sus agentes? ¿No se suponía que ella era la jefa?
– Una habitación superior -observó él-. La única que tenían disponible. El precio supera con mucho las dietas del gobierno, pero qué demonios: tú lo vales.
Stephanie se acomodó en una butaca y apoyó los pies en un escabel a juego.
– Si tú puedes soportar tanto compañerismo, yo también. De todas formas, tengo la sensación de que no vamos a dormir mucho.
– Está aquí -dijo Davis-. Lo sé.
Ella no estaba tan segura, pero no podía negar el mal presentimiento en las tripas.
– Scofield está en la suite Wharton, en la sexta planta. La misma de todos los años -informó él.
– ¿Todo eso te lo contó la recepcionista?
Davis asintió.
– Tampoco le cae bien Scofield.
Davis sacó del bolsillo el folleto de la conferencia.
– Dentro de un rato dirigirá un recorrido por la mansión Biltmore. Luego, mañana por la mañana, irá a cazar jabalís.
– Si nuestro hombre está aquí, se le abren un sinfín de posibilidades, eso sin contar el tiempo que Scofield pase esta noche en su habitación.
Stephanie observó el rostro de Davis. Por lo general nunca traslucía nada, pero la máscara iba perdiendo fuerza; estaba nervioso. Ella sentía una sombría reticencia mezclada con una gran curiosidad, de manera que preguntó:
– ¿Qué vas a hacer cuando por fin lo encuentres?
– Matarlo.
– Eso sería asesinato.
– Puede, pero dudo que nuestro hombre caiga sin presentar batalla.
– ¿Tanto la querías?
– Los hombres no deberían pegar a las mujeres.
Ella se preguntó con quién estaba hablando Davis: ¿con ella? ¿Con Millicent? ¿Con Ramsey?
– Antes no podía hacer nada -prosiguió él-, ahora sí puedo. -Su rostro se oscureció de nuevo, ocultando sus emociones-. Y ahora dime qué es lo que el presidente no quería que supiera.
Ella había estado esperando que se lo preguntara.
– Tiene que ver con tu compañera. -Le contó adonde había ido Diane McCoy-. Daniels confía en ti, Edwin, más de lo que crees. -Stephanie vio que él captaba lo que no había dicho: no le falles.
– No lo defraudaré.
– No puedes matar a ese tipo, Edwin. Lo necesitamos con vida para coger a Ramsey. De lo contrario, el verdadero problema se quedará tan campante.
– Lo sé.
La derrota empañó su voz. Se levantó.
– Hemos de irnos.
Se pasaron por el mostrador de inscripciones y se apuntaron a lo que quedaba de conferencia antes de ir arriba. En su poder tenían dos entradas para el recorrido a la luz de las velas.
– Tenemos que pegarnos a Scofield -afirmó él-. Tanto si le gusta como si no.
Charlie Smith entró en la mansión Biltmore siguiendo los pasos del grupo que efectuaba el recorrido privado. Después de inscribirse en la conferencia sobre Antiguos misterios desvelados con otro nombre le ofrecieron una entrada para dicho evento. Una lectura rápida en la tienda de regalos del hotel le informó de que desde principios de noviembre hasta Año Nuevo la residencia ofrecía las denominadas veladas mágicas, en las que los visitantes podían disfrutar de una mansión iluminada con velas, chimeneas encendidas, decoración festiva y música en directo. Las horas de entrada se reservaban, y la de esa noche era más que especial, ya que se trataba del último recorrido del día, disponible únicamente a quienes asistieran a la conferencia.
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