Bien. Ya era hora de salirse con la suya. Empezó a caminar a grandes zancadas por el corredor subterráneo. Estaban tres pisos por debajo del nivel del suelo, en una parte de la abadía ocupada por primera vez mil años atrás. Las sucesivas construcciones habían transformado las salas que lo rodeaban en un laberinto de cámaras olvidadas, ahora utilizadas principalmente para almacenar alimentos.
Había regresado a la abadía tres horas antes con el diario de Lars Nelle y Royce Claridon. La pérdida de Pierres Gravées du Languedoc, el libro de la subasta, constituía una pesada carga en su mente. Su única esperanza era que el diario y el propio Claridon le proporcionarían las suficientes piezas que le faltaban.
Y la mujer de color… Era un buen problema.
El mundo de De Roquefort era claramente masculino. Su experiencia con las mujeres, mínima. Eran una casta diferente, de eso estaba seguro; pero la hembra con que se había enfrentado en el Pont St. Bénézet parecía casi de otro mundo. En ningún momento había mostrado ni una pizca de miedo, y se movía con la astucia de una leona. Le había atraído directamente al puente, sabiendo con exactitud cómo pensaba efectuar su huida. Su único error había sido perder el diario. Tenía que descubrir su identidad.
Pero lo primero era lo primero.
Entró en una cámara rematada por vigas de pino que no habían sido modificadas desde los tiempos de Napoleón. El centro de la habitación estaba ocupado por una larga mesa, sobre la que yacía Royce Claridon, boca arriba, brazos y piernas atados con correas a unas estacas de acero.
– Monsieur Claridon, tengo poco tiempo y mucha necesidad de usted. Su cooperación lo hará todo más sencillo.
– ¿Qué espera que diga? -Sus palabras estaban teñidas de desesperación.
– Sólo la verdad.
– Sé muy poco.
– Vamos, no empecemos con una mentira.
– No sé nada.
De Roquefort se encogió de hombros.
– Le oí en el archivo. Es usted un pozo de información.
– Todo lo que dije en Aviñón se me ocurrió entonces.
De Roquefort hizo un gesto a un hermano que se encontraba al otro lado de la habitación. El hombre se adelantó y dejó una lata abierta sobre la mesa. Con tres dedos extendidos, el hermano recogió un pegajoso pegote blanco.
De Roquefort le quitó los zapatos y los calcetines a Claridon.
Éste levantó la cabeza para ver.
– ¿Qué está haciendo?¿Qué es eso?
– Manteca.
El hermano extendió la manteca por los desnudos pies de Claridon.
– ¿Qué hace?
– Seguramente conoce usted la historia. Cuando los templarios fueron arrestados en 1307, se usaron muchos métodos para obtener confesiones. Se arrancaban los dientes y en las cuencas vacías se echaba metal fundido. Se metían astillas bajo las uñas. El calor era utilizado de maneras muy imaginativas. Una de las técnicas empleadas consistía en untar de manteca los pies y luego acercarlos a la llama. Lentamente los pies se cocían, y la piel se iba desprendiendo como carne de un filete. Muchos hermanos sucumbieron a esa tortura. Incluso Jacques de Molay fue víctima de ella.
El hermano terminó con la manteca y se retiró de la habitación.
– En nuestras Crónicas, aparece el informe de un templario que, después de ser sometido a la tortura de los pies ardientes y confesar, fue trasladado ante sus inquisidores agarrando una bolsa que contenía los ennegrecidos huesos de sus pies. Se le permitió conservarlos como un recuerdo de su sufrimiento. Muy amable por parte de sus inquisidores, ¿no?
Se acercó a un brasero de carbón que ardía en un rincón. Había ordenado que lo prepararan una hora antes y sus brasas estaban ahora al rojo vivo.
– Supongo que pensaría usted que ese fuego era para calentar la cámara. Bajo el suelo, hace frío aquí, en las montañas. Pero hice preparar este fuego justamente para usted.
Hizo rodar el carrito con el brasero hasta situarlo a un metro de distancia de los desnudos pies de Claridon.
