Maks se dio cuenta de que la carretera se convertía en barro. El camión patinó un poco cuando las ruedas entraron en contacto con la tierra resbaladiza. Las ruedas traseras se atascaron en un hoyo, girando libremente, y el conductor intentó, en vano, seguir adelante. Nubes de vapor empezaron a salir del capó. El conductor apagó el motor, antes de que se recalentara, y Yurovsky se bajó de la cabina, señaló la caseta ferroviaria que acabábamos de dejar atrás y le dijo al conductor:
– Ve a despertar al encargado y que nos traiga agua.
Se dirigió a la trasera del camión.
– Buscad madera para sacar las ruedas de esta mierda. Yo seguiré andando, para encontrarme con Ermakov y su gente.
Dos de los soldados estaban ya fuera de juego, por la borrachera. Otros dos saltaron de la trasera del camión y desaparecieron en la oscuridad. Maks se hizo el borracho y se quedó quieto donde estaba.
Vio que el conductor deshacía lo andado hasta llegar a la caseta, cuya puerta aporreó. Se vio parpadear una luz y la puerta se abrió. Maks oyó que el conductor le explicaba al ferroviario que necesitaban agua. Hubo discusión, y Maks oyó a los dos guardas gritar que habían encontrado madera.
Tenía que ser en ese mismo momento.
Se arrastró hasta la lona y la fue levantando lentamente. El olor le revolvió el estómago. Apartó el cuerpo de la Zarina y agarró el bulto en cuyo interior estaba el zarevich.
– Soy yo, Pequeño. Estaos callado y quieto. El chico dijo algo que Maks no logró entender.
Bajó el cuerpo de la trasera del camión y lo depositó en el bosque, a unos metros del camino.
– No os mováis - repitió.
Regresó a toda prisa y cogió en brazos el bulto que contenía a Anastasia. La puso en el suelo del camión para volver a colocar la lona en su sitio. Luego la llevó al bosque y la depositó junto a su hermano. Tras haber aflojado las sábanas que los amortajaban, les tomó el pulso a ambos. Débil, pero ahí estaba.
Alexis lo miró.
– Sé que es horrible, pero tenéis que permanecer aquí. Cuidad de vuestra hermana. No os mováis. Yo volveré, pero no sé cuándo. ¿Comprendéis?
El chico dijo que sí con la cabeza.
– ¿Os acordáis de mí, verdad?
El chico volvió a asentir.
– Pues tened confianza en mí, Pequeño.
El joven se aferró a él en un abrazo desesperado, que le desgarró el corazón.
– Dormid ahora. Volveré cuanto antes.
Maks volvió al camión y subió a la trasera. En seguida volvió a situarse como estaba antes, boca abajo junto a los dos guardas borrachos. Oyó pisadas acercándose en la oscuridad. Lanzando un quejido, empezó a incorporarse.
– Levántate, Kolya. Tienes que ayudarnos - dijo uno de los hombres, al acercarse. - Hemos encontrado leña en la caseta.
Se bajó del camión y ayudó a los otros dos a transportar los troncos por el embarrado camino. El conductor regreso con un cubo de agua para el motor.
Yurovsky apareció unos minutos más tarde.
– Ermakov y su gente están ahí cerca.
El motor volvió a ponerse en marcha, no sin esfuerzo, y las cuñas de madera hicieron posible que las ruedas saliesen del agujero de lodo. A bastante menos de un kilómetro más adelante se encontraron con un grupo que los aguardaba, con antorchas en la mano. A juzgar por sus gritos, era evidente que casi todos estaban borrachos. A la luz de los faros, Maks reconoció a Piotr Ermakov. Yurovsky sólo había recibido orden de cumplir la sentencia. Deshacerse de los cadáveres era responsabilidad del camarada Ermakov. Era un obrero de la planta del Alto Isetsk a quien le gustaba tanto matar que lo llamaban camarada Máuser.
