Aparentemente estaba tratando de firmar la paz con los demonios, pero había una realidad a tener en cuenta.
– Necesita usted ayuda, Stephanie. Están pasando muchas cosas aquí, y esto es algo en lo que yo tengo experiencia.
– Pero ¿No tiene usted una librería que dirigir?
– Mis empleados pueden arreglárselas por unos días.
Ella vaciló, aparentemente considerando su oferta.
– Era usted el mejor que tenía. Aún estoy furiosa porque se marchara.
– Tenía que hacer lo que tenía que hacer.
Ella movió la cabeza negativamente.
– Y que fuera Henrik Thorvaldsen el que se lo llevara. Eso fue añadir el insulto a la ignominia.
El año anterior, cuando él se retiró y le contó a ella que planeaba irse a Copenhague, ella se sintió feliz por él, hasta enterarse de que en ello andaba metido Thorvaldsen. Como era característico en ella, Stephanie no se había explicado y él se había guardado de preguntar.
– Pues aún tengo noticias peores para usted -dijo él-. La persona que pujó más alto que usted, por teléfono. ¿Sabe quién era? Era Henrik.
Ella le lanzó una mirada de desdén.
– Estaba trabajando con Peter Hansen -dijo él.
– ¿Qué le ha llevado a esa conclusión?
Él le contó lo que había sabido en la subasta y lo que el hombre le había dicho por la radio. «Detesto a los que me engañan.»
– Aparentemente Hansen estaba haciendo un triple juego y salió perdiendo.
– Espere fuera -dijo ella.
– Por eso vine. Usted y Henrik tienen que hablar. Pero hemos de salir de aquí con cautela. Esos tipos pueden estar ahí.
– Tengo que vestirme.
Él se dirigió a la puerta.
– ¿Dónde está el diario de Lars?
Ello señaló a la caja de caudales.
– Tráigalo.
– ¿Es prudente?
– La policía encontrará el cuerpo de Hansen. No les va a llevar mucho tiempo atar cabos. Necesitamos estar listos para movernos.
– Puedo manejar a la policía.
Él se dio la vuelta para encararse con ella.
– Washington le sacó del apuro de Roskilde porque no saben lo que está usted haciendo. Ahora mismo, estoy seguro de que alguien en Justicia está tratando de averiguarlo. Detesta usted las preguntas, y no puede decirle al secretario que se vaya al infierno cuando llame. Aún no estoy seguro en qué anda usted metida, pero hay una cosa que sí sé, que no quiere que se hable de ello. Así que haga la maleta.
– No echo de menos esa arrogancia.
– Sin su alegría natural, mi vida ha quedado incompleta también. ¿Podría usted por una vez hacer lo que le pido? Ya es bastante duro hacer trabajo de campo sin necesidad de actuar estúpidamente.
– No necesito que me recuerde eso.
– Seguro que sí.
Y Malone salió de la habitación.
Viernes, 23 de junio
1:30 am
Malone y Stephanie salieron en coche de Copenhague por la carretera 152. Aunque en el pasado había conducido desde Río de Janeiro hasta Petrópolis, y también desde Nápoles hasta Amalfi, Malone creía que el trayecto al norte de Helsingor, siguiendo la rocosa costa este de Dinamarca, era con mucho la más encantadora de las rutas junto al mar. Pueblos de pescadores, bosques de hayas, villas de verano y la gris extensión del Öresund carente de mareas, todo se combinaba para ofrecer un esplendor eterno.
El tiempo era el clásico. La lluvia salpicaba el parabrisas, azotado por un viento racheado. Tras pasar uno de los balnearios más pequeños de la costa, cerrado durante la noche, la carretera penetraba en el interior por una extensión boscosa. Cruzando una puerta, más allá de dos casas de campo blancas, Malone siguió por un sendero de hierba y aparcó en un patio empedrado con guijarros. La casa más alejada era un auténtico ejemplo del barroco danés… tres pisos, construida en ladrillo, cubierta de arenisca y rematada por un tejado de cobre graciosamente curvado. Una de las alas apuntaba tierra adentro. La otra miraba al mar.