– La idea, me han dicho, es que el calor sea flojo y constante. No intenso… eso vaporizaría la grasa demasiado rápidamente. Igual que con un bistec, una llama lenta funciona mejor.
Los ojos de Claridon estaban abiertos de par en par.
– Cuando mis hermanos fueron torturados en el siglo xiv, se pensaba que Dios fortificaría al inocente para que pudiera soportar el dolor, de modo que sólo el culpable realmente confesaría. Del mismo modo (y de forma bastante conveniente, podría añadir) no se podía uno retractar de cualquier confesión extraída gracias a la tortura. Por lo que, cuando una persona había confesado, ahí se acababa el asunto.
Empujó el brasero hasta unos treinta centímetros de la desnuda piel.
Claridon lanzó un grito.
– ¿Tan pronto, monsieur? Aún no ha ocurrido nada. ¿No tiene usted ninguna resistencia?
– ¿Qué quiere usted?
– Un montón de cosas. Pero podemos empezar con el significado de Don Miguel de Ma ñana leyendo las reglas de la caridad.
– Hay una clave que relaciona al abate Bigou con la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul de Blanchefort. Lars Nelle encontró un criptograma. Él pensaba que la clave para resolverlo se encontraba en el cuadro.
Claridon estaba hablando deprisa.
– Ya oí todo eso en los archivos. Quiero saber lo que usted no llegó a decir.
– No sé nada más. Por favor, mis pies se están friendo.
– Ésa es la idea -dijo De Roquefort, buscando en su hábito y sacando el diario de Lars Nelle.
– ¿Lo tiene usted? -dijo Claridon con asombro.
– ¿Por qué le sorprende tanto?
– Su viuda. Ella lo poseía.
– Ya no.
Había leído la mayor parte de las anotaciones en el viaje de vuelta de Aviñón. Pasó las páginas hasta llegar al criptograma, y las mantuvo abiertas para que Claridon las pudiera ver.
– ¿Es eso lo que Lars Nelle encontró?
– Oui. Oui.
– ¿Cuál es el mensaje?
– No lo sé. De verdad. No lo sé. ¿No puede apartar el brasero? Por favor. Se lo suplico. Los pies me duelen terriblemente.
Decidió que una muestra de compasión podría aflojar la lengua más deprisa. Retiró el carrito unos treinta centímetros.
– Gracias. Gracias. -Claridon estaba respirando deprisa.
– Siga hablando.
– Lars Nelle encontró el criptograma en un manuscrito que Noël Corbu escribió en los años sesenta.
– Nadie ha encontrado nunca ese manuscrito.
– Lars lo hizo. Fue con un cura, al cual Corbu confió las páginas antes de morir en 1968.
Él sabía de Corbu por los informes que uno de sus predecesores había registrado. Aquel mariscal también había buscado el Gran Legado.
– ¿Qué hay del criptograma?
– El cuadro fue citado también por el abate Bigou, en el archivo parroquial, poco antes de que huyera de Francia con destino a España, de manera que Lars creyó que contenía la clave del rompecabezas. Pero murió antes de descifrarlo.
De Roquefort no poseía la litografía del cuadro. La mujer lo había cogido, junto con el libro de la subasta. No obstante, aquélla podía no ser la única reproducción. Ahora que sabía dónde buscar, encontraría otra.
– ¿Y qué sabía el hijo? Mark Nelle. ¿Cuál era su conocimiento?
– No mucho. Era profesor en Toulouse. Investigaba como pasatiempo los fines de semana. Nada serio. Pero estaba buscando el escondrijo de Saunière en las montañas cuando murió en una avalancha.
– No murió allí.
– Por supuesto que sí. Hace cinco años.
De Roquefort se acercó un poco más.
– Mark Nelle ha vivido aquí, en esta abadía, durante los últimos cinco años. Lo sacaron de la nieve y lo trajeron aquí. Nuestro maestre lo adoptó y lo convirtió en nuestro senescal. Quería también que fuera nuestro siguiente maestre. Pero, gracias a mí, fracasó. Mark Nelle huyó de estas paredes esta tarde. Durante los pasados cinco años registró nuestros archivos, buscando pistas, mientras usted se ocultaba, como una cucaracha de la luz, en un asilo mental.
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