Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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– ¿Adonde vas? -preguntó Stephanie.

– Es la hora del almuerzo. Veamos si Scofield come.

Ramsey volvió a su despacho y se dispuso a esperar a Hovey, que llegó poco después e informó:

– McCoy se fue de inmediato.

Él estaba furioso.

– Quiero todo lo que tengamos de ella.

Su interlocutor asintió.

– Lo hizo en solitario -apuntó éste-. Lo sabes, ¿no?

– Estoy de acuerdo, pero esa mujer siente la necesidad de grabarme. Y eso es un problema.

Hovey estaba al tanto de los esfuerzos que estaba realizando su jefe para asegurarse la entrada en la Junta de Jefes, pero no de los detalles. La larga relación con Charlie Smith era sólo cosa de Ramsey. A su mano derecha ya le había prometido que iría con él al Pentágono, incentivo más que suficiente para que Hovey se implicara a fondo. Por suerte para él, todos los capitanes querían ser almirantes.

– Tráeme esa información ahora mismo -ordenó de nuevo.

Cuando Hovey salió del despacho, Ramsey cogió el teléfono y marcó el número de Charlie Smith, que respondió después de que sonó cuatro veces.

– ¿Dónde estás?

– Tomando una deliciosa comida.

Ramsey no quería oír los detalles, pero sabía lo que se avecinaba.

– El comedor es precioso: una sala grande con chimenea, decorada con elegancia. La iluminación es tenue, el ambiente relajado. Y el servicio, excelente. La copa de agua nunca llega a bajar de la mitad y el cestillo del pan siempre está lleno. Hace un minuto incluso se ha pasado el gerente para asegurarse de que estaba disfrutando del almuerzo.

– Charlie, cierra el pico.

– Vaya, hoy estamos susceptibles.

– Escúchame: supongo que estás haciendo lo que te pedí.

– Como siempre.

– Te quiero aquí mañana, así que hazlo de prisa.

– Acaban de traer una selección de postres de créme brülée y espuma de chocolate. Deberías venir a este sitio.

Ramsey no tenía ganas de seguir escuchando.

– Charlie, hazlo y vuelve antes de mañana por la tarde.

Smith colgó y se centró de nuevo en el postre. Al otro lado del comedor principal del Inn de Biltmore Estate, sentado a una mesa con otras tres personas, almorzaba el doctor Douglas Scofield.

Stephanie bajó la enmoquetada escalera, entró en el espacioso comedor del hotel y se detuvo a la espera de que la jefa de sala los acomodara. En otra chimenea de piedra ardía un fuego crepitante. La mayoría de las mesas, vestidas con mantel blanco, estaban ocupadas. Ella se fijó en la delicada porcelana, las copas de cristal, las arañas de latón y la abundancia de tejidos en tonos granates, dorados, verdes y cremas: ciento por ciento sureño en apariencia y ambiente. Davis seguía con el folleto de la conferencia en la mano, y ella sabía lo que estaba haciendo: buscaba un rostro que encajara con la destacada fotografía de Douglas Scofield.

Stephanie lo vio primero, en una mesa junto a la ventana con otras tres personas. Al poco lo localizó Davis. Ella lo agarró por la manga y cabeceó.

– Ahora no. No podemos montar el número.

– No iba a hacerlo.

– Está acompañado. Nos sentaremos, esperaremos a que haya terminado y luego lo abordaremos.

– No tenemos tanto tiempo.

– Y eso, ¿por qué, si puede saberse?

– No sé tú, pero yo me muero de ganas de ver esa sesión con los pleyadianos de la una.

Ella sonrió.

– Eres un caso.

– Pero empiezo a gustarte.

Stephanie decidió rendirse y lo soltó. Davis echó a andar y ella fue tras él. Cuando se acercaron a la mesa, Davis dijo:

– Doctor Scofield, me preguntaba si podría hablar un instante con usted.

Scofield debía de tener unos sesenta y tantos años, era calvo, tenía la nariz ancha y unos dientes que parecían demasiado rectos y blancos para ser suyos. Su rollizo rostro traslució una irritación que los oscuros ojos confirmaron en el acto.

