Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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¿Qué era lo que había dicho Rasputín? Doce deben morir para que la resurrección sea completa. Madre de Dios. Acababan de caer otros dos.

Akilina acudió corriendo y vio el cuerpo.

– ¡Oh, no! -murmuró-. ¿Los dos?

– No tenemos tiempo para esto. Sube al coche.

Lord le dio las llaves.

– Pero no hagas ruido al cerrar la puerta. No pongas en marcha el motor hasta que yo te lo diga.

Le pasó la caja y se hizo cargo del fusil.

El cementerio estaba a sus buenos cincuenta metros de la carretera, por un camino blando y lleno de barro. Un recorrido nada fácil de hacer, sobre todo en la oscuridad. Cromañón y Orleg estarían, seguramente, buscando por el bosque, tras haber enviado a Párpado Gacho a recoger el otro cadáver y arrojarlo al sitio ideal a tal efecto, es decir la fosa. Incluso disponían de las dos palas que Lord había dejado allí. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que echaran en falta a su compinche.

Cargó el fusil y apuntó a la rueda trasera derecha de uno de los coches. Volvió a cargar y reventó la rueda delantera izquierda del otro. Luego corrió hacia su coche y se subió.

– Ya. Vámonos.

Akilina hizo girar la llave y metió primera de un golpe. Las ruedas derraparon cuando viró violentamente a la derecha para tomar el angosto camino.

Pisó a fondo el acelerador y salieron disparados en la oscuridad.

Al llegar a la carretera principal siguieron hacia el sur. Transcurrió una hora sin que ninguno de los dos dijera nada: la excitación del momento se les había pasado al darse cuenta de que habían muerto dos hombres.

Empezó a llover. El propio cielo parecía compartir su dolor.

– No puedo creer que esté pasando esto -dijo Lord, más para sus adentros que para Akilina.

– Debe de ser cierto lo que dijo el profesor Pashenko.

No era exactamente lo que Lord quería oír.

– Para. Ahí.

Alrededor sólo tenían campos oscuros y bosques densos. Lord llevaba kilómetros sin ver una casa. Tampoco había hecho aparición ningún coche que les fuera en pos, y sólo tres habían pasado en la dirección contraria.

Akilina giró el volante a la izquierda.

– ¿Qué estamos haciendo?

Lord recogió la caja metálica del asiento trasero.

– Comprobar que todo esto ha valido la pena.

Se colocó la caja en el regazo. El cierre estaba roto, por efecto de la pala, y en el fondo se veía la marca del golpe aplicado a Párpado Gacho. Lord acabó de soltar el candado, levantó lentamente la tapa y alumbró el interior con la linterna.

Lo primero que vio fue el resplandor del oro.

Sacó el lingote, del tamaño de una barra de chocolate Hershey. Los treinta años bajo tierra no le habían mermado el brillo. En la cara anterior llevaba estampado un número, así como las letras NR, con el águila bicéfala de los Romanov en medio. El sello de Nicolás II. Lord lo había visto muchas veces en fotografía. El lingote pesaba bastante, quizá dos kilos y medio. Unos treinta mil dólares, en números redondos, si no recordaba mal la cotización.

– Es del tesoro real -dijo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo se.

Debajo había una bolsa de paño, deteriorada por el paso del tiempo. Lord la rozó con el dedo y llegó a la conclusión de que en origen había sido de terciopelo. A la débil luz de la linterna le pareció azul oscuro, o quizá púrpura. Dentro había un objeto duro, y otro más pequeño. Le pasó la linterna a Akilina y utilizó ambas manos para rasgar la bolsa podrida.

Apareció una hoja de oro con un texto grabado en ella, y también una llave de latón. Ésta llevaba la inscripción C.M.B. 716. El texto de la hoja iba en caracteres cirílicos. Lo leyó en voz alta:

El oro es para vuestro uso. Pueden hacer falta fondos, y vuestro Zar comprendió cuál era su deber. Esta hoja también debe fundirse, para convertirla en dinero. Utilizad la llave para acceder a la próxima puerta. Su localización ya debería estar clara. Si no, vuestro camino termina aquí, necesariamente. Sólo la Campana del Infierno puede mostrar la vía a seguir. Si sois Cuervo y Águila, mucha suerte, y que Dios os acompañe. Si sois intrusos, sea el demonio vuestro compañero eterno.

