Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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– ¿Le importa si me la quedo? -preguntó Malone.

Ella trató de borrar la sorpresa de sus ojos.

– Es usted un tipo desconfiado.

– Es lo que pasa cuando la gente me miente.

Ella le entregó el arma.

Stephanie se sentó con Davis y Scofield arriba, donde el vestíbulo principal desembocaba en una salita con lujosas sillas y estanterías empotradas desde la que se disfrutaba de una vista panorámica. Había gente estudiando los volúmenes, y ella reparó en un pequeño letrero que informaba de que todo el material estaba a disposición de los huéspedes.

Un camarero se aproximó, pero Stephanie lo espantó con un movimiento de la mano.

– Puesto que es evidente que usted no es el almirante Dyals -empezó Scofield-, ¿quién es?

– Soy de la Casa Blanca, y ella, del Departamento de Justicia -explicó Davis-. Combatimos la delincuencia.

Scofield pareció reprimir un escalofrío.

– He accedido a hablar con ustedes porque creí que eran personas serias.

– Como toda esta patraña -repuso Davis.

Scofield se puso rojo.

– Ninguno de nosotros considera esta conferencia una patraña.

– ¿De veras? En este mismo instante hay, ¿cuántas?, cien personas en una habitación intentando contactar con una civilización muerta. Usted es antropólogo, un hombre al que el gobierno utilizó en su día para llevar a cabo una investigación secreta.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– Le sorprendería saber lo importante que sigue siendo.

– Supongo que podrán identificarse.

– Podemos.

– A ver.

– La pasada noche alguien mató a Herbert Rowland -contó Davis-. Y la anterior asesinaron a un capitán retirado que guardaba relación con él. No sé si recordará a Rowland, pero trabajó con usted en Fort Lee, cuando sacó de las cajas toda esa mierda de la operación «Salto de altura». No estamos seguros de que vaya a ser usted el próximo en morir, pero cabe la posibilidad. ¿Le bastan estas credenciales?

Scofield rompió a reír.

– Eso fue hace treinta y ocho años.

– Por lo visto, da igual -apuntó Stephanie.

– No puedo hablar de lo que sucedió. Es información clasificada.

Pronunció las palabras como si fuesen una especie de escudo que lo protegiera del mal.

– Por lo visto, eso también da igual.

Scofield frunció el ceño.

– Me están haciendo perder el tiempo. Tengo que hablar con un montón de gente.

– A ver qué le parece esto -terció Stephanie-: cuéntenos lo que pueda.

Esperaba que una vez empezase a hablar ese idiota prepotente siguiera haciéndolo.

El profesor consultó el reloj y replicó:

– Escribí un libro: Mapas de antiguos exploradores. Deberían leerlo, ya que contiene numerosas explicaciones. Pueden comprar un ejemplar en la librería de la conferencia. -Señaló a su izquierda-. Es por ahí.

– Háganos un resumen -pidió Davis.

– ¿Por qué? Acaba de decir que estamos locos, así que, ¿qué importa lo que yo piense?

Davis se disponía a replicar, pero Stephanie se lo impidió.

– Convénzanos. Si hemos venido hasta aquí es por algo.

Scofield hizo una pausa, al parecer buscando las palabras adecuadas para decir lo que quería decir.

– ¿Han oído hablar de la navaja de Occam?

Ella negó con la cabeza.

– Es un principio que dice que las explicaciones no deben multiplicar las causas sin necesidad. Dicho de manera más simple: nada de soluciones complicadas si las sencillas sirven. Eso es aplicable a casi todo, incluidas las civilizaciones.

Stephanie se preguntó si no lamentaría haber pedido la opinión del hombre.

– Los primeros textos súmenos, incluido el famoso Poema de Gilgamesh, hablan repetidamente de un pueblo alto, divino, que vivía entre ellos. Los llamaban observadores. Antiguos textos judíos, entre los que se incluyen algunas versiones de la Biblia, hacen referencia a esos observadores súmenos, a los que se describe como dioses, ángeles e hijos del cielo. El Libro de Enoc cuenta que ese curioso pueblo envió emisarios al mundo para enseñarles a los hombres nuevas destrezas. A Uriel, el arcángel que enseñó astronomía a Enoc, se lo señala como uno de esos observadores. A decir verdad, en el Libro de Enoc se menciona a ocho observadores, al parecer expertos en encantamientos, raíces, astrología, constelaciones, meteorología, geología y astronomía. Hasta los Manuscritos del mar Muerto aluden a los observadores, incluido el episodio en el que al padre de Noé le preocupa que su hijo sea tan increíblemente guapo y cree que su mujer tal vez haya yacido con uno de esos observadores.

