Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– ¿Y Lars pensó que todo eso conduce a un tesoro?

– Escribió en su diario que creía que Saunière había descifrado el mensaje que el abate Bigou dejó, y que halló el lugar de los templarios, diciéndoselo sólo a su amante, y ésta murió sin decírselo a nadie.

– Así pues, ¿qué se disponía usted a hacer?¿Utilizar el diario y el libro para buscarlo otra vez?

– No sé lo que hubiera hecho. Lo único que puedo decir es que algo me dijo que viniera, comprara el libro y echara un vistazo. -Hizo una pausa-. También me dio una excusa para venir, quedarme en su casa por un tiempo y recordar.

Eso Malone lo entendía.

– Pero ¿Por qué involucrar a Peter Hansen?¿Por qué no, simplemente, comprar el libro usted misma?

– Todavía trabajo para el gobierno de Estados Unidos. Pensé que Hansen me proporcionaría discreción. De esa manera mi nombre no aparecería por ninguna parte. Desde luego, no tenía ni idea de que estuviera implicado en todo esto.

Malone consideró lo que ella acababa de decir.

– De modo que Lars estaba siguiendo las huellas de Saunière, del mismo modo que Saunière seguía las de Bigou.

Ella asintió.

– Y según parece alguien más está siguiendo esas mismas huellas.

Estudió la habitación nuevamente.

– Tendremos que examinar todo esto con cuidado para tener siquiera la esperanza de enterarnos de algo.

Algo en la puerta principal llamó su atención. Cuando entraron, una pila de cartas esparcidas por el suelo había sido barrida contra la pared, aparentemente dejadas caer a través de la ranura de la puerta. Se adelantó y levantó media docena de sobres.

Stephanie se acercó.

– Déjeme ver ésa -dijo.

Él le tendió un sobre color gris oscuro con una escritura negra.

– La nota incluida en el diario de Lars estaba en un papel de color similar y la escritura es parecida.

Buscó la página en su bolso y compararon la escritura.

– Es idéntica -dijo ella.

– Estoy seguro de que a Scoville no le importará.

Y rasgó el sobre.

De él salieron nueve hojas de papel. En una de ellas había un mensaje escrito a mano. La tinta y la escritura eran las mismas que las del mensaje recibido por Stephanie.

Ella vendr á. S é indulgente. Has buscado durante mucho tiempo y mereces ver. Juntos, quiz ás sea posible. En Avi ñón busca a Claridon. Él puede indicar el camino. Pero prend garde de l’ingénieur.

Leyó otra vez la última línea: prend gar de de l’ing énieur.

– Ten cuidado con el ingeniero. ¿Qué significa eso?

– Buena pregunta.

– ¿No se hace mención en el diario de ningún ingeniero?

– Ni una palabra.

– «Sé indulgente.» Al parecer, el que le envió esto sabía que usted y Scoville no se llevaban bien.

– Es desconcertante. Yo no era consciente de que nadie supiera eso.

Malone examinó las otras ocho hojas de papel.

– Son del diario de Lars. Las páginas que faltaban. -Miró el matasellos del sobre. De Perpiñán, en la costa este. De cinco días antes-. Scoville nunca recibió esto. Llegó demasiado tarde.

– Ernest fue asesinado, Cotton. No hay ninguna duda ahora.

Malone se mostró de acuerdo, pero había algo más que le preocupaba. Se deslizó hasta una de las ventanas y cuidadosamente atisbó a través de los visillos.

– Tenemos que ir a Aviñón -dijo ella.

Malone asintió, pero mientras concentraba su mirada en la vacía calle y captaba una vislumbre de lo que sabía que estaría allí, dijo:

– Después de atender otro asunto.

XXI

Abadía des Fontaines

6:00 pm

De Roquefort se enfrentó a la asamblea. Raras veces los hermanos se ponían sus mejores vestiduras. La regla exigía que, en su mayor parte, vistieran «sin exceso ni ostentación». Pero un cónclave demandaba formalidad, y de cada miembro se esperaba que llevara su prenda de rango.

