– No creerá usted que…
– ¿Cómo está el pastel? -preguntó Thorvaldsen.
Malone comprendió que su amigo estaba tratando de hacerse con el control de la conversación.
– Excelente -dijo masticando.
– Vayamos al grano -exigió Stephanie-. A esa verdad que necesito saber.
– Su marido y yo éramos amigos íntimos.
La cara de Stephanie se oscureció con una expresión de disgusto.
– Lars nunca me mencionó eso.
– Considerando su tensa relación, es comprensible. Pero aun así, al igual que en su profesión, había secretos en la de Lars.
Malone terminó su pastel y observó que Stephanie estaba dándole vueltas a lo que evidentemente no creía.
– Es usted un mentiroso -declaró finalmente.
– Puedo mostrarle a usted una correspondencia que demostrará lo que estoy diciendo. Lars y yo nos comunicábamos con frecuencia. Colaborábamos. Yo financié una investigación inicial y le ayudé cuando los tiempos fueron duros. Le pagué su casa en Rennes-le-Château. Compartí su pasión y me alegré de acogerlo.
– ¿Qué pasión?
Thorvaldsen la evaluó con una mirada serena.
– Sabe usted muy pocas cosas de él. Cómo deben de atormentarla sus remordimientos…
– No necesito ser analizada.
– ¿De veras? Vino usted a Dinamarca a comprar un libro del que no sabía nada y que concierne al trabajo de un hombre de hace más de una década. Y no tiene usted remordimientos?
– Mire, capullo moralista, quiero ese libro.
– Primero tendrá que escuchar lo que tengo que decir.
– Apresúrese.
– El primer libro de Lars fue un éxito clamoroso. Varios millones de ejemplares en todo el mundo, aunque en Norteamérica se vendió sólo modestamente. Su siguiente libro ya no fue tan bien acogido, pero se vendió… lo suficiente para financiar sus aventuras. Lars pensó que un punto de vista opuesto podía ayudar a popularizar la leyenda de Rennes. De manera que financió a varios autores que escribieron libros criticando a Lars, libros que analizaban sus conclusiones sobre Rennes y señalaban ideas falsas. Un libro llevó a otro y éste a otro. Algunos son buenos, algunos malos. Yo mismo hice incluso varias observaciones públicas no muy halagadoras en una ocasión sobre Lars. Y pronto, tal como él deseaba, nació un género.
Los ojos de Stephanie se encendieron.
– ¿Está usted chiflado?
– La controversia genera publicidad. Y Lars no escribía para una audiencia masiva, así que tenía que generar su propia publicidad. Al cabo de un tiempo, sin embargo, la cosa tomó vida propia. Rennes-le-Château es bastante popular. Se han hecho programas de televisión especiales, muchas revistas le han dedicado artículos, internet está lleno de sitios dedicados únicamente a sus misterios. El turismo es la actividad principal de la región. Gracias a Lars, la población se ha convertido ahora en una industria.
Malone sabía que existían centenares de libros sobre Rennes. Varias de las estanterías de su librería estaban llenas de volúmenes reciclados. Pero tenía necesidad de saber.
– Henrik, dos personas han muerto hoy. Una de ellas saltó de la Torre Redonda y se cortó la garganta mientras caía. La otra fue arrojada por una ventana. Esto no es ningún truco de relaciones públicas.
– Yo diría que hoy en la Torre Redonda se enfrentó usted cara a cara con un hermano de los Caballeros Templarios.
– En otras circunstancias diría que está usted chiflado, pero el hombre gritó algo antes de saltar. Beauseant.
Thorvaldsen asintió con la cabeza.
– El grito de batalla de los templarios. Una masa de caballeros gritando esa palabra, al tiempo que cargaban, era suficiente para infundir un miedo absoluto en el enemigo.
Malone recordó lo que había leído antes en el libro.
– Los templarios fueron erradicados en 1307. Ya no hay caballeros.
