Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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En menos de un minuto los habían despachado a todos.

*

Vassily Maks hizo una pausa, tomó aliento repetidas veces y bebió un sorbo de vodka.

– Yurovsky, luego, se sentó en el tocón de un árbol y desayunó huevos cocidos. Los habían traído el día anterior las monjitas del monasterio, para el zarevich, y Yurovsky les había dado instrucciones de que los envolvieran bien. Sabía exactamente lo que iba a suceder. Tras llenar el estómago, arrojó unas granadas al pozo, para que la mina se derrumbara.

– Dijo usted que también sucedió algo maravilloso.

El anciano saboreó otro trago de vodka.

– Sí que lo dije.

*

Maks abandonó el lugar de enterramiento, con los demás hombres, a eso de las diez de la mañana. Quedó un guarda a cargo de la vigilancia y Yurovsky se fue a presentar su informe sobre las actividades de la noche previa ante el Comité del Ural. Afortunadamente, el jefe no dio orden de que se buscaran los otros dos cuerpos, tras haberles dicho a sus hombres lo que había que decir, que los habían quemado por separado.

Las órdenes eran volver andando a la población y no llamar la atención de nadie. A Maks le pareció extraña semejante orden, con la cantidad de personas que habían tomado parte en los hechos. No cabía pensar que el lugar de enterramiento permaneciese en secreto, sobre todo teniendo en cuenta los rencores existentes y, también, la posibilidad de encontrar objetos de valor. Yurovsky había dicho, concretamente, que no hablasen con nadie de lo ocurrido y que se presentaran por la tarde en la casa de Ipatiev, para ponerse a las órdenes de sus jefes.

Maks dejó que los otros cuatro fueran por delante, diciéndoles que pensaba volver al pueblo por otro camino, para aclararse la cabeza en soledad. Se oían cañones en la distancia. Sus compañeros le advirtieron que el Ejército Blanco estaba a pocos kilómetros de Ekaterimburgo, pero respondió que más les valía a los Blancos no tropezarse con él.

Apartándose de sus compañeros, anduvo dando vueltas durante media hora antes de tomar por el camino que había seguido el camión la noche anterior. Ahora, a la luz del día, observó que el bosque era muy espeso y que había mucha maleza. Encontró la caseta de ferrocarril, pero no se acercó a ella. Lo que hizo fue orientarse bien y localizar el sitio en que se quedó atascado el camión en el barro.

Miró en derredor. Nadie a la vista.

Se adentró en el bosque.

– Pequeño, ¿estáis ahí?

Hablaba en susurros.

– Soy yo, Pequeño. Soy Kolya. Ya he vuelto.

Nada.

Prosiguió en su avance, apartando la espesa maleza.

– He vuelto, Alexis. No te escondas. No tenemos mucho tiempo.

Sólo los pájaros le contestaron.

Se detuvo en un claro. Los pinos de alrededor eran muy viejos, con unos troncos que evidenciaban decenios de vida. Uno de ellos había sucumbido a la edad y yacía en el suelo, con las raíces al aire, trayéndole a las mientes aquellos miembros descoyuntados que jamás lograría olvidar. Qué desgracia tan grande. ¿Esos demonios pretendían representar al pueblo? ¿Acaso lo que proponían para Rusia era mejor que el supuesto mal contra el que se rebelaban? Era imposible que así fuese, viendo cómo habían empezado.

Los bolcheviques solían matar a sus prisioneros de un tiro en la nuca. ¿Por qué habían alcanzado tal grado de barbarie en este caso? Bien podía ser que esa matanza indiscriminada de inocentes fuera un anticipo de lo que estaba por llegar. Y ¿a qué venía tanto secreto? Si Nicolás II era un enemigo del Estado, ¿por qué no hacer pública su ejecución? Era fácil responder a eso: nadie estaría de acuerdo con esa matanza de niños y mujeres.

Era espantoso.

Oyó un crujido a su espalda.

Su mano requirió la pistola que llevaba al cinto. Con ella empuñada, se dio media vuelta.

