– No. Me has dicho una cosa y luego la contraria. No entiendo.
– Joder, Roberto, que en la España de Franco los penados no trabajan. Oficialmente. Además hablamos de un monumento de reconciliación. No puede saberse que hay presos trabajando allí. Se estropearía el asunto, ya sabes, la propaganda.
– Pero… ¡menuda reconciliación! Si yo los he visto… en carreteras, puentes… La gente ve los batallones de trabajadores salir de las cárceles para ir al tajo…
– ¡Habladurías! La gente verá lo que quiera ver, pero otra cosa es lo que dice el Movimiento. En el Valle de los Caídos no trabajan presos políticos y punto. Ésa es la versión oficial.
– Entendido, señor: trabajan pero a efectos oficiales no están allí.
– Bien dicho. Eso es hijo, eso es. Una vez aclarado esto tengo que ponerte al día sobre una cosa. Vienes de aduanas y sabes a qué niveles ha llegado el asunto del estraperlo.
– Sí, por experiencia.
– Mejor. Digamos que la comida que debe ir a los campos, a todos los campos -puntualizó-, está perfectamente estipulada. En cada prisión, en cada batallón de trabajadores, se calcula una dieta ideal que aporte las necesidades calóricas que necesita cada penado e incluso un poco más, ¿me sigues?
Alemán asintió.
– Una dieta de entre 2.800 y 3.200 calorías, teniendo en cuenta que un preso necesita unas 2.100 al día para acometer el trabajo, soportar el frío y no caer en manos de las enfermedades infecciosas.
– ¿Pero…?
– Sabías que había un pero. Eres listo. No nos engañemos. Esos suministros existen en la ICCP, forman parte del presupuesto y se almacenan, se hacen inventarios y se transportan a los centros de internamiento pero no todo lo que va en los camiones se descarga. Bueno, mejor dicho, casi nada. Vivimos una posguerra, Roberto, y la gente pasa hambre. La posibilidad de sacar eso a la calle y venderlo de estraperlo a precios astronómicos está ahí. Que si un jefe de campo, que si un sargento de cocina… Eso existe y es imposible eliminarlo, además, todo el que lo hace se encarga de que una parte llegue al que tiene arriba, a la superioridad. Así, todo el mundo se beneficia.
– Pero los presos no comen como deberían…
– Se buscan la vida. Con lo que van ganando compran comida extra y sobreviven, ¿qué más quieren?
Volvió el silencio embarazoso. A Alemán todo aquello le parecía, de principio a fin, inmoral. Él era un soldado. Tenía honor.
– Sigo intrigado con cuál es mi misión -dijo.
– Cuelgamuros.
– ¿Cómo?
– Así se llama el paraje en el que Se está construyendo el Valle de los Caídos. Hay, aparte de algunos obreros libres, tres destacamentos de presos trabajando allí, entre quinientos y seiscientos tíos. Alguien se está pasando de listo con los suministros. He comparado el menú real, el rancho, y las cantidades que registran en la oficina no suelen tener nada que ver… El otro día estuve allí, comí el rancho, bueno lo olí, miré las cantidades, pasé por la cocina… y alguien se está forrando, es obvio. Mi gente ha hecho los cálculos y desaparece el cuarenta por ciento de los suministros que se sirven.
– Acabas de decir que es lo normal, por lo que cuentas este sistema está corrompido.
– No lo entiendes. Alguien se está aprovechando y no renta a la superioridad.
– Ya. Es eso.
– Pero eso no es lo malo. Sólo. El rendimiento en los últimos dos meses ha bajado. Ha habido más enfermedades, desmayos y accidentes. El proyecto debe avanzar a mayor velocidad y se está ralentizando por la codicia de unos desalmados. Franco comienza a ponerse nervioso. Quiero que vayas allí y averigües quién es el desgraciado que está sisando. Tienes plenos poderes. Eres el hombre adecuado. Tu experiencia en aduanas te avala y antes de la guerra estudiabas Medicina. Eres un tipo de Ciencias, bueno con los números. Diremos que vas como enviado de la ICCP para vigilar las obras. Los presos de Cuelgamuros deben comer bien, pues esa obra es prioritaria.
– ¿Alguna pista, Paco? ¿Sospecháis de alguien?
