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Yurovsky accionó su revólver Colt y la cabeza de Nicolás II, Zar de Todas las Rusias, se trocó en un estallido de sangre. El Zar cayó de espaldas, hacia su hijo. Alejandra empezaba a persignarse cuando los demás ejecutores abrieron fuego. Varios proyectiles hicieron impacto en la Zarina, derribándola de su asiento. Yurovsky había asignado una víctima para cada verdugo, ordenando a éstos que apuntaran al corazón, para reducir al mínimo el derramamiento de sangre. Pero una furiosa sucesión de impactos hizo saltar el cuerpo de Nicolás, cuando los otros once ejecutores decidieron tomar por blanco a quien una vez había sido su gobernante por la gracia de Dios.
Los integrantes del pelotón fueron dispuestos enfilas de tres. Los de segunda y tercera fila disparaban por encima del hombro de los de primera, tan cerca, que muchos de los situados delante sufrieron quemaduras por el calor de los cañones. Kolya Maks estaba en primera fila, y le quemaron el cuello por dos veces. Le habían ordenado que disparase contra Olga, la hija mayor, pero no pudo obligarse a hacerlo. Lo habían enviado a Ekaterimburgo a organizar la fuga de la familia imperial y llevaba allí tres días, pero los acontecimientos se habían precipitado de un modo incontrolable.
Los guardias fueron convocados al despacho de Yurovsky a primera hora de la mañana. El jefe les dijo:
– Hoy vamos a ejecutar a toda la familia real, junto con el médico y los criados que tienen a su servicio. Adviertan al destacamento, no sea que se alarmen cuando oigan tiros.
Eligieron a once hombres, Maks entre ellos. Fue un golpe de suerte que lo eligieran, pero venía fuertemente recomendado por el Soviet del Ural, como persona en quien se podía confiar plenamente a la hora de ejecutar una orden, y Yurovsky, al parecer, andaba necesitado de lealtad.
A renglón seguido, dos letones dijeron con rotundidad que ellos no abrirían fuego contra mujeres. A Maks le sorprendió que unos individuos tan brutales pudieran tener algún tipo de conciencia. Yurovsky no les puso ninguna objeción y los sustituyó por dos voluntarios que dieron un paso al frente y que, lejos de poner pegas, parecían encantados. Al final, integraban el pelotón seis lituanos y cinco rusos, más Yurovsky. Hombres muy endurecidos, con nombres como Nikulin, Ermakov, Medvedev (dos) y Pavel. Nombres que Kolya Maks nunca olvidaría.
Aparcaron un camión en el exterior y pusieron el motor al máximo, para que el ruido no dejase oír los disparos, que en seguida se convirtieron en una verdadera descarga de fusilería. El humo de las pistolas envolvía la escena en una niebla espesa, sobrecogedora. Cada vez resultaba más difícil ver algo, saber quién disparaba a quién. Maks pensó que todo el mundo había estado horas bebiendo a destajo y que allí el único que no estaba borracho era él, y quizá Yurovsky. En general, sólo recordarían haber disparado a diestro y siniestro. Él había tenido mucho cuidado con el alcohol, porque sabía que iba a necesitar la cabeza.
Maks vio que el cuerpo de Olga se encogía tras recibir otro balazo en la cabeza. Los ejecutores apuntaban al corazón de sus víctimas, pero algo raro ocurría. Los proyectiles rebotaban en el pecho de las mujeres y recorrían la habitación como exhalaciones. Uno de los lituanos masculló que Dios las protegía. Otro preguntó en voz alta si todo aquello no sería una insensatez.
Maks vio que las grandes duquesas Tatiana y María trataban de hacerse pequeñas en un rincón y ponían las manos por delante, en un intento de protegerse. Las balas impactaban en sus jóvenes cuerpos, unas rebotaban, otras penetraban. Dos hombres rompieron la formación y se aproximaron a ellas, para a continuación asestarle un tiro en la cabeza a cada una.