Más allá del punto de mira vio el rostro casi angelical de Alexis Romanov.

Su madre lo llamaba Pequeñín y Rayito de Sol. Era el foco de toda la atención familiar. Un chico despierto y cariñoso, con un ramalazo de cabezonería. En el palacio se hablaba de su falta de aplicación, su desdén de los estudios, lo mucho que le gustaba vestir al modo de los campesinos rusos. Era un chico mimado y caprichoso. En cierta ocasión ordenó a una banda de música que se adentrara en el mar marcando el paso, y su padre decía muchas veces, de broma, que no sabía si Rusia lograría sobrevivir a Alexis el Terrible.

Pero ahora era el Zar. Alexis II. El ungido, el divino sucesor a quien Maks había jurado proteger.

Junto a Alexis estaba su hermana, tan parecida a él en muchos aspectos. También era legendaria por su cabezonería, y su arrogancia iba más allá de lo tolerable. Tenía sangre en la frente y la ropa hecha jirones. Una rasgadura dejaba ver el corsé. Los dos chicos iban cubiertos de sangre, con la cara sucia, y olían a muerto.

Pero estaban vivos.

*

Lord no podía creer lo que estaba oyendo, pero el anciano se expresaba con tanta convicción, que no cabía ponerlo en duda. Dos Romanov sobrevivieron a la masacre de Ekaterimburgo, y todo gracias al coraje de un solo hombre. Mucho se ha especulado con esta posibilidad, basándose en pruebas insuficientes y simples conjeturas.

Pero ahí estaba la verdad.

– Mi padre los sacó de Ekaterimburgo en cuanto cayó la noche. En los alrededores había otras personas, a la espera de poder ayudar, y todos juntos se llevaron a los muchachos hacia el este. Cuanto más lejos de Moscú, mejor.

– ¿Por qué no acudieron al Ejército Blanco? -preguntó Lord.

– ¿Para qué? Los Blancos no eran zaristas. Odiaban a los Romanov tanto como los Rojos. Nicolás estaba convencido de que su salvación dependía de ellos, pero lo más probable es que hubiesen matado a toda la familia. Nadie tenía en especial aprecio a los Romanov, en 1918, quitados unos cuantos, de valor inestimable.

– ¿Las personas para quienes trabajaba su padre?

Maks asintió con la cabeza.

– ¿Quiénes eran?

– No tengo idea. Esa información nunca se me proporcionó.

– ¿Qué fue de los chicos? -quiso saber Akilina.

– Mi padre los sacó de una guerra civil que se prolongó otros dos años. Más allá de los Urales, al corazón de Siberia. Fue fácil lograr que pasaran inadvertidos. Dejando aparte a los cortesanos de San Petersburgo, que en su mayor parte estaban muertos, nadie conocía sus rostros. Mal vestidos y con la cara sucia, era como si fuesen disfrazados. -Maks hizo una nueva pausa para beber un trago de vodka-. Vivieron en Siberia, con gente que estaba al corriente del proyecto, y finalmente llegaron a Vladivostok, ya en la costa del Pacífico. De allí también los sacaron de contrabando. ¿Adonde? Ni idea. Ésa es otra rama de la investigación que tienen ustedes en marcha, y yo no estoy al corriente.

– ¿En qué condición estaban cuando su padre los encontró? -preguntó Lord.

– Alexis no había recibido ningún disparo. Lo había protegido el cuerpo del Zar. Anastasia estaba herida, pero curó. Ambos llevaban corsés rellenos de joyas. La familia había cosido las piedras al tejido, para salvaguardarlas de los ladrones. Eran valores que podrían resultarles útiles con posterioridad, pensaban. Gracias a esa medida salvaron la piel ambos muchachos.

– Y gracias también a lo que hizo su padre.

Maks asintió.

– Era un buen hombre -dijo.

– ¿Qué fue de él? -preguntó Akilina.

– Se volvió a esta tierra y murió de vejez. Las purgas no le afectaron. Hace ya treinta años que falleció.

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