Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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El cuerpo de Stephanie se estremecía. Su corazón latía desaforadamente. Por un momento tuvo que decirse a sí misma que debía respirar.

Su único hijo se encontraba allí, al otro lado de la habitación.

Quería correr hacia él, decirle cuan triste se había sentido por todas sus diferencias, cuánto se alegraba de verlo. Pero sus músculos no le respondían.

– Madre -dijo Mark-, tu hijo ha regresado de la tumba.

Ella captó la frialdad de su tono e instantáneamente sintió que su corazón era todavía duro.

– ¿Dónde has estado?

– Es una larga historia.

Ni una sombra de compasión suavizaba su mirada. Ella esperó a que él se explicara, pero no decía nada.

Malone se acercó a ella, puso una mano sobre su hombro y rompió la incómoda pausa.

– ¿Por qué no se sienta?

Ella se sentía como desconectada de su vida, un confuso batiburrillo que perturbaba sus pensamientos, y le estaba costando una barbaridad controlar su ansiedad. Pero, qué diantres, ella era la jefa de una de las unidades más altamente especializadas del gobierno de Estados Unidos. Se enfrentaba a crisis diariamente. Cierto, ninguna de ellas era tan personal como la que ahora se alzaba ante ella desde el otro lado de la habitación, pero si Mark quería que su primer encuentro fuera frío, entonces que así fuera, no les daría a ninguno de ellos la satisfacción de creer que la emoción la dominaba.

De modo que se sentó y dijo:

– Conforme, Mark. Cuéntanos tu larga historia.

Mark Nelle abri ó los ojos. Ya no se encontraba a dos mil quinientos metros de altitud en los Pirineos franceses, calzando botas de clavos y llevando un piolet siguiendo un accidentado rastro en busca del escondite de B érenger Saunière. Se encontraba dentro de una habitaci ón de piedra y madera con un ennegrecido techo de vigas. El hombre que estaba ante él era alto y demacrado, con una pelusa gris por cabello y una barba plateada tan espesa como la lana. Los ojos del hombre ten ían una peculiar tonalidad violeta que no recordaba haber visto nunca anteriormente en otra persona.

Tenga cuidado - dijo el hombre en ingl és -. A ún est á d ébil.

– ¿D ónde estoy?

En un lugar que durante siglos ha sido seguro.

– ¿ Tiene un nombre?

Abad í a des Fontaines.

Eso est á a kil ómetros de distancia de donde yo me encontraba.

Dos de mis subordinados le estaban siguiendo y le rescataron cuando la nieve empezaba a engullirlo. Me han dicho que el alud fue bastante grande.

A ún pod ía o ír c ómo la monta ña se sacudi ó, su cima desintegr ándose como una gran catedral que se derrumbara. Una cresta entera se hab ía desmoronado sobre él y la nieve hab ía bajado como la sangre manando de una herida abierta. El fr ío a ún le atenazaba los huesos. Entonces record ó haber ca ído dando tumbos. Pero ¿Ha bía o ído bien lo dicho por el hombre que se encontraba ante él?

– ¿Hombres que me estaban siguiendo?

Yo lo orden é. Como hice con su padre a veces, antes que con usted.

– ¿Conoc ía usted a mi padre?

Sus teor ías siempre me interesaron. De manera que me cre í en la obligaci ón de conocerle, tanto a él como lo que sab ía.

El joven trat ó de incorporarse de la cama, pero sinti ó en el costado izquierdo un dolor como una descarga el éctrica. Hizo una mueca y se agarr ó el est ómago.

Tiene usted algunas costillas rotas. Yo tambi én me romp í alguna en mi juventud. Duele mucho.

Volvi ó a echarse atr ás.

– ¿Me trajeron aqu í?

El anciano asinti ó con la cabeza.

Mis hermanos est án entrenados en toda clase de recursos.

Se fij ó en el h ábito blanco y las sandalias de cuerda.

– ¿Es un monasterio?

Es el lugar que ha estado usted buscando.

No estaba seguro de c ómo responder a eso.

Soy el maestre de los Pobres Compa ñeros Soldados de Cristo y el Templo de Salom ón. Nosotros somos los templarios. Su padre nos busc ó durante d écadas. Usted tambi én nos ha buscado. As í que decid í que hab ía llegado finalmente la hora.

– ¿De qu é?

Eso le toca a usted decidirlo. Pero espero que elija unirse a nosotros.

– ¿Y por qu é har ía eso?

Su vida, lamento decirlo, est á sumida en un completo caos. Echa de menos a su padre m ás de lo que nunca confesar ía, y eso que lleva muerto ya seis largos a ños. Ha estado alejado de su madre, lo cual resulta m ás duro de lo que hab ía imaginado. Profesionalmente es usted profesor, pero no se siente satisfecho. Ha hecho algunos intentos de reivindicar las creencias de su padre, pero no ha podido realizar muchos progresos. Por eso est á usted aqu í, en los Pirineos… buscando la raz ón por la que el abate Saunière se pas ó tanto tiempo ah í cuando estaba vivo. Saunière una vez explor ó la regi ón buscando algo. Seguramente usted encontr ó las facturas del alquiler de carruaje y caballo entre los papeles de Saunière, que prueban lo que pag ó a los vendedores locales. Resulta sorprendente, ¿no?, que un humilde cura pudiera permitirse lujos tales como un carruaje y un caballo privados.

– ¿Qu é sabe usted de mi padre y mi madre?

S é mucho.

– ¿No esperar á que me crea que es usted el maestre de los templarios?

Veo que esa premisa ser ía dif ícil de aceptar. Yo tambi én tuve problemas con ello cuando los hermanos me abordaron hace d écadas. ¿Por qu é, de momento, no nos concentramos en curar sus heridas y nos tomamos eso con calma?

– Me quedé en aquella cama durante tres semanas -dijo Mark-. Después, mis movimientos quedaron restringidos a algunas partes de la abadía, pero el maestre y yo hablábamos a menudo. Finalmente, acepté quedarme y tomar los votos.

– ¿Y por qué hiciste semejante cosa? -preguntó Stephanie.

– Seamos realistas, madre. Tú y yo llevábamos años sin hablarnos. Papá estaba muerto. El maestre tenía razón. Me encontraba en un callejón sin salida. Papá buscaba el tesoro templario, sus archivos y a los propios templarios. Una tercera parte de lo que él había estado buscando me había encontrado a mí. Quería quedarme.

Para calmar su creciente agitación, Stephanie dejó que su atención derivara hacia el hombre más joven que se encontraba detrás de Mark. Una aureola de frescor se cernía sobre él, pero Stephanie también percibió en él interés, como si estuviera escuchando algunas cosas por primera vez.

– ¿Te llamas Mark Geoffrey? -preguntó, recordando cómo le había llamado antes.

Él asintió con la cabeza.

– ¿No sabías que yo era la madre de Mark?

– Sé muy poco de los otros hermanos. Es la regla. Ningún hermano le habla de sí mismo a otro. Formamos parte de la hermandad. De dónde venimos no importa, a efectos de lo que somos ahora.

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