Lord pensó en Yakov Yurovsky. El destino no había sido tan benevolente con el cabecilla de los verdugos. Recordó que a Yurovsky lo mató una úlcera sangrante, veinte años después de Ekaterimburgo, también en julio. Pero no antes de que Stalin enviara a su hija a un campo de trabajo. El viejo guerrero del Partido trató de salvarla, pero no pudo. A nadie le importaba un pimiento que fuera él quien había matado al Zar. En su lecho de muerte, Yurovsky se lamentó de lo mal que se había portado el destino con él. Pero a Lord le parecía muy clara la razón. De nuevo la Biblia. Romanos 12:19. Mía es la venganza, yo pagaré.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Lord.
Maks se encogió de hombros.
– La respuesta tendrá que venir de mi padre.
– ¿Cómo será eso posible?
– Está en una caja metálica, con sello. A mí nunca me permitieron ver siquiera lo que había dentro. Tan sólo se me indicó que transmitiera este mensaje a quien acudiese a mí con las palabras.
Lord no acababa de comprender.
– ¿Dónde está esa caja?
– El día de su muerte, le puse el uniforme imperial y enterré la caja con él. Lleva treinta años sobre su pecho.
No le gustó a Lord lo que tales palabras implicaban.
– Sí, Cuervo. Mi padre te espera en su tumba.
Starodub, 16:30
Hayes permaneció atento mientras el fornido Orleg violentaba la puerta de madera, llenando el aire de vapor con su respiración. Más arriba, el rótulo adosado a los ladrillos decía: KAFE SNEZHINKI – PROPIETARIO: IOSIF MAKS.
El cerco se astilló al desprenderse la puerta y caer hacia adentro. Orleg desapareció en el interior de la fonda.
La calle estaba vacía, y cerradas todas las tiendas de los alrededores. Stalin entró en pos de Hayes. Habían viajado durante cinco horas en la oscuridad, de Moscú a Starodub. La Cancillería Secreta consideró importante que Stalin también fuese, dado que la mafiya podía considerarse el mejor y más eficaz recurso para resolver el problema planteado. Su representante gozaba ahora de autorización para tomar libremente las medidas que creyera oportunas.
Fueron en primer lugar a casa de Iosif Maks, en las afueras de la ciudad. La policía local llevaba vigilando discretamente la situación desde por la mañana, y pensaba que Iosif estaba en casa, pero la mujer de Maks les dijo que ya hacía un rato que se había ido a trabajar. Se les avivó la esperanza al ver luz en la trastienda de la fonda de Maks, y Stalin se puso en acción.
Párpado Gacho y Cromañón fueron dirigidos a la trasera del edificio. Hayes recordó los nombres que les había puesto Lord, cuando lo atacaron por primera vez, y le parecieron atinados. Le habían contado cómo sacaron a Párpado Gacho del Circo de Moscú, a punta de pistola, y como halló la muerte su secuestrador, un hombre aún no identificado y sin relación alguna con ninguna Santa Agrupación dirigida o no dirigida por Semyon Pashenko. Todo aquello resultaba cada vez más raro, pero la seriedad con que los rusos lo veían todo estaba empezando a preocupar a Hayes. No era frecuente que unos tipos así se enfadaran tanto.
Orleg apareció por un callejón que conducía a la parte trasera del edificio y rodeó una columna de cajas. Llevaba a rastras a un hombre de enmarañado pelo rojo y bigote poblado. Tras él venían Párpado Gacho y Cromañón.
– Estaba escapándose por la puerta trasera -dijo Orleg.
Stalin señaló una silla de roble.
– Siéntalo ahí.
Hayes advirtió que Stalin le hacía una discreta seña a Párpado Gacho y Cromañón, y que éstos parecieron comprender de inmediato lo que les indicaba. Habían vuelto a colocar en su sitio la puerta y tomaron posiciones junto a la vidriera, con las pistolas desenfundadas. La policía local había sido advertida una hora antes por Orleg, y una orden procedente de un inspector de Moscú no era cosa que la militsya local tendiese a ignorar. Ya antes, Khrushchev había utilizado sus contactos en el gobierno para poner en conocimiento de las autoridades locales que habría una operación policial en su zona, algo relacionado con la matanza de la Plaza Roja, y que nadie debía interferir.
