Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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A una señal de Isabel, Henn le entregó la cartera. Ella desabrochó las correas de cuero y sacó un mapa deteriorado, el papel de un color orín desvaído. Lo abrió con cuidado y lo puso sobre la mesa; medía unos sesenta por cuarenta y cinco centímetros. Malone vio que no era de un país o un continente, sino que se trataba de una sección de un litoral dentado.

– Éste es el mapa de Hermann, utilizado durante la expedición nazi de 1938 a la Antártida. Ésta es la zona que exploró.

– No hay nada escrito -observó él.

Los lugares estaban marcados mediante A, mientras que X parecía corresponder a montañas. □ señalaba algo importante, y se mostraba una ruta de llegada y salida, pero no había una sola palabra por ninguna parte.

– Mi marido dejó esto cuando fue a América en 1971. Se llevó consigo otro plano. Pero sé exactamente adonde se dirigía Dietz. -Sostuvo en alto otro mapa doblado que sacó de la cartera, más nuevo, azul, titulado «Mapa internacional de la Antártida. Escala 1:8.000.000»-. Toda la información está aquí.

La anciana metió la mano en la cartera y extrajo dos cosas más, ambas en sendas bolsas de plástico: los libros. Uno de la tumba de Carlomagno, el que le había enseñado Dorothea; el otro de la tumba de Eginardo, propiedad de Christl.

Dejó en la mesa el de Christl y cogió el de Dorothea.

– Esta es la clave, pero no somos capaces de interpretarla. La solución reside aquí, en el monasterio. Me temo que, aunque sepamos adonde hay que ir en la Antártida, el viaje sería infructuoso a menos que sepamos qué dicen estas páginas. Como decía Eginardo, hemos de tener plena comprensión del cielo.

– Su marido se fue sin tenerla.

– Ése fue su error -contestó la anciana.

– ¿Podemos comer ya? -preguntó Malone, cansado de escucharla.

– Comprendo que esté frustrado con nosotros -replicó ella-, pero he venido a hacer un trato con usted.

– No, ha venido a tenderme una trampa. -Clavó la vista en las hermanas-. Otra vez.

– Si descubrimos cómo leer este libro, si merece la pena emprender el viaje, como creo que será el caso, doy por sentado que irá usted a la Antártida, ¿verdad? -quiso saber Isabel.

– No me había parado a pensar en eso aún, la verdad.

– Quiero que se lleve a mis hijas, además de a Werner y a Ulrich.

– ¿Algo más? -inquirió él, casi divirtiéndose.

– Lo digo en serio. Es el precio que pagará usted por saber cuál es el lugar. Sin él, el viaje sería tan inútil como el de Dietz.

– En tal caso supongo que me quedaré sin saber cuál es, porque es una locura. No estamos hablando de retozar en la nieve, sino de la Antártida, uno de los sitios más hostiles de la Tierra.

– He hecho averiguaciones esta mañana: la temperatura en la base Halvorsen, el punto de desembarco más próximo al lugar, era de siete grados bajo cero. No está tan mal. Y el tiempo también era relativamente bueno.

– Y puede cambiar en diez minutos.

– Da la impresión de que ya ha estado usted allí -comentó Werner.

– He estado allí, y no es un buen sitio para pasar el rato.

– Cotton -dijo Christl-. Mi madre nos lo ha explicado antes. Se dirigían a un lugar concreto. -Señaló el mapa que descansaba sobre la mesa-. ¿Te das cuenta de que el submarino podría estar cerca de ese sitio?

Había jugado la baza que él se temía; eso mismo se le había pasado a él por la cabeza. El informe de la comisión de investigación recogía las últimas coordenadas conocidas del NR-1 A: «73° S, 15° O, a aproximadamente trescientos kilómetros al norte del cabo Norvegia.» Ahora podían cotejarlas con otro punto de referencia, lo cual tal vez bastara para permitirle encontrar la embarcación hundida. Pero para hacerlo tenía que colaborar.

– Supongo que si accedo a hacerme cargo de estos pasajeros no se me dirá nada hasta que estemos en el aire, ¿no?