Malone conocía su historia. Llamada Puerta Cristiana, la casa había sido construida trescientos años antes por un tal Thorvaldsen, un hombre inteligente que había convertido toneladas de inútil turba en combustible para producir porcelana. En la década de 1800, la reina danesa proclamó las fábricas de vidrio proveedoras reales, y Adelgate Glasvaerker, con su distintivo símbolo de dos círculos con una línea debajo, seguía reinando en toda Dinamarca y Europa. El actual dueño de la empresa era el patriarca de la familia, Henrik Thorvaldsen.
En la puerta de la casa solariega, fueron recibidos por un camarero que no se sorprendió al verlos. Interesante, considerando que era pasada la medianoche y que Thorvaldsen vivía solo como un mochuelo. Fueron acompañados a una habitación donde las vigas de roble, los escudos de armas y los retratos al óleo subrayaban la nobleza del lugar. Una larga mesa dominaba la gran sala… un mueble de cuatrocientos años de antigüedad. Malone recordaba que Thorvaldsen había dicho en una ocasión que su oscuro acabado de arce reflejaba siglos de uso continuado. Thorvaldsen estaba sentado a un extremo, con un pastel de naranja y un humeante samovar sobre la mesa.
– Por favor, pasen y tomen asiento.
Thorvaldsen se levantó de la silla con lo que parecía ser un gran esfuerzo y les dirigió una deslumbrante sonrisa. Su encorvado y artrítico cuerpo no superaba el metro sesenta de altura, la joroba de su columna apenas oculta por un suéter muy holgado. Malone observó un centelleo en los brillantes ojos grises. Su amigo estaba tramando algo. No había duda.
Malone señaló al pastelillo.
– ¿Tan seguro estaba usted de que vendríamos que nos cocinó un pastel?
– No estaba seguro de que los dos hicieran el viaje, pero sabía que usted sí vendría.
– ¿Y eso por qué?
– Una vez que me enteré de que estaba en la subasta, sabía que era sólo cuestión de tiempo que descubriera mi implicación.
Stephanie dio un paso adelante.
– Quiero mi libro.
Thorvaldsen la observó con mirada crítica.
– ¿Nada de hola?¿Encantada de conocerle?¿Sólo, «quiero mi libro»?
– No me gusta usted.
Thorvaldsen volvió a ocupar su asiento a la cabecera de la mesa. Malone decidió que el pastel parecía bueno, así que se sentó y se cortó un trozo.
– ¿No le gusto? -repitió Thorvaldsen-. Es extraño, considerando que no nos habíamos visto nunca.
– Sé quién es.
– ¿Significa eso que el Magellan Billet tiene un expediente sobre mí?
– Su nombre aparece en los lugares más extraños. Lo consideramos una «persona internacional de interés».
El rostro de Thorvaldsen hizo una mueca, como si estuviera soportando alguna penitencia espantosa.
– Me consideran ustedes un terrorista o un criminal.
– ¿Cuál de las dos cosas es usted?
El danés la miró con repentina curiosidad.
– Me dijeron que posee usted ingenio para concebir grandes hazañas y el empeño para llevarlas a cabo. Es extraño, con toda esa habilidad, que fracasara tan rotundamente como esposa y madre.
Los ojos de Stephanie se llenaron instantáneamente de indignación.
– No sabe usted nada de mí.
– Sé que usted y Lars llevaban años sin vivir juntos antes de que él muriera. Sé que usted y él no estaban de acuerdo en muchísimas cosas. Sé que usted y su hijo estaban muy alejados.
La rabia coloreó las mejillas de Stephanie.
– Váyase al infierno.
Thorvaldsen no parecía muy desconcertado por su rechazo.
– Se equivoca usted, Stephanie.
– ¿Sobre qué?
– Un montón de cosas. Y ya es hora de que conozca la verdad.
De Roquefort había encontrado la casa solariega justamente en el lugar al que le había dirigido la información por él solicitada. Una vez que se enteró de quién estaba trabajando con Peter Hansen para comprar el libro, le llevó a su lugarteniente sólo media hora compilar un dossier. Ahora estaba contemplando la imponente mansión del más alto postor del libro -Henrik Thorvaldsen-, y todo cobraba sentido.
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