Thorvaldsen era uno de los ciudadanos más ricos de Dinamarca, con antepasados que se remontaban a los vikingos. El número de sus empresas era impresionante. Además de Adelgate Glasvaerker, poseía intereses en bancos británicos, minas polacas, fábricas alemanas y empresas de transporte europeas. En un continente donde el dinero viejo significaba miles de millones, Thorvaldsen se encontraba en la cima de la lista de mayores fortunas. Era un individuo extraño, un introvertido que se aventuraba fuera de su propiedad sólo con moderación. Sus contribuciones caritativas eran legendarias, especialmente en el caso de los supervivientes del Holocausto, las organizaciones anticomunistas y la ayuda médica internacional.
Tenía sesenta y dos años de edad, y era íntimo de la familia real danesa, especialmente de la reina. Su mujer y su hijo habían muerto, ella de cáncer, él de un disparo más de un año antes, mientras trabajaba para la misión danesa en Ciudad de México. El hombre que había abatido a uno de los asesinos era un agente norteamericano llamado Cotton Malone. Existía un pequeño vínculo con Lars Nelle, aunque no uno favorable, ya que a Thorvaldsen se le atribuían algunos comentarios poco halagadores sobre la investigación de Nelle. Un desagradable incidente ocurrido quince años antes en la Bibliothèque Sainte-Geneviève de París, donde los dos habían entablado una discusión a gritos, fue ampliamente divulgado por la prensa francesa. Todo lo cual podía explicar por qué Henrik Thorvaldsen se había interesado en la oferta de Peter Hansen, aunque no completamente.
De Roquefort necesitaba conocerlo todo.
Un vigorizante aire oceánico azotaba desde el negro Öresund y la lluvia se había ido debilitando hasta convertirse en una ligera calima. Dos de sus acólitos se encontraban a su lado. Los otros dos esperaban en el coche, aparcado más allá de la propiedad, su cabeza todavía turbia por la droga que les habían inyectado. Él seguía ignorando quién había interferido. No había notado que nadie le vigilara durante todo el día, y sin embargo alguien había seguido furtivamente sus movimientos. Alguien con la sofisticación necesaria para utilizar drogas tranquilizantes.
Pero lo primero era lo primero. Encabezó la marcha a través del césped hasta una fila de setos que estaban situados delante de la elegante casa. Había luces encendidas en una habitación de la planta baja que, a la luz del día, debía de ofrecer una espectacular vista al mar. No había observado guardas, perros o sistemas de alarma. Curioso, aunque no sorprendente.
Se acercó a la iluminada ventana. Había descubierto un coche aparcado en el sendero y se preguntaba si su suerte iba a cambiar. Atisbó cuidadosamente en el interior y vio a Stephanie Nelle y Cotton Malone hablando con un hombre mayor.
Sonrió. Su suerte estaba cambiando.
Hizo un movimiento y uno de sus hombres sacó una funda de nailon. Bajó la cremallera de la bolsa y sacó un micrófono. Cuidadosamente fijó la ventosa en una esquina del húmedo cristal. El sofisticado receptor podía ahora recoger cada palabra.
Se colocó un diminuto auricular en el oído.
Antes de matarlos, necesitaba escuchar lo que decían.
– ¿Por qué no se sienta usted? -dijo Thorvaldsen.
– Muy amable por su parte, Herr Thorvaldsen, pero prefiero permanecer de pie -dejó claro Stephanie, con desprecio en su voz.
Thorvaldsen alargó la mano en busca del café y llenó su taza.
– Le sugeriría que me llamara cualquier cosa menos Herr. -Dejó el samovar sobre la mesa-. Detesto todo lo que se refiere, siquiera remotamente, a los alemanes.
Malone observó que Stephanie tomaba el mando. Seguramente, si él era una «persona de interés» en los archivos Billet, ella debía de saber que el abuelo, los tíos, las tías y los primos de Thorvaldsen habían caído víctimas de la ocupación nazi de Dinamarca. Aun así, esperaba que ella se desquitara, pero, en vez de eso, su rostro se suavizó.
– Será Henrik, entonces.