– Pero no sabemos cuál es la próxima puerta -dijo Akilina.

– Puede que, sí.

Ella lo miró.

Resonaban aún en los oídos de Lord las palabras que Vassily Maks había gritado antes de morir.

La Montaña de los Rusos.

Su mente pasó rápida revista a todo lo leído en los últimos años. Durante la guerra civil rusa que asoló el país entre 1918 y 1920, las fuerzas del Ejército Blanco estuvieron financiadas en gran parte por intereses norteamericanos, británicos y japoneses. Los bolcheviques rojos eran considerados un grave peligro, de modo que grandes cantidades de oro, municiones y otros bastimentos llegaron al continente ruso por la frontera de Vladivostok, a orillas del Pacífico. Maks les había dicho antes que los dos jóvenes Romanov fueron conducidos al este, lejos del Ejército Rojo. El punto más oriental de Rusia es Vladivostok. Miles de refugiados rusos habían seguido el mismo camino, unos huyendo de los soviéticos, otros con la esperanza de empezar de nuevo, otros en pura y simple huida. La Costa Oeste de Estados Unidos se convirtió en un imán no sólo para los refugiados, sino también para los fondos destinados al Ejército Blanco, que pasaba por momentos muy difíciles y que al final fue derrotado por Lenin y los Rojos.

Lord oyó de nuevo el grito de Vassily Maks.

North Beach quedaba al este. Nob Hill, al sur. Viejas mansiones, muy bellas, cafés y tiendas nada convencionales cubrían su cima y sus laderas. Era la zona de moda de una ciudad de moda. Pero a principios del siglo xixfue allí donde recibió sepultura un grupo de rusos comerciantes de pieles. Por aquel entonces, los únicos pobladores de aquella costa rocosa y aquel territorio abrupto eran los indios Miwok y los Ohlone. Tuvieron que pasar decenios para que el hombre blanco impusiera su dominio. La leyenda de los rusos sepultados allí dio nombre al territorio.

La Montaña de los Rusos.

San Francisco, California.

Estados Unidos.

Allí era adonde habían llevado a los dos Romanov.

Le comunicó a Akilina sus conclusiones.

– Todo encaja. Estados Unidos es muy grande. Allí es fácil que dos adolescentes lleguen a escamotearse, sin que nadie tenga idea de quiénes pueden ser. Los norteamericanos no sabían gran cosa de la familia imperial. Ni les importaba un pimiento. Si Yusúpov era tan listo como está pareciéndome, la jugada era ésa.

Se acercó la llave y observó las iniciales que llevaba grabadas: C.M.B. 716.

– ¿Sabes lo que pienso? Que esta llave es de una caja privada de un banco de San Francisco. Tendremos que descubrir qué banco, y esperar que siga existiendo.

– ¿Podría ser?

Lord se encogió de hombros.

– San Francisco tiene antigüedad en el campo de las finanzas. Hay posibilidades. Puede, incluso, que el banco haya desaparecido, pero que las cajas estén aún depositadas en otra institución. Es práctica común -hizo una pausa-. Vassily nos dijo que pensaba comunicarnos otra cosa cuando regresáramos del cementerio. Apuesto lo que sea a que San Francisco es la próxima rama del viaje.

– Dijo que no sabían adonde habían llevado a los chicos.

– No podemos dar por supuesto que eso sea verdad. Podía ser un engaño más, para distraernos hasta que encontráramos la caja. Nuestra labor, ahora, consiste en encontrar la Campana del Infierno, sea lo que sea.

Sopesó el lingote de oro.

– Desgraciadamente, esto no nos sirve de nada. Nunca conseguiríamos pasarlo por las aduanas. No habrá mucha gente hoy en día que tenga oro imperial en su posesión. Creo que tienes razón, Akilina. Debe de ser verdad lo que nos dijo Pashenko. Un campesino ruso nunca habría tenido un lingote de oro en su poder sin fundirlo en seguida, a no ser que lo tuviera en tanto aprecio como para mantenerlo en su forma original. Parece que Kolya Maks se lo tomó muy en serio. Igual que Vassily, luego, y el propio Iosif. Ambos dieron la vida por ello.

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