– Señor Maks -dijo Stalin-, el asunto es serio. Quiero que lo comprenda.
Hayes miró a Maks mientras éste asimilaba lo que acababan de decirle. No había miedo en su rostro.
Stalin se acercó a la silla.
– Ayer estuvieron aquí un hombre y una mujer. ¿Se acuerda usted?
– Aquí viene mucha gente.
Su voz estaba impregnada de desprecio.
– Seguro que sí. Pero supongo que no serán muchos los chornyes que vienen a comer aquí.
El corpulento ruso echó la barbilla hacia delante.
– Anda y que te den por el culo.
Había confianza en su tono, pero Stalin no reaccionó ante el desafío. Se limitó a acercarse, mientras Párpado Gacho y Cromañón lo hacían al mismo tiempo para agarrar a Maks y ponerlo con la cara contra el suelo de madera.
– Más vale que se te ocurra algo para entretenernos.
Párpado Gacho desapareció en la trastienda, mientras Cromañón mantenía sujeto a Maks. Orleg estaba de vigilancia en la puerta trasera. El inspector consideraba importante no tomar parte activa en lo que sucediera. Hayes también pensó que eso era lo más prudente. Podían necesitar algo de la militsya en las semanas siguientes, y Orleg era el mejor contacto que tenían en la policía de Moscú.
Párpado Gacho regresó con un rollo de cinta aislante que utilizó para trabarle fuertemente las muñecas a Maks. Cromañón lo levantó del suelo y lo tiró contra la desvencijada silla de roble, para en seguida atarle el pecho y las piernas con cinta aislante. Al final le pegó un trozo a la boca.
Stalin dijo:
– Ahora, señor Maks, voy a decirle lo que nosotros sabemos. Un norteamericano llamado Miles Lord y una rusa llamada Akilina Petrovna se presentaron aquí ayer. Venían preguntando por Kolya Maks, persona a quien afirmó usted no conocer de nada. Quiero saber quién es Kolya Maks y por qué lo están buscando Lord y la mujer. Usted conoce bien la respuesta a la primera pregunta, y estoy seguro de que también puede contestar a la segunda.
Maks negó con la cabeza.
– Una decisión muy estúpida, señor Maks.
Párpado Gacho arrancó un trozo de la cinta y se lo tendió a Stalin. Ambos parecían haber hecho aquello antes. Stalin se apartó el pelo de la tostada frente y se inclinó. Colocó el trozo de cinta en la nariz de Maks, sin hacer presión.
– Cuando apriete la cinta, señor Maks, le quedará sellada la nariz. Algo de aire le resta a usted en los pulmones, pero sólo para un rato. Se asfixiará usted en cuestión de segundos. ¿Quiere que se lo demuestre?
Stalin apretó la cinta hasta cerrar la nariz de Maks.
Hayes vio cómo se le hinchaba el pecho. Sabía que ese tipo de cinta se utilizaba en los conductos de ventilación, precisamente por su condición hermética. Al ruso empezaron a salírsele los ojos de las órbitas, mientras sus glóbulos buscaban oxígeno y su piel pasaba por toda una variedad de colores, hasta llegar al blanco ceniciento. El hombre, en su desamparo, se agitaba en la silla, pero Cromañón lo sujetaba fuertemente por detrás.
Stalin, como sin querer, alargó la mano y le arrancó la cinta de la boca. Grandes bocanadas de aire le entraron inmediatamente en el pecho.
El color volvió a su rostro.
– Conteste a mis dos preguntas, por favor -dijo Stalin.
Maks se limitó a seguir respirando.
– Sin duda que es usted muy valiente, señor Maks. Lo que no sé es para qué. Pero su coraje es digno de admiración.
Stalin hizo una pausa, seguramente para dar lugar a que Maks se recuperara.
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