La visión era impresionante. Los caballeros hermanos lucían blancas capas de lana encima de cortas casacas blancas adornadas con bandas de primorosa argentería, y sus piernas estaban enfundadas en medias plateadas. Una blanca capucha les cubría la cabeza. Por su parte, la cruz roja paté de cuatro brazos iguales, ensanchados por sus extremos, adornaba todos los pechos. Un cinturón carmesí rodeaba su cintura, y donde antaño colgaba una espada, ahora sólo un fajín distinguía a los caballeros de los artesanos, granjeros, artífices, clérigos, sacerdotes y asistentes, que llevaban una vestidura similar pero en diversos tonos de verde, marrón y negro, distinguiéndose los clérigos por sus guantes blancos.

Una vez reunido el consistorio, la regla exigía que el mariscal presidiera los debates. Era una forma de compensar la influencia de cualquier senescal, que, como segundo en el mando, podía dominar fácilmente a la asamblea.

– Hermanos míos -gritó De Roquefort.

La sala se quedó en silencio.

– Ésta es la hora de nuestra renovación. Debemos elegir a un maestre. Pero antes de empezar, pidamos al Señor su Guía en las horas que nos aguardan.

Bajo el brillo de los candelabros de bronce, De Roquefort observó cómo 488 hermanos inclinaban la cabeza. La llamada se había efectuado inmediatamente después del alba, y la mayor parte de aquellos que servían fuera de la abadía había realizado el viaje hasta la casa. Se habían reunido en la sala superior del palais, una enorme ciudadela redonda que databa del siglo xvi, construida con una altura de treinta metros, veintitantos de diámetro y muros de tres metros y medio de espesor. Antaño había servido como la última línea de defensa en caso de ataque, pero había evolucionado hasta convertirse en un elaborado centro ceremonial. Las troneras para disparar las flechas estaban ahora tapadas con vitrales, y el estuco amarillo aparecía cubierto de imágenes de san Martín, Carlo-magno y la Virgen María. La sala circular, con dos galerías superpuestas provistas de baranda, podía fácilmente albergar a los casi quinientos hombres y gozaba de una acústica casi perfecta.

De Roquefort levantó la cabeza y estableció contacto visual con los otros cuatro dignatarios. El comandante, que era a la vez oficial de intendencia y tesorero, era un amigo. De Roquefort se había pasado años cultivando la relación con aquel hombre tan distante y confiaba en que todos aquellos esfuerzos pronto darían su fruto. El pañero, que se encargaba de todo lo referente a ropas y vestidos, estaba claramente dispuesto a apoyar la causa del mariscal. El capellán, sin embargo, que supervisaba todos los aspectos espirituales, era un problema. De Roquefort nunca había podido asegurar nada por parte del veneciano, aparte de vagas generalizaciones sobre lo obvio. Luego estaba el senescal, que se encontraba de pie portando el Beauseant, la reverenciada bandera negra y blanca de la orden. Tenía un aspecto confortable en su blanca túnica y esclavina, con la bordada insignia en su hombro izquierdo que indicaba su elevado rango. Esa visión le revolvió el estómago a De Roquefort. Aquel hombre no tenía derecho a llevar aquellas preciosas prendas.

– Hermanos, está reunido el consistorio. Es hora de designar el cónclave.

El procedimiento era engañosamente sencillo. Se elegía un nombre de un cuenco que contenía los nombres de todos los hermanos. Entonces ese hombre paseaba su mirada entre los reunidos y elegía libremente a otro. Vuelta al cuenco para el siguiente nombre, y luego otra selección abierta, y ese modelo al azar continuaba hasta que eran diez los designados. El sistema mezclaba un elemento de suerte emparejada con otra de implicación personal, disminuyendo en gran manera cualquier oportunidad de prejuicio organizado. De Roquefort, como mariscal, y el senescal eran automáticamente incluidos constituyendo un total de doce. Se necesitaba un voto de los dos tercios para efectuar la elección.

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