– Menudo disparate -espetó Davis.

Scofield reprimió una sonrisa.

– ¿Sabe cuántas veces he oído eso? Aquí tiene unos cuantos datos históricos: en México a Quetzalcóatl, el dios rubio, de piel blanca y barbado, se le atribuía haber enseñado a la civilización que precedió a la azteca. Vino por mar y lucía prendas largas bordadas con cruces. Cuando en el siglo XVI llegó Cortés, las gentes creyeron que era Quetzalcóatl. Los mayas contaban con un profesor similar, Kukulcán, que llegó por el mar desde poniente. Los españoles quemaron todos los textos mayas en el siglo XVII, pero un obispo anotó algo que sobrevivió: hablaba de unos visitantes que lucían vestimentas largas y acudieron en repetidas ocasiones, a la cabeza alguien llamado Votan. Los incas tenían al dios Viracocha, llegado del gran océano del oeste. También ellos cometieron el mismo error con Pizarro, al pensar que era el dios que volvía. Así que, señor Casa Blanca, quienquiera que sea usted, créame, no sabe lo que dice.

Stephanie no se había equivocado: al tipo le gustaba hablar.

– En 1936, un arqueólogo alemán encontró una vasija de arcilla que contenía un cilindro de cobre con una varilla de hierro en una tumba parta que databa del año 250 a. J.C. Al verter en ella zumo de fruta se generaba una corriente de medio voltio que duraba dos semanas; lo bastante para galvanizar, algo que sabemos se realizaba por aquel entonces. En 1837 se encontró una lámina de hierro en la Gran Pirámide que había sido fundida a más de mil grados Celsius. Contenía níquel, algo de lo más excepcional, y databa de dos mil años antes de la Edad del Hierro. Cuando Colón llegó a Costa Rica en 1502 fue recibido respetuosamente y conducido tierra adentro hasta la tumba de un personaje importante, una tumba que estaba decorada con la proa de un extraño barco. En la lápida aparecían representados unos hombres muy parecidos a Colón y los suyos. Hasta ese momento ningún europeo había pisado el país.

»China resulta especialmente interesante -prosiguió Scofield-. El gran filósofo Lao Tse hablaba de los antiguos, igual que Confucio. Según Lao, eran sabios, eruditos, poderosos, afectuosos y, lo más importante, humanos. Escribió sobre ellos en el siglo VII a. J.C., y sus escritos han llegado hasta nosotros. ¿Quieren saber qué dicen?

– Para eso hemos venido -dejó claro ella.

– «Los antiguos maestros eran sagaces, misteriosos, profundos, receptivos. Sus conocimientos son insondables. Dado que son insondables, lo único que podemos hacer es describir su aspecto: observadores, como quienes vadean un río en invierno; vigilantes, como quienes son conscientes del peligro; corteses, como los invitados; dúctiles, como el hielo a punto de fundirse; sencillos, como la madera sin tallar.» Palabras interesantes de hace mucho tiempo.

«Curioso», hubo de reconocer Stephanie.

– ¿Saben qué cambió el mundo? ¿Qué alteró para siempre el curso de la existencia humana? -Scofield no esperó a que respondieran-. ¿La rueda? ¿El fuego? -Negó con la cabeza-. Por encima de ellos: la escritura. Ella fue la responsable. Cuando aprendimos a dejar constancia de nuestros pensamientos para que otros, siglos después, pudieran conocerlos, el mundo cambió. Tanto los sumerios como los egipcios dejaron tras de sí escritos de un pueblo que los visitó y les enseñó cosas. Un pueblo que tenía un aspecto normal y vivía y moría como ellos. No soy yo quien lo dice, se trata de un dato histórico. ¿Sabían que el gobierno canadiense está explorando actualmente un yacimiento submarino frente a las islas Queen Charlotte en busca de restos de una civilización de cuya existencia no se tenía noticia? Se trata de un campamento base que en su día se hallaba a orillas de un antiguo lago.

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