Saunière se limitaba a escuchar. Evidentemente, el obispo ten ía acceso a los archivos de la parroquia. El antiguo tesorero hab ía dimitido unos a ños atr ás, declarando que hab ía encontrado sus deberes contrarios a sus creencias. Evidentemente alguien hab ía seguido sus actividades.
– Llegu é aqu í en 1902 - dijo el obispo -. Durante los últimos ocho a ños he intentado (en vano, podr ía a ñadir) que compareciera usted ante m í para responder a mis preocupaciones. Pero durante ese tiempo, consigui ó usted construir la Villa Betania adyacente a la iglesia. Es, seg ún me han dicho, de construcci ón burguesa, un pastiche de estilos, todo de piedra tallada. Hay vidrieras, un sal ón comedor, sala de estar y dormitorios. Es donde usted entretiene a sus muchos invitados, seg ún he o ído.
El comentario estaba seguramente pensado para suscitar una respuesta, pero él no dijo nada.
– Est á luego la Torre Magdala, su disparate de biblioteca que domina el valle. Decorada con la m ás fina carpinter ía en madera, seg ún me han dicho. A esto se a ñaden sus colecciones de sellos y tarjetas postales, que son enormes, e incluso algunos animales ex óticos. Todo eso vale muchos miles de francos. - El obispo cerr ó el libro -. Los ingresos de su parroquia son s ólo de doscientos cincuenta francos al a ño. ¿ Cómo es posible que haya amasado todo eso?
– Como he dicho, Monseigneur, he sido receptor de muchas donaciones de almas que quieren ver prosperar a mi parroquia.
– Ha estado usted traficando con misas - declar ó el obispo -. Vendiendo los sacramentos. Su crimen es la simon ía.
Le hab ían advertido de que ésa era la acusaci ón con que se enfrentar ía.
– ¿ Por qu é me hace usted reproches? Mi parroquia, cuando llegu é, se encontraba en un estado lamentable. Es, a f in de cuentas, el deber de mis superiores garantizar a Rennes-le-Ch âteau una iglesia digna de los fieles y una vivienda decente al pastor. Pero desde hace un cuarto de siglo he trabajado y reconstruido y embellecido la iglesia sin pedir ni un c éntimo a la di ócesis. Me parece que merezco sus felicitaciones en vez de acusaciones.
– ¿ Cu ánto dice usted que se ha gastado en todas esas mejoras?
El cura decidi ó contestar.
– Ciento noventa y tres mil francos.
El obispo se ri ó.
– Abate, con eso no habr ía comprado los muebles, las estatuas y las vidrieras. Seg ún mis c álculos, ha gastado usted m ás de setecientos mil francos.
– No estoy familiarizado con las pr ácticas contables, as í que no soy capaz de decir cu áles fueron los costes. Todo lo que s é es que la gente de Rennes adora su iglesia.
– Los funcionarios declaran que usted recibe de cien a ciento cincuenta giros postales al d ía. Proceden de B élgica, Italia, Renania, Suiza y de toda Francia. Oscilan entre cinco y cuarenta francos cada uno. Frecuenta usted el Banco de Couiza, donde son convertidos en efectivo. ¿ Cómo explica usted eso?
– Toda mi correspondencia es manejada por mi ama de llaves. Ella la abre y contesta a todas las cuestiones. Esa pregunta deber ía ser dirigida a ella.
– Es usted el que aparece en el banco.
Él se mantuvo en sus trece.
– Deber ía preguntarle a ella.
– Desgraciadamente, no est á sujeta a mi autoridad.
El cura se encogi ó de hombros.
– Abate, est á usted traficando con misas. Est á claro, al menos para m í, que esos sobres que llegan a su parroquia no son notas de amigos sinceros. Pero a ún hay algo m ás inquietante.
Él permaneci ó en silencio.
– He hecho un c álculo. A menos que est é usted cobrando sumas exorbitantes por las misas (y la última tarifa que conoc í entre los pecadores era de cincuenta c éntimos), tendr ía que decir misa veinticuatro horas al d ía durante trescientos a ños para acumular toda la riqueza que usted ha gastado. No, abate, el traficar con misas es una fachada, una que usted ha concebido, para ocultar la verdadera fuente de su buena fortuna.
