– Pase, señor -le dijo sin preguntar siquiera. Parecía evidente que allí le esperaban.
Alemán la siguió mientras ella le llevaba a un amplio despacho que apareció tras una puerta corredera.
– ¡Alemán! -dijo de pronto una voz que le resultaba familiar.
– Coronel Enríquez -contestó él cuadrándose al momento.
El dueño de la casa se echó a sus brazos, pues le profesaba un profundo y paternal afecto, a la vez que el recién llegado se percataba de que en sus galones brillaba ya la estrella de general.
– Perdón, ¡qué digo coronel! ¡A sus órdenes, mi general!
– Déjate de idioteces, Roberto, estás en tu casa.
– Pero, yo… No sabía.
– Siéntate, capitán. Descansa, descansa…
Y dicho esto, el anfitrión llamó a la criada, que les sirvió un par de copas de coñac. El despacho era amplio, con grandes cristaleras y estaba tapizado por una inmensa librería que lo ocupaba todo, repleta de volúmenes de mil y una procedencias.
– Bueno, bueno… te preguntarás qué haces aquí.
– Pues más bien sí.
– Te he mandado llamar, mejor dicho, trasladar. Vas a trabajar conmigo.
– Otra vez.
– Otra vez. Eres el mejor oficial que he tenido a mis órdenes y te necesito para un asunto.
– Lo que sea, mi general.
Entonces, Enríquez le miró con cara de pocos amigos y Alemán tuvo que rectificar:
– … bueno, lo que sea, Paco.
– Así está mejor. Pero antes de nada, ¿cómo estás?
– Bien. ¿Por qué lo preguntas?
– Me refiero a tu… «crisis».
– Eso es historia.
– ¿Tienes novia?
– No.
– Malo.
– Paco, no ocultaré que no soy la Alegría de la Huerta, pero he aprendido a soportarme y me refugio en mi trabajo y en la lectura.
– Te quedas a cenar -dijo sin dar lugar a que el otro pudiera responder con una negativa-. Delfina ha preparado algo especial.
– ¿Y la familia?
– Mis dos hijos, como sabrás, han ido ascendiendo. Uno está en Melilla y el otro de agregado en Argentina.
– ¿Y las chicas?
– Tula se casó, vive con su marido en Burgos y Pacita ha salido de compras con mi esposa. Ya la verás, está hecha una mujer… Dice mi Delfina que os va a casar.
– ¿Cómo?
– Estás perdido, te lo advierto. Cuando a mi mujer se le mete algo en la cabeza…
Ambos estallaron en una carcajada mientras brindaban entrechocando las copas.
– ¿Estás bien, entonces?
– Sí, señor.
– No conseguiste hacerte matar en la División Azul.
– No -dijo Alemán sonriendo con timidez, como el que se siente descubierto.
– No debían haberte permitido que te alistaras en esa locura. Era evidente que querías dejar este mundo.
El joven oficial ocultó que seguía sintiendo lo mismo.
– Al menos, ganaste otro buen puñado de condecoraciones.
– Chatarra -dijo Alemán con aire nostálgico.
– Así me gusta, Roberto, modesto ante todo. Me costó sacarte de allí y que te mandaran a aduanas.
– ¿Fue usted?
– ¡De tú, de tú, cojones!… Pues claro. Cuando te hirieron la segunda vez me puse a ello y sabes cómo soy.
– Vaya.
– Sé que no me vas a dar las gracias por hacerlo. Pero la División Azul no era lugar para ti. Cumpliste de sobra en la guerra.
Se hizo un silencio entre los dos.
Era obvio que Enríquez esperaba una explicación.
– Mi coronel… -dijo Roberto Alemán.
– Paco, joder, Paco. Además te recuerdo que soy general.
– Creo que te debo una explicación por lo que hice.
– De eso nada. Un error, un mal momento, lo tiene cualquiera. Pasaste las de Caín al principio de la guerra. Cuando saliste de la Academia de Alféreces Provisionales me fijé en ti. Eras una máquina de guerra. Llevabas el odio en los ojos. No he visto a nadie comportarse como tú, de manera casi suicida pero responsable con todos y cada uno de sus hombres. Si no fuera por «el incidente», ahora serías coronel. Tenías un futuro muy brillante.