– ¿Por qué no nos los trajisteis vivos? -gritó alguien.
Maks sabía lo que seguramente les habría prometido Ermakov a sus hombres. Sed buenos soviéticos y haced lo que se os diga y os dejaremos hacer lo que queráis con las mujeres, con el papá Zar mirando. La probabilidad de ejercer la lujuria con cuatro vírgenes tenía que haber sido suficiente incentivo para que hiciesen los preparativos necesarios.
Un numeroso grupo se congregó junto a la trasera del camión, mirando la lona, con las antorchas crepitando en la oscuridad. Uno de ellos apartó la cubierta.
– Mierda. Qué peste -exclamó alguno.
– El hedor de la monarquía -añadió otro.
– Trasladad los cadáveres a las carretas -ordenó Yurovsky.
Uno de ellos, en tono de protesta, dijo que se negaba a tocar semejantes porquerías, y Ermakov se subió a la trasera del camión.
– Sacad esos jodidos cadáveres del camión. Sólo queda un par de horas para que amanezca, y hay mucho que hacer.
Maks comprendió que Ermakov no era hombre a quien fuese prudente desafiar. Los hombres empezaron a trasladar los ensangrentados bultos de los cadáveres, dejándolos en droshkis. Sólo había cuatro carretas de madera, y Maks esperaba que nadie contase los cuerpos. El único que conocía su número exacto era Yurovsky, pero el jefe fue a situarse, junto a Ermakov, delante del camión. Los demás hombres que habían participado en la matanza de casa de Ipatiev estaban demasiado borrachos o demasiado cansados para ocuparse de si había nueve o había once cadáveres.
Fueron quitándoles las sábanas según arrojaban los cuerpos a una droshki. Maks vio que varios hombres se ponían a registrar los bolsillos de la ensangrentada ropa. Uno de los componentes del pelotón de ejecución les habló a los demás de lo que antes habían descubierto.
Hizo aparición Yurovsky y se pudo oír un tiro.
– Nada de eso. Los desnudaremos en donde vayamos a enterrarlos. Tendréis que entregar todo lo que aparezca, si no queréis que os deje secos en el sitio.
Nadie le plantó cara.
Como sólo había cuatro carretas, se tomó la decisión de que el camión seguiría adelante todo lo que fuera posible, con los demás cuerpos, y que los carros lo seguirían. Maks se encaramó al borde de la trasera y observó el lento desplazamiento de los carros siguiendo al camión. Le constaba que en un momento determinado tendrían que parar, salir de la carretera y circular por el bosque. Poco antes había oído que el lugar de enterramiento elegido eran los pozos de una mina abandonada. Alguien dijo que el sitio se llamaba Los Cuatro Hermanos.
Veinte minutos habían pasado cuando el camión se inclinó hacia delante. Luego resbalaron las ruedas hasta detenerse, y Yurovsky saltó de la cabina. Caminó hacia donde se hallaba Ermakov, delante de uno de los carros. El jefe agarró a Ermakov y le puso una pistola en el cuello.
– ¡Esto es una puta mierda! -dijo Yurovsky -. El tipo del camión me dice que no localiza el camino de la mina. Todos estuvisteis aquí ayer. ¿De veras que no te acuerdas? ¿Acaso esperas que me canse y os deje aquí con todos los cuerpos, para saquearlos? Pues no va a ser así. O encuentras el camino, o te mato. Y te aseguro que el Comité del Ural apoyará mi decisión.
Dos de los miembros del pelotón de ejecución se pusieron en pie de un salto y se les oyó amartillar los fusiles. Maks los imitó.
– De acuerdo, camarada -dijo Ermakov, muy tranquilo -. No hace falta ponerse así. Yo mismo os guiaré.
Lord vio lágrimas en los ojos de Vassily Maks. Le habría gustado saber cuántas veces se había desarrollado aquel relato en la memoria del anciano.
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