Aquel hombre era m ás inteligente de lo que parec ía.
– ¿ Alguna respuesta?
– No, Monseigneur.
– Entonces queda usted relevado de sus deberes en Rennes, e informar á inmediatamente a la parroquia de Coustouge. Adem ás, queda usted suspendido, sin ning ún derecho a decir misa o administrar los sacramentos en la iglesia, hasta nuevo aviso.
– ¿ Y cu ánto tiempo durar á esta suspensi ón? - pregunt ó con calma el abate.
– Hasta que el Tribunal Eclesi ástico pueda o ír su apelaci ón, que estoy seguro que usted presentar á inmediatamente.
– Saunière apeló -dijo Stephanie- incesantemente hasta el mismísimo Vaticano, pero murió en 1917 antes de ser reivindicado. Lo que hizo, sin embargo, fue abandonar la Iglesia, aunque jamás se marchó de Rennes. Simplemente se quedó diciendo misa en la Villa Betania. Los vecinos le adoraban, así que boicotearon al nuevo abate. Recuerde, toda la tierra que rodeaba la iglesia, incluyendo la villa, pertenecía a la amante de Saunière (en eso fue muy listo), de manera que la Iglesia no podía hacer nada al respecto.
Malone quería saber.
– ¿Cómo pagó todas aquellas mejoras?
Ella sonrió.
– Ésa es una pregunta que muchos han tratado de contestar. Incluyendo mi marido.
Recorrieron otro de aquellos sinuosos callejones, bordeados por más casas melancólicas, sus piedras del color de la madera muerta descortezada.
– Ernest vivía ahí delante -dijo.
Se acercaron a un antiguo edificio alegrado por rosas color pastel que se encaramaban a una pérgola de hierro forjado. Subiendo tres escalones de piedra, aparecía una puerta en un hueco. Malone atisbo a través del cristal de la puerta, pero no vio ninguna prueba de abandono.
– El lugar parece estar muy bien cuidado.
– Ernest era obsesivo.
Malone probó con el pomo. Cerrado.
– Me gustaría entrar -dijo ella desde la calle.
Él miró a su alrededor. A unos seis metros a su izquierda, el callejón terminaba en la pared exterior. Más allá surgía un cielo azul salpicado de hinchadas nubes. No había nadie a la vista. Se dio la vuelta y, con el codo, rompió el cristal. Metió luego la mano en el interior y abrió la cerradura.
Stephanie subió tras él.
– Usted primero -dijo Malone.
Abadía des Fontaines
2:00 pm
El senescal empujó la verja de hierro y encabezó el cortejo de dolientes a través de la antigua arcada. La entrada al subterráneo Panteón de los Padres estaba ubicada dentro de los muros de la abadía, al final de un largo pasadizo, donde uno de los edificios más antiguos se apoyaba en la roca. Mil quinientos años antes, unos monjes ocuparon por primera vez las cavernas que había más allá, viviendo en los sombríos nichos. A medida que fueron llegando más y más penitentes, se fueron erigiendo edificios. Las abadías tendían, o bien a crecer espectacularmente, o a menguar, y ésta había caído en un frenesí de construcción que duró siglos, continuó con los Caballeros del Temple, que calladamente se hicieron con su propiedad a finales del siglo xiii. La casa matriz de la orden - maison ch èvetaine, como la llamaba la regla- había estado primeramente localizada en Jerusalén, luego en Acre, después en Chipre, terminando finalmente aquí después de la Purga. Con el tiempo, el complejo fue rodeado de murallas y torres almenadas, y la abadía creció hasta llegar a convertirse en una de las más grandes de Europa, instalada a gran altura en los Pirineos, aislada tanto por la geografía como por la regla. Su nombre procedía del cercano río, los saltos de agua y la abundancia de napas subterráneas. Abadía des Fontaines. Abadía de las fuentes.
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