Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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El senescal bajó por unos estrechos peldaños labrados en la roca. Las suelas de sus zapatillas de lona resbalaban en la húmeda piedra. Donde antaño antorchas de aceite proporcionaban luz, candelabros eléctricos iluminaban ahora el camino. Tras él venían los treinta y cuatro hermanos que habían decidido unirse a su causa. Al pie de la escalera, se adelantó silenciosamente hasta el túnel abierto en una sala abovedada. Una columna de piedra se alzaba en el centro, como el tronco de un árbol envejecido.

Los hermanos se reunieron lentamente en torno al féretro de roble, que ya había sido llevado al interior y dejado sobre un plinto de piedra. A través de nubes de incienso ascendían melancólicos cánticos.

El senescal dio un paso adelante y el cántico se detuvo.

– Hemos venido a honrarle. Recemos -dijo en francés.

Lo hicieron, y luego se cantó un himno.

– Nuestro maestre nos condujo con sabiduría. Vosotros, aquellos que sois leales a su memoria, cobrad ánimo. Él se hubiera sentido orgulloso.

Transcurrieron unos momentos de silencio.

– ¿Qué nos aguarda? -preguntó discretamente uno de los hermanos.

Hacer politiqueo no era adecuado en la Sala de los Padres, pero, con cierta aprensión, se permitió una relajación de la regla.

– Incertidumbre -declaró-. El hermano De Roquefort está dispuesto a tomar el poder. Aquellos de vosotros que seáis seleccionados para el cónclave deberéis esforzaros para detenerlo.

– Será nuestra perdición -murmuró otro hermano.

– Estoy de acuerdo -dijo el senescal-. Él cree que de alguna manera puede vengar los pecados de setecientos años. Aunque pudiéramos, ¿por qué? Nosotros sobrevivimos.

– Sus seguidores han estado presionando con dureza. Los que se opongan a él serán castigados.

El senescal sabía que ése era el motivo por el que tan pocos habían venido al Panteón.

– Nuestros antepasados se enfrentaron a muchos enemigos. En Tierra Santa se levantaban contra los sarracenos y morían con honor. Aquí, soportaron las torturas de la Inquisición. Nuestro maestro, De Molay, fue quemado en la hoguera. Nuestra tarea es permanecer fíeles.

Débiles palabras, lo sabía, pero había que decirlas.

– De Roquefort quiere la guerra con nuestros enemigos. Uno de sus seguidores me dijo que incluso intenta recuperar el sudario.

Hizo un gesto de disgusto. Otros radicales habían propuesto esa demostración de fuerza con anterioridad, pero cada maestre había reprimido la acción.

– Tenemos que detenerlo en el cónclave. Por suerte, no puede controlar el proceso de selección.

– Me da miedo -dijo un hermano, y el silencio que siguió indicaba que los demás estaban de acuerdo.

Al cabo de una hora de plegaria, el senescal dio la señal. Cuatro porteadores, cada uno de ellos vestido con túnica carmesí, levantaron el féretro del maestre.

El senescal se dio la vuelta y se acercó a dos columnas de pórfido rojo entre las que se alzaba la Puerta del Oro. El nombre no le venía de su composición, sino de lo que una vez almacenó en su interior.

Cuarenta y tres maestres yacían en sus propios locoli, bajo un techo de roca suavemente pulimentada y pintado de azul oscuro, sobre el que estrellas doradas brillaban bajo la luz. Hacía mucho tiempo que sus cuerpos se habían convertido en polvo. Sólo quedaban huesos, encerrados dentro de osarios, cada uno de los cuales mostraba el nombre del maestre y las fechas de su servicio. A la derecha del senescal había unos nichos vacíos, uno de los cuales albergaría el cuerpo de su maestre durante el año siguiente. Sólo entonces, un hermano regresaría y trasladaría los huesos a un osario. La práctica de enterramiento que la orden había utilizado durante tanto tiempo era la propia de los judíos en Tierra Santa en la época de Cristo.

