– ¿De dónde llegaron esos visitantes? -se interesó Stephanie.
– Del mar. Eran expertos marineros. No hace mucho se descubrieron frente a Chipre antiguos utensilios de navegación de hace doce mil años, algunos de los artefactos más antiguos que se han encontrado allí. Este hallazgo implica que alguien navegó por el Mediterráneo y ocupó Chipre dos mil años antes de lo que se pensaba. En Canadá, los marineros se habrían visto atraídos por los ricos bancos de quelpo. Es lógico que esas gentes buscaran lugares escogidos para procurarse alimento y comerciar.
– Lo que yo decía -intervino Davis-, pura ciencia ficción.
– ¿Ah, sí? ¿Sabía que la mezcla de profecía y benefactores divinos procedentes del mar constituye una parte importante de la cultura amerindia? Los documentos mayas hablan de Popol Vuh, una tierra donde convivían la luz y la oscuridad. Cavernas prehistóricas y pinturas rupestres en África y Egipto muestran a un pueblo no identificado procedente del mar. En las de Francia, de hace diez mil años, aparecen hombres y mujeres vestidos con ropas cómodas, no con las pieles y los huesos que suelen asociarse a los pobladores de esa época. Una mina de cobre hallada en Rodesia, cuya antigüedad se estima en cuarenta y siete mil años, al parecer fue abierta con un fin específico.
– ¿La Atlántida? -preguntó Davis.
– Eso no existe -repuso el profesor.
– Apuesto a que hay un montón de personas en este hotel que no opinan lo mismo que usted.
– Y se equivocan. La Atlántida es una fábula, un tema recurrente en numerosas culturas, igual que el diluvio universal forma parte de las religiones del mundo. Se trata de una idea romántica, pero la realidad no es tan fantástica. Se han encontrado antiguas construcciones megalíticas sumergidas en fondos marinos poco profundos, cerca del litoral, por todo el mundo: Malta, Egipto, Grecia, Líbano, España, India, China, Japón, en todos esos países las hay. Fueron construidas antes de la última glaciación, y cuando el hielo se derritió, alrededor de 10.000 a. J.C., el nivel del mar aumentó y las arrasó. Ésas son la verdadera Atlántida, y demuestran la verdad de la navaja de Occam: nada de soluciones complicadas si las sencillas sirven. Todas las explicaciones son racionales.
– Y ¿cuál es la racional en ésta? -inquirió Davis.
– Mientras los cavernícolas aprendían a cultivar la tierra con herramientas de piedra y vivían en toscas aldeas, existía un pueblo que construía embarcaciones aptas para navegar y cartografiaba el mundo con precisión. Parecían comprender cuál era su finalidad e intentaron enseñarnos cosas. Llegaban en son de paz, ni una sola vez se menciona la agresividad o la hostilidad. Sin embargo, sus mensajes se perdieron con el tiempo, sobre todo cuando los hombres modernos empezaron a considerarse el súmmum de la inteligencia. -Scofield miró a Davis con gravedad-. Nuestra arrogancia será nuestra perdición.
– La estupidez puede tener el mismo efecto -sentenció Davis.
El profesor parecía estar preparado para ese reproche.
– Ese antiguo pueblo dejó mensajes repartidos por todo el mundo en forma de artefactos, mapas o manuscritos, unos mensajes que no son ni claros ni directos, cierto, pero que sí constituyen un medio de comunicación, uno que dice: la vuestra no es la primera civilización ni las culturas que consideráis vuestras raíces son el verdadero comienzo. Hace miles de años nosotros ya sabíamos lo que vosotros habéis descubierto hace poco. Recorrimos vuestro joven mundo cuando las banquisas cubrían el norte y los mares del sur aún eran navegables. Dejamos mapas de los lugares que visitamos; dejamos constancia de vuestro mundo y el cosmos, conocimientos matemáticos, científicos y filosóficos. Algunos de los pueblos a los que visitamos conservaron esos conocimientos, lo que ha contribuido a construir vuestro mundo. Recordadnos. Davis no parecía impresionado.