– Estoy almorzando.

Davis siguió mirándolo con cordialidad.

– Necesito hablar con usted. Es importante.

Scofield dejó el tenedor.

– Como puede ver, estoy con estas personas. Comprendo que ha venido hasta aquí y desea que le dedique un poco de atención, pero he de administrar bien el tiempo.

– ¿Por qué?

A Stephanie no le gustó cómo había sonado la pregunta. Por lo visto, Davis también había captado el «soy importante» en la explicación de Scofield.

El profesor suspiró y señaló el folleto que Davis sostenía.

– Hago esto todos los años con el objeto de estar a disposición de quienes se interesan por mis investigaciones. Soy consciente de que quiere usted intercambiar opiniones, y lo veo bien. Cuando haya terminado podemos hablar arriba, junto al piano, si le parece.

Su tono seguía denotando irritación. A los otros tres comensales también se los veía molestos. Uno de ellos dijo:

– Llevamos todo el año esperando esta comida.

– Y podrán disfrutar de ella -repuso Davis-. En cuanto haya terminado.

– ¿Quién es usted? -quiso saber Scofield.

– Raymond Dyals, oficial de la Marina retirado.

Stephanie vio que el nombre había hecho mella en Scofield.

– Muy bien, señor Dyals. Por cierto, debe de haber descubierto usted la fuente de la eterna juventud.

– Le sorprenderá saber lo que he descubierto.

Scofield parpadeó.

– En ese caso, usted y yo tenemos que hablar.

SESENTA

Ossau

Malone decidió actuar. Sacó la pistola y abrió fuego dos veces en dirección al jardín del claustro. No sabía dónde se encontraba su atacante, pero el mensaje era claro: estaba armado.

Una bala cruzó el umbral y lo obligó a retroceder.

Malone determinó su procedencia: el segundo pistolero, en su lado de la galería, a la derecha.

Alzó la vista: el tejado a dos aguas se sostenía mediante un entramado de toscas vigas tendidas a lo ancho de la habitación. Piedras rotas y cascotes inundaban el suelo y se apilaban contra uno de los deteriorados muros. Malone se metió el arma en el bolsillo del chaquetón y se subió como pudo a los pedruscos de mayor tamaño, ganando más de medio metro de altura. Después dio un salto, se agarró a una fría viga, elevó las piernas y se sentó a horcajadas en el madero. A continuación avanzó rápidamente hacia la pared: ahora estaba tres metros por encima de la puerta. Se puso de pie, se agachó y, manteniéndose en equilibrio sobre la viga, sacó la pistola, sus músculos como haces de tensa cuerda.

Se oyeron varios disparos en el claustro. ¿Se habría unido Henn a la refriega?

Oyó otro impacto, similar a cuando Wenier se había abalanzado sobre Moreno en la iglesia, además de gruñidos, resuellos y forcejeos. No veía nada salvo las piedras del suelo, en penumbra gracias a la tenue luz.

Apareció una sombra.

Malone se preparó.

Tras efectuar dos disparos, el hombre entró en la habitación.

Malone saltó desde la viga y cayó sobre él. Acto seguido rodó por el suelo de prisa y se preparó para la pelea.

El tipo era fornido y ancho de espaldas, el cuerpo duro, como si bajo la piel tuviera metal. Rehuyó el ataque rápidamente y se puso en pie; sin el arma, que se le había caído.

Malone le estampó la automática en la cara, lanzándolo contra la pared, aturdido. A continuación levantó la pistola con la intención de hacerlo prisionero, pero tras él se oyó un disparo y el hombre cayó en los escombros.

Él giró en redondo.

Allí estaba Henn, el arma en ristre, al otro lado de la puerta. Apareció Christl.

No hacía falta preguntar por qué había abierto fuego; lo sabía. Sin embargo, inquirió:

– ¿Y el otro?

– Muerto -informó Christl mientras cogía el arma del suelo.

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