Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– Mi padre sirvió en la guardia personal de Nicolás. Estaba destinado en Tsarskoe Selo, el Palacio Alejandro, donde vivía la familia imperial entera. Los niños conocían su cara. Especialmente Alexis.

– ¿Cómo fue que estuviera en Ekaterimburgo? -preguntó Akilina.

– Se lo propuso Félix Yusúpov. Hacía falta gente que pudiera infiltrarse en Ekaterimburgo. Los guardas de palacio eran los preferidos de los bolcheviques. Eran buena propaganda para legitimar la revolución: los hombres en quienes más confiaba Nicolás II se volvían contra él. Muchos lo hicieron, personas de carácter débil, que temían por su propio pellejo; pero se pudo reclutar a unos cuantos para hacer de espías, como mi padre. Él conocía a muchos de los líderes revolucionarios, y a éstos les encantaba que formara parte del movimiento. Fue mera suerte que llegara a Ekaterimburgo a tiempo. Y más suerte aún que Yurovsky lo designara para formar parte del pelotón de ejecución.

Estaban en torno a la mesa de la cocina, con el almuerzo ya terminado.

– Da la impresión de que tu padre era un hombre muy valiente -dijo Lord.

– Valientísimo. Hizo un juramento que lo ligaba al Zar, y lo cumplió hasta el final.

Lord quería saber más de Alexis y Anastasia.

– ¿Se salvaron? -preguntó-. ¿Qué ocurrió?

Una fina sonrisa se formó en los labios del anciano.

– Algo maravilloso. Pero, antes, algo espantoso.

*

La caravana se adentró en el bosque. El camino no era más que una rodera trazada en el barro, la marcha era muy lenta. Cuando el camión se quedó atascado entre dos árboles, Yurovsky decidió abandonarlo y seguir hasta la mina con los droshkis . Los cuerpos que quedaban en la trasera del camión fueron cargados en parihuelas hechas con la lona. La mina de los Cuatro Hermanos sólo estaba ya a unos cien pasos, y Maks ayudó a transportar la parihuela en que iba el cuerpo del Zar.

– Dejadlos en el suelo -ordenó Yurovsky cuando llegaron al claro del bosque.

– Creí que era yo el encargado -dijo Ermakov.

– En efecto: eras -le aclaró el jefe.

Prendieron una hoguera. Desnudaron todos los cuerpos y quemaron la ropa. Con unos treinta hombres borrachos, la escena era caótica. Pero Maks dio gracias a Dios por la confusión, porque así no se notó la falta de dos de las víctimas.

– ¡Diamantes! -gritó uno de los hombres.

La palabra atrajo a los demás.

– Kolya. Ven conmigo -dijo Yurovsky, abriéndose paso a codazos entre los congregados.

Había dos hombres agachados sobre un cadáver de mujer. Uno de los hombres de Ermakov había descubierto otro corsé lleno de joyas. Yurovsky, sin soltar el Colt, le arrancó de la mano el diamante.

– No habrá saqueo. Al primero que se atreva le pego un tiro. Si me matáis a mí, el comité se ocupará de vosotros . Ahora haced lo que os digo y desnudad los cuerpos. Dadme a mí todo lo que encontréis.

– ¿Para que te lo quedes tú? -preguntó una voz.

– Estas cosas no nos pertenecen, ni a vosotros ni a mí, sino al Estado. Se hará entrega de todas ellas al Comité del Ural. Ésa es la orden que tengo.

Que te den por el culo, judío de mierda -dijo una voz.

A la luz vacilante de la hoguera, Maks vio cólera en los ojos de Yurovsky. Conocía lo suficiente a aquel hosco individuo como para saber que no le gustaba nada que le recordasen el origen. Su padre era vidriero, su madre costurera, y tuvieron dos hijos. Yurovsky se crió en la pobreza, con todas las dificultades, y pasó a ser un fiel miembro del Partido tras el fallido intento de revolución de 1905. Fue desterrado a Ekaterimburgo por sus actividades revolucionarias, pero, tras la revuelta de febrero del año anterior, lo eligieron para el Comité del Ural, y desde entonces no había dejado pasar un solo día sin dar muestras de su entrega al Partido. Había dejado de ser judío. Ahora era un leal comunista. Un hombre que obedecía órdenes y en quien se podía confiar para que las ejecutara.