– ¿Qué tiene esto que ver con la operación «Salto de altura» y Raymond Dyals?
– Mucho. Pero esa información, como ya le he dicho, es clasificada. Créame, me gustaría que no lo fuera, pero eso es algo que no depende de mí. Di mi palabra y la he mantenido todos estos años. Y ahora, dado que piensan que estoy chiflado (que, dicho sea de paso, es lo mismo que opino yo de ustedes), me voy.
Scofield se puso de pie, pero antes de irse vaciló.
– Puede que esto les dé que pensar. Hace una década un equipo de eruditos de renombre internacional realizó un estudio exhaustivo en la Universidad de Cambridge. ¿Cuál fue su conclusión? Hasta nosotros ha llegado menos del diez por ciento de los documentos de la Antigüedad. El noventa por ciento ha desaparecido, así que, ¿cómo saber si algo es de verdad un disparate?
Washington, D. C. 13.10 horas
Ramsey se dirigía por el Capitol Mall hacia el lugar en el que el día anterior se había reunido con el jefe de gabinete del senador Aatos Kane. Allí estaba el mismo joven, con el mismo abrigo de lana, moviendo los pies para combatir el frío. Ese día Ramsey lo había hecho esperar cuarenta y cinco minutos.
– Muy bien, almirante, ya veo por dónde va. Usted gana -dijo el joven cuando Ramsey se aproximó-. A aguantar tocan.
Él arrugó el entrecejo en señal de consternación.
– Esto no es una competición.
– Cierto. Yo se la metí doblada a usted la última vez, luego usted se la metió a mi jefe y ahora todos tan amigos. Es un juego, almirante, y usted ha ganado.
Ramsey sacó un pequeño dispositivo de plástico, del tamaño de un mando a distancia, y lo encendió.
– Disculpe.
El aparato no tardó en confirmar que allí no había ninguna escucha. Hovey se hallaba en el otro extremo del Malí, asegurándose de que no se estaban empleando dispositivos parabólicos. Sin embargo, Ramsey dudaba que eso fuese un problema: aquel subalterno trabajaba para un profesional que entendía que para recibir había que dar.
– Usted dirá -empezó.
– El senador ha hablado con el presidente esta mañana y le ha dicho lo que quería. El presidente quiso saber a qué venía nuestro interés y el senador respondió que lo admiraba a usted.
Ahora se confirmaba uno de los aspectos de la actuación en solitario de Diane McCoy. Ramsey, las manos en los bolsillos del abrigo, siguió escuchando.
– El presidente tenía algunas reservas. Ha dicho que no es usted el preferido de la administración, en la Casa Blanca se barajaban otros nombres. Pero el senador sabe lo que quería el presidente.
Eso despertó la curiosidad de Ramsey.
– Continúe.
– Va a quedar una vacante en el Tribunal Supremo, una dimisión. El presidente del Tribunal quiere que sea la administración actual la que elija; Daniels tiene un nombre en mente y quiere que nosotros consigamos su confirmación en el Senado.
Interesante.
– Presidimos el Comité de Judicatura y el candidato es bueno, así que no hay problema. Podemos hacerlo realidad. -El jefe de gabinete parecía orgulloso de formar parte del equipo local.
– ¿Tenía el presidente problemas graves conmigo?
El otro se permitió una sonrisa y luego rió abiertamente.
– ¿Qué es lo que quiere? ¿Una puñetera invitación? A los presidentes no les gusta que les digan lo que tienen que hacer ni tampoco que les pidan favores. Les gusta pedir a ellos. Pero Daniels parecía receptivo a todo. De todas formas no cree que la Junta de Jefes valga una mierda.
– Por suerte para nosotros, le quedan menos de tres años.
– No sé qué suerte es ésa. Daniels es un comerciante consumado, sabe dar y recibir. No hemos tenido problemas con él, y es tremendamente popular.
– Más vale lo malo conocido, ¿no?
Читать дальше