– A decir verdad, hasta que esté en tierra -corrigió la anciana-. Ulrich sabe de orientación porque le enseñó la Stasi. El lo guiará una vez allí.

– Su falta de confianza en mí es abrumadora.

– Igual que la suya en mí.

– Es usted consciente de que no seré yo quien decida quién va. Necesitaré ayuda del Ejército estadounidense para llegar hasta allí, y puede que no permitan que vaya nadie más.

El rostro avinagrado de la anciana se iluminó con una sonrisa fugaz.

– Vamos, Herr Malone, eso es pan comido para usted. Tiene recursos, estoy segura.

Él miró a los que tenía enfrente.

– ¿Tienen idea de dónde se están metiendo?

– Es el precio que hemos de pagar -contestó Dorothea.

Ahora lo entendía: su juego no había terminado.

– Podré soportarlo -aseguró Dorothea.

– Yo también -coreó Werner.

Malone fijó la mirada en Christl.

– Quiero saber qué les pasó -dijo ella, bajando los ojos.

Igual que él. Debía de estar loco.

– Muy bien, Frau Oberhauser, si resolvemos la búsqueda, trato hecho.

SESENTA Y TRES

Ramsey abrió la portezuela y bajó del helicóptero. Había volado directamente de Washington a Fort Lee en el aparato que los servicios secretos de la Marina tenían disponible en todo momento en la central. Lo estaba esperando un coche, que lo condujo hasta el lugar donde habían retenido a Diane McCoy. Ramsey había ordenado su detención en el mismo instante en que Hovey le informó de su visita a la base. Retener a una viceconsejera de Seguridad Nacional podía plantear un problema, pero él había asegurado al comandante de la base que asumiría toda la responsabilidad. Dudaba que fuera a tener repercusiones.

McCoy había ido de excursión por su cuenta, y no querría involucrar a la Casa Blanca, conclusión que se vio reforzada por el hecho de que no había efectuado llamada alguna desde la base.

Ramsey se bajó del coche y entró en el edificio de seguridad, donde un sargento mayor lo acompañó hasta donde estaba McCoy. Entró y cerró la puerta. Ella se había acomodado en el despacho privado del jefe de seguridad.

– Menos mal -espetó-. Han pasado casi dos horas.

Él se desabrochó el abrigo. Le habían dicho que la habían registrado y habían realizado un barrido electrónico. Se sentó en una silla a su lado.

– Creía que tú y yo teníamos un trato.

– No, Langford: tú tenías un trato que te beneficiaba a ti; yo no tenía nada.

– Te dije que me aseguraría de que formaras parte de la siguiente administración.

– Eso no lo puedes garantizar.

– Nada en este mundo es seguro, pero puedo aumentar las posibilidades. Que es lo que estoy haciendo, dicho sea de paso. Pero ¿grabarme? ¿Intentar hacerme admitir cosas? ¿Venir aquí? Eso no se hace, Diane.

– ¿Qué hay en ese almacén?

Había algo que él tenía que saber:

– ¿Cómo supiste de su existencia?

– Soy viceconsejera de Seguridad Nacional.

El almirante decidió contarle parte de la verdad.

– Contiene cosas que se encontraron en 1947 durante la operación «Salto de altura» y en 1948 durante la «Molino de viento», cosas poco comunes. También tuvieron que ver con lo que le ocurrió al NR-1A en el 71. Ese submarino realizaba una misión relacionada con dichos artefactos.

– Edwin Davis habló con el presidente acerca de la «Salto de altura» y la «Molino de viento». Lo oí.

– Diane, estoy seguro de que comprenderás el daño que podría causarse si se supiera que la Marina no buscó uno de sus submarinos después de que éste se hundió. No sólo no emprendió la búsqueda, sino que además se inventó una tapadera. Se mintió a las familias, se falsearon informes. Por aquel entonces tal vez habría sido posible salir impune, corrían otros tiempos, pero no hoy en día. Las consecuencias serían enormes.

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