El ayuda de cámara, el cocinero y el médico fueron ejecutados en el sitio. Sus cuerpos cayeron como blancos en un puesto de feria. La doncella era la loca. Echó a correr como una fiera enjaulada por toda la habitación, aullando, tratando de escudarse tras una almohada. Varios de los ejecutores ajustaron el tiro y dispararon directamente contra la almohada. Las balas se acumularon en ella. Era algo espantoso. ¿Qué protección tenía aquella pobre gente? La cabeza de la doncella cedió al fin ante una bala y cesaron sus gritos.
– ¡Alto el fuego! -vociferó Yurovsky.
La habitación quedó en silencio.
– Los tiros se oirán desde la calle. Rematadlos a la bayoneta.
Los ejecutores enfundaron los revólveres y echaron mano de sus Winchester norteamericanos, avanzando todos a la vez hacia el centro de la habitación.
La doncella, sabe Dios cómo, había sobrevivido al tiro en la cabeza. Se puso en pie y echó a andar sobre los cuerpos ensangrentados, gimiendo débilmente. Se le acercaron dos de los lituanos y hundieron sus armas en la almohada que la chica seguía aferrando. Las hojas no tenían punta y no se clavaron. Ella agarró una de las bayonetas y se puso a chillar. Ambos hombres se le acercaron. Uno de ellos le dio un culatazo en la cabeza. El lastimero grito que siguió hizo pensar a Maks en un animal herido. Hubo a continuación más culatazos y los gritos cesaron. Maks perdió la cuenta de las veces que aquellos hombres le hincaron las bayonetas en el cuerpo, como tratando de expulsarse los demonios de dentro.
Maks se aproximó al Zar. La sangre le fluía, espesa, por los faldones de la camisa y por el pantalón. Los demás concentraban sus bayonetas en la doncella y en una de las grandes duquesas. Un humo acre llenaba la estancia y le dificultaba la respiración. Yurovsky examinaba a la Zarina.
Maks se agachó y dio la vuelta al cuerpo del Zar. Debajo estaba el zarevich, con el mismo uniforme militar de su padre, camisa, pantalón, botas y gorra que muchas veces les había visto puestos. Sabía que a ambos les gustaba vestirse igual.
El chico abrió los ojos. La mirada era de terror. Maks le tapó inmediatamente la boca con una mano. Luego se llevó un dedo a los labios.
– Quieto. Haceos el muerto.
Los ojos del chico se cerraron.
Maks se incorporó y luego hizo fuego con su pistola, apuntando a escasos centímetros de la cabeza del zarevich. La bala se incrustó en el suelo y el cuerpo de Alexis sufrió una sacudida. Maks volvió a disparar, esta vez al otro lado, esperando que nadie observara el sobresalto del chico, pero todos parecían absorbidos en sus respectivas carnicerías. Once víctimas, doce verdugos, muy poco espacio, muy poco tiempo.
– ¿Seguía vivo el zarevich? -le preguntó Yurovsky, entre el humo.
– Ya no -respondió Maks.
La respuesta pareció satisfacer al jefe.
Maks volvió a situar el ensangrentado cuerpo de Nicolás II encima de su hijo. Pudo ver que uno de los lituanos se aproximaba a la hija más joven, Anastasia, que había caído en la tanda inicial y estaba postrada en el suelo, en un charco de sangre que iba adensándose. La muchacha gemía y Maks se preguntó si alguna de las balas habría dado en el blanco. El lituano estaba levantando su fusil para rematarla, cuando Maks lo detuvo.
– Déjame a mí-dijo-. No he tenido el placer.
El hombre, sonriendo, se apartó. Maks miró a la chica. El pecho se le hinchaba en el penoso esfuerzo de respirar y de su ropa manaba sangre, pero resultaba difícil saber si era de ella o del cuerpo de su hermana, que estaba al lado.
Que Dios lo perdonara.
Acercó la culata del fusil a la cabeza de la muchacha y la situó en un ángulo que bastase para hacerla perder el sentido, sin quitarle la vida.
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