– Eso no es cierto, Cotton. Se efectuó un intento de erradicarlos, pero el papa dio marcha atrás. El Pergamino de Chinon absuelve a los templarios de toda herejía. Clemente V promulgó esa bula él mismo, en secreto, en 1308. Muchos pensaban que el documento se perdió cuando Napoleón saqueó el Vaticano, pero recientemente fue hallado. No. Lars creía que la orden todavía existe, y yo también lo creo.
– Había un montón de referencias en los libros de Lars sobre los templarios -dijo Malone-, pero no recuerdo que nunca escribiera que siguieran existiendo actualmente.
Thorvaldsen asintió.
– Intencionado por su parte. Constituían una contradicción muy grande y lo sigue siendo. Pobres por sus votos, aunque ricos en bienes y conocimiento. Introspectivos, pero hábiles en las costumbres mundanas. Monjes y guerreros. El estereotipo de Hollywood y el verdadero templario son dos cosas diferentes. No se deje arrastrar por el romanticismo. Fueron unos tipos brutales.
Malone no estaba impresionado.
– ¿Cómo han sobrevivido setecientos años sin que nadie lo sepa?
– ¿Cómo consigue un insecto o un animal vivir en la selva sin que nadie conozca su existencia? Sin embargo, cada día son catalogadas nuevas especies.
Buen argumento, pensó Malone, pero aún no estaba convencido.
– Entonces, ¿de qué va todo eso?
Thorvaldsen se recostó en su silla.
– Lars estaba buscando el tesoro de los Caballeros Templarios.
– ¿Qué tesoro?
– A comienzos de su reinado, Felipe IV devaluó su moneda como una forma de estimular la economía. La acción fue tan impopular que el populacho quiso matarlo. Huyó de su palacio hacia el Temple de París, y buscó la protección de los templarios. Fue entonces cuando por primera vez descubrió la riqueza de la orden. Años después, cuando se encontraba desesperadamente necesitado de fondos, concibió un plan para declarar culpable a la orden de herejía. Recuerde, cualquier cosa que poseyera un hereje podía ser expropiada por la Corona. Sin embargo, después de los arrestos de 1307, Felipe descubrió que no sólo la cámara de París sino también todas las demás cámaras templarias de Francia estaban vacías. No se encontró jamás ni una onza de la riqueza de los templarios.
– ¿Y Lars pensó que ese tesoro estaba en Rennes-le-Château? -preguntó Malone.
– No necesariamente allí, pero sí en algún lugar del Languedoc -dijo Henrik-. Hay suficientes pistas que avalan esa conclusión. Pero los templarios procuraron dificultar su localización.
– ¿Y qué tiene que ver esto con el libro que compró usted anoche? -preguntó Malone.
– Eugène Stüblein era el alcalde de Fa, un pueblo cercano a Rennes. Era muy instruido, músico y astrónomo aficionado. Escribió primero un libro de viajes sobre el Languedoc, y luego otro titulado Pierres Gravées du Languedoc. «Piedras grabadas del Languedoc.» Un volumen poco corriente, que describe tumbas en y alrededor de Rennes. Un extraño interés, es cierto, pero no infrecuente… El sur de Francia es famoso por sus tumbas únicas. En el libro hay un boceto de una lápida mortuoria que captó la atención de Stüblein. Ese dibujo es importante porque la lápida sepulcral ya no existe.
– ¿Podría ver eso de lo que está usted hablando? -preguntó Malone.
Thorvaldsen se levantó con esfuerzo de su silla y se acercó a una mesilla auxiliar. Volvió con el libro de la subasta.
– Me lo entregaron hace una hora.
Malone abrió el libro por una página marcada y estudió el dibujo.
– Suponiendo que el dibujo de Stüblein sea preciso, Lars creía que la lápida era la pista que señalaba el camino hacia el tesoro. Lars buscó ese libro durante muchos años. Un ejemplar debería estar en París, ya que la Biblioteca Nacional conserva una copia de todo lo que se imprime en Francia. Pero aunque existe uno catalogado, no hay ningún ejemplar allí.
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