Thorvaldsen dejó caer un terrón de azúcar en su taza.
– Su mordacidad es notable -dijo y agitó su café-. Hace mucho tiempo aprendí que todas las cosas pueden solucionarse ante una taza de café. Una persona le dirá más de su vida privada tras una buena taza de café que después de una botella de champán o media de oporto.
Malone sabía que a Thorvaldsen le gustaba relajar a su oyente con nimiedades mientras evaluaba la situación. El viejo sorbió de su humeante taza.
– Como he dicho, Stephanie, ya es hora de que se entere usted de la verdad.
Ella se acercó a la mesa y se sentó frente a Malone.
– Entonces, por favor, destruya todas las nociones preconcebidas que tengo sobre usted.
– ¿Y cuáles serían ésas?
– Enumerarlas me llevaría un buen rato. He aquí las más notables. Hace tres años estuvo usted vinculado con una organización criminal especializada en el robo de arte con conexiones israelíes radicales. Interfirió usted el año pasado en las elecciones nacionales alemanas, canalizando dinero ilegalmente hacia algunos candidatos. Por alguna razón, sin embargo, ni los alemanes ni los israelíes decidieron procesarlo.
Thorvaldsen hizo un gesto impaciente de asentimiento.
– Culpable en ambos casos. Esas «conexiones israelíes radicales», como las llama usted, son colonos que creen que sus hogares no deberían ser malvendidos por un corrupto gobierno israelí. Para ayudar a su causa, proporcioné fondos de ricos árabes que traficaban en arte robado. Los artículos se volvían a robar a los ladrones. Quizás sus archivos señalen que el arte fue retornado a sus propietarios.
– Por unos honorarios.
– Que todo investigador privado cobraría. Nosotros simplemente canalizamos el dinero reunido hacia unas causas más meritorias. Yo vi cierta justicia en el acto. En cuanto a las elecciones alemanas, yo financié a varios candidatos que se enfrentaban a una rígida oposición de la extrema derecha. Con mi ayuda, ganaron todos. No veo ninguna razón para permitir que el fascismo obtenga apoyos. ¿Usted sí?
– Lo que hizo era ilegal y causó infinidad de problemas.
– Lo que hice fue resolver un problema. Que es mucho más de lo que los norteamericanos han hecho.
Stephanie no parecía impresionada.
– ¿Por qué se ha metido usted en mis asuntos?
– ¿Cómo, sus asuntos?
– Conciernen al trabajo de mi marido.
El semblante de Thorvaldsen se endureció.
– No recuerdo que tuviera usted ningún interés en el trabajo de Lars mientras estaba vivo.
Malone captó las palabras críticas «No recuerdo». Lo que significaba un elevado nivel de conocimiento sobre Lars Nelle. De forma impropia en ella, Stephanie no parecía estar escuchando.
– No tengo intención de discutir mi vida privada. Dígame sólo por qué compró usted el libro anoche.
– Peter Hansen me informó de su teoría. También me dijo que había otro hombre que quería que usted tuviera el libro. Pero no antes de que el hombre hiciera una copia. Le pagó a Hansen un dinero para asegurarse de que eso sucedía.
– ¿Le dijo quién era? -preguntó ella.
Thorvaldsen movió negativamente la cabeza.
– Hansen está muerto -dijo Malone.
– No me sorprende.
No había ninguna emoción en la voz de Thorvaldsen.
Malone le contó lo que había pasado.
– Hansen era codicioso -dijo el danés-. Creía que el libro tenía un gran valor, así que quería que yo lo comprara secretamente para poder ofrecérselo al otro hombre… por un precio.
– Lo cual usted aceptó hacer tratándose de la persona humanitaria que es. -Stephanie aparentemente no iba a darle ningún respiro.
– Hansen y yo hicimos muchos negocios juntos. Él me contó lo que estaba pasando y yo me ofrecí a ayudar. Me preocupaba que, sencillamente, se fuera a buscar otro comprador en otra parte. Y, también, quería que tuviera usted el libro, así que acepté sus condiciones; pero no tenía intención de entregarle el libro a Hansen.
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