Los porteadores depositaron el ataúd en la cavidad designada. Una profunda tranquilidad reinaba en la semioscuridad.

Pensamientos sobre su amigo cruzaron por la mente del senescal. El maestre era el hijo más joven de un acaudalado comerciante belga. Había sido atraído por la Iglesia sin una razón clara… simplemente, algo le había empujado a hacerlo. Había sido reclutado por uno de los muchos oficiales de la orden, hermanos apostados en todo el globo, bendecidos con un buen ojo para detectar a los reclutas. La vida monástica le había sentado bien al maestre. Y aunque no era de alto rango, en el cónclave, después de que su predecesor muriera, los hermanos habían gritado al unísono: «Que sea el maestre.» De manera que hizo el juramento. «Me ofrezco al Dios omnipotente y a la Virgen María para la salvación de mi alma y así permaneceré en esta vida todos los días hasta mi último aliento.» El senescal había adquirido el mismo compromiso.

Permitió que sus pensamientos derivaran hacia el comienzo de la orden… los gritos de guerra, los quejidos de los hermanos heridos y agonizantes, los angustiados gemidos durante el entierro de aquellos que no habían sobrevivido al combate. Ése había sido el estilo de los templarios. Los primeros en participar, los últimos en marcharse. Raymond de Roquefort anhelaba aquellos tiempos. Pero ¿Por qué? La futilidad de esa actitud combativa se había demostrado cuando la Iglesia y la Corona se volvieron contra los templarios en la época de la Purga, sin mostrar la menor consideración por doscientos años de leal servicio. Muchos hermanos fueron quemados en la hoguera, otros torturados y tullidos de por vida, y todo por simple codicia. Para el mundo entero, los Caballeros del Temple eran una leyenda. Un recuerdo de antaño. Nadie se preocupaba de si existían o no, de modo que rectificar una injusticia parecía inútil.

Los muertos a los muertos.

De nuevo paseó su mirada alrededor de los cofres de piedra, luego despidió a los hermanos, excepto a uno. Su ayudante. Necesitaba hablar con él a solas. El joven se acercó.

– Dime, Geoffrey -dijo el senescal-.¿Estabais conspirando tú y el maestre?

Los ojos del hombre centellearon por la sorpresa.

– ¿Qué quiere usted decir?

– ¿Te pidió el maestre que hicieras algo para él recientemente? Vamos, no me mientas. Él se ha ido, y yo estoy aquí.

Pensó que recordarle quién mandaba le haría más fácil enterarse de la verdad.

– Sí, senescal. Envié por correo dos paquetes por encargo del maestre.

– Háblame del primero.

– Grueso y pesado, como un libro. Lo envié mientras estaba en Aviñón, hace más de un mes.

– ¿Y el segundo?

– Lo mandé el lunes, desde Perpiñán. Era una carta.

– ¿A quién iba dirigida la carta?

– A Ernest Scoville, en Rennes-le-Château.

El joven se santiguó rápidamente, y el senescal vio confusión y sospecha.

– ¿Qué pasa?

– El maestre dijo que me haría usted esas preguntas.

La información le llamó la atención.

– Dijo que cuando usted lo hiciera, yo debería decirle la verdad. Pero también dijo que fuera usted advertido. Aquellos que han emprendido el camino que usted se dispone a tomar han sido muchos, pero ninguno ha logrado triunfar. Dijo que le deseara a usted buena suerte.

Su mentor era un hombre brillante que evidentemente sabía mucho más de lo que nunca había dicho.

– Dijo también que debía usted terminar la búsqueda. Es su destino. Tanto si se da usted cuenta como si no.

Ya había oído bastante. Quedaba explicado ahora lo de la caja de madera vacía hallada en el armario de la cámara del maestre. El libro que buscaba en su interior había desaparecido. El maestre lo había enviado. Con un gesto gentil de su mano, despidió al ayudante. Geoffrey se inclinó, y luego se apresuró hacia la Puerta del Oro.

Algo se le ocurrió de repente al senescal.

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