– Lo sé. Pero intenté suicidarme, mi general, y eso, en esta Nueva España nuestra, se paga.
– No lo habrás tenido fácil, no. Los curas estiman que el suicidio es un pecado muy grave contra la ley de Dios.
– No te haces una idea de la de peroratas que me tuve que tragar en el hospital. Y luego, hubo más; no se atrevían a dejar volver al servicio a un suicida.
– Nunca te gustaron los curas.
– No, lo que ocurrió a mi familia fue, en parte, por la religión.
– Bueno, al menos hubo suerte y tu ordenanza llegó a tiempo, ¿eh? De no ser por él no estarías aquí, con nosotros. ¿Sigue contigo?
– Sí -repuso Alemán sonriendo-. Me espera en la residencia de oficiales.
– ¿Cómo se llamaba?
– Venancio.
– Eso es, Venancio, pero ¡qué bestia de tío! ¿Era de…?
– De Puente Tocinos.
– Eso, eso, de Puente Tocinos. Murcia. ¡Ahí es nada! ¡Qué elemento! ¡Con dos cojones!
Volvió a hacerse un incómodo silencio entre los dos. A Roberto le pareció evidente que, hasta el momento, su antiguo jefe había estado evaluando su estado mental, si era apto en verdad para aquello que pretendía que hiciera para él.
Él, por su parte, no tenía ninguna duda al respecto. Paco Enríquez se había portado siempre como un padre y estaba dispuesto a cumplir con aquello que quisiera encargarle, fuera lo que fuese. Al llegar a su unidad en la guerra, Alemán era, de facto, un huérfano. Un huérfano con una estrella de alférez, loco por matar al máximo número de rojos posible. Un tipo al que sus subordinados apodaban «la metralleta» porque decían que era una máquina de matar.
– Bueno, bueno… -continuó el general-…Tampoco es tan grave, hijo. No eres el primero al que se ha diagnosticado «fatiga de guerra».
– Mi general, sé que la gente me llama «el Loco».
– Déjate de idioteces. Tras la guerra, yo mismo tuve mis dificultades para volver a una vida, digamos, normal.
– Sí, pero tú no intentaste matarte.
– ¿Puedo entender que estás bien?
– Absolutamente -mintió Alemán, que quedó mirando hacia la ventana, como ido.
– Roberto -dijo Enríquez sacándole de su ensimismamiento-. Tengo un trabajo para ti. Como sabrás ocupo un puesto destacado en la ICCP.
– La Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros.
– Exacto. No hace falta que te diga que conforme avanzaba la guerra el asunto de los presos se iba convirtiendo en un grave problema. Caían a cientos, a miles. El Ejército Rojo era un caos, una desorganización total, y los soldados no sabían a veces adónde dirigirse, qué hacer. Muchos se rendían pensando que en nuestro lado comerían mejor.
– Ilusos.
– Sí. El caso es que los rojos no tenían ese problema. Iban perdiendo, no hacían tantos prisioneros y cuando tenían que evacuar una zona solucionaban el asunto por la vía rápida, como en Paracuellos.
– Nosotros en Badajoz hicimos otro tanto.
– Touché! -dijo sonriendo Enríquez-. Veo que sigues en forma, eres una mosca cojonera. Pero eso es lo que siempre me ha gustado de ti. Volviendo al asunto que nos ocupa, para que te hagas una idea, tras la ofensiva del Ebro nos hicimos con ciento setenta mil prisioneros.
Alemán emitió un silbido de sorpresa.
– Lo sé -continuó diciendo el general-, Un problema logístico acojonante, Roberto. Y más en plena guerra cuando uno necesita todas las tropas, todos los recursos, para hostigar al enemigo. Aquello se solventó como se pudo creando la ICCP, pero no nos engañemos, no había medios, se les hacinó y caían como chinches, apenas comían.
«Como ahora», pensó Alemán para sí. Obviamente no se atrevió a decirlo en voz alta. Enríquez proseguía con su alocución:
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