El amanecer iba extendiéndose sobre los álamos del entorno.

– Largaos todos -dijo Yurovsky en voz muy alta-, menos los que vinieron conmigo.

No puedes hacer eso -vociferó Ermakov.

– Si no os marcháis, haré que os maten a tiros.

A un lado se oyó el ruido seco de los fusiles, cuando los cuatro hombres de Yurovsky se los echaron a la cara, obedeciendo una vez más a su jefe. Los demás hombres parecieron comprender que habría sido una estupidez resistirse. No era imposible que lograran imponerse a esos pocos leales a Yurovsky, pero el Comité del Ural no permitiría que semejante transgresión quedara impune. Maks no se sorprendió al ver que todos ellos desaparecían por el camino abajo.

Cuando se hubieron marchado, Yurovsky se encajó el revólver en el cinturón.

– Terminad de desnudar los cadáveres.

Maks y dos hombres dieron conclusión a la tarea, mientras otros dos se mantenían alerta. Resultaba ya muy difícil saber quién era quién, excepción hecha de la Zarina, que, por su tamaño y por su edad, se distinguía hasta en la muerte. Maks sintió náuseas por aquellas personas a quienes una vez había servido.

Aparecieron otros dos corsés llenos de joyas. El descubrimiento más curioso vino de la Zarina: todo un cinturón de perlas cosido a su ropa interior.

No hay más que nueve cuerpos -dijo de pronto Yurovsky -. Falta el zarevich y una de las mujeres.

Nadie dijo una palabra.

– Hijos de la gran puta -dijo el jefe -. Deben de haber escondido sus cadáveres por el camino, a ver si luego les encuentran algo de valor. Seguro que los están registrando en este momento.

Maks lanzó un silencioso suspiro de alivio.

– ¿Qué hacemos? -preguntó uno de los guardias.

Yurovsky no dudó:

– Nada. Diremos que la mina se hundió y que a dos de ellos los quemamos. Trataremos de encontrarlos a la vuelta. ¿Lo habéis entendido bien todos?

Maks comprendió que ninguno de los allí presentes, y, menos que nadie, Yurovsky, querían poner en conocimiento de sus superiores que faltaban dos cadáveres. No habría explicación que les pudiera evitar la cólera del comité. Un silencio colectivo vino a confirmar que todos habían entendido muy bien.

Siguieron arrojando ropa ensangrentada al fuego. Luego, los nueve cuerpos desnudos fueron colocados boca abajo junto a un negro pozo. Maks observó que los corsés habían dejado una hilera de marcas en la carne muerta. Las grandes duquesas también llevaban amuletos al cuello, con el retrato de Rasputín y, cosida a él, una oración. Arrancaron todo de los cuerpos y lo añadieron a la pila de pertenencias. Maks recordó la belleza que cada una de aquellas mujeres había irradiado en vida y le entristeció que ninguna de ellas la conservara tras la muerte.

Uno de los hombres se inclinó a toquetear los pechos de Alejandra.

Un par de ellos más imitaron su comportamiento.

– Ahora que le he tocado las tetas a la emperatriz, puedo descansar en paz -proclamó uno de ellos, y los demás le hicieron un coro de carcajadas.

Maks se dio media vuelta y miró el crepitar de las llamas, mientras ardían los últimos restos de ropa.

– Tirad los cuerpos al pozo -dijo Yurovsky.

Cada hombre arrastro uno de los cuerpos hasta el borde y lo dejó caer. Pasaron varios segundos de silencio hasta que se oyó el ruido del agua, a mucha profundidad.

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