– Estamos en blanco. Lo quiero resuelto en una semana. El tiempo apremia.
– Descuida -se escuchó decir a sí mismo Alemán.
Sonó el timbre. Eran Delfina y Pacita, que estaba hecha una mujer. De formas redondeadas, generosas, hermosos ojos negros y amplia sonrisa, lucía una media melena como las de las actrices americanas. La conversación quedó finiquitada al momento, claro. Alemán se sintió como un viejo verde por pensar de aquella forma en ella, era la hija de su mentor y no en vano la conocía desde niña.
La cena fue excelente, entre continuas indirectas de Delfina y descaradas alusiones a que su hija estaba en edad de merecer, cosa que hacía que el invitado se sintiera aún más culpable. Al acabar tomaron una copa de Jerez y visionaron unas diapositivas de un viaje que Pacita había hecho a Italia dos años atrás. Era una cría, veinte años, pero mucho más madura de lo que cabía esperar. A Roberto le pareció ingeniosa, pizpireta, ocurrente y le hizo reír.
Al día siguiente tenía que acudir a Cuelgamuros.
Tornell quedó muy desilusionado cuando recibió una carta en la que Toté le comunicaba que no podría acudir a Cuelgamuros. Al menos de momento. Trabajaba como mecanógrafa en un bufete de abogados y para poder viajar hasta tan lejos tenía que pedir el sábado libre y quizá el lunes entero, lo cual no era asunto sencillo. Aun así sus jefes le habían dado permiso para hacerlo tres semanas más tarde. Juan Antonio, pese a la desilusión, supo que tenía que armarse de paciencia. Ya llegaría el día, tres semanas no era tanto. Además, quiso ver el lado bueno. Veintiún días más de recuperación, de trabajo vigoroso al aire libre y con una alimentación que completaba con lo ganado en sus horas extra no le vendrían mal. Así Toté le vería con mejor aspecto. Decididamente, aquello le obsesionaba:¿Qué pensaría ella al verle así? No parecía precisamente un galán de cine con el pelo al rape, flaco como un galgo y vistiendo aquel uniforme medio raído, completado con una vieja rebeca de lana que había conseguido en el economato. Las alpargatas apenas si le protegían del frío pese a que se ponía dos calcetines y los sabañones le mataban. Allí arriba hacía un frío de muerte, sobre todo a la noche. Se comía mejor que en otros campos, se trabajaba al aire libre y se disfrutaba de la sierra, sí, pero el frío era lo peor con diferencia. Y pensar que, como decían los que conocían aquellos parajes, aún no había entrado el invierno de verdad. Tornell supo que estaban nada menos que a 1.300 metros de altura. Cada vez aumentaba más el número de horas extra que hacía y eso le permitía mejorar su alimentación para poder renunciar a aquellas horribles latas de sardinas que habían sido su sustento y el de tantos otros en la multitud de campos que había tenido que recorrer. Durante mucho tiempo aquél había sido su único plato diario: un par de sardinas sobre una rebanada de pan duro, con gorgojos, provenientes de requisas que se hicieron al Ejército Republicano, latas caducadas, con el aceite putrefacto, que allí arriba esperaba no volver a consumir.
A pesar de ello, había que trabajar mucho para sobrevivir, eso estaba claro. Cada trabajador recibía un sueldo de unas dos pesetas diarias, de las que se le retenían 1,50 en concepto de manutención. Una injusticia, claro, porque si un obrero libre, en la calle, cobraba por día unas catorce o quince, los presos recibían 0,5. Si el preso tenía mujer -siempre que pudiera acreditar estar casado legalmente y por la Iglesia- percibía dos pesetas más y luego, una peseta por cada hijo menor de quince años. Era evidente que para cobrar un sueldo normal habría que tener algo así como quince hijos. La solución estaba, obviamente, en las horas extra: una vez cumplida la extenuante jornada que dedicaban a «reconstruir con sus manos lo que habían destruido con la dinamita» comenzaban a trabajar para ellos mismos. Los solteros eran, de largo, los más perjudicados por aquel sistema, pero si un preso se mataba a trabajar, reducía más pena y podía comer mejor. El palo y la zanahoria. Lo tenían bien pensado, no cabía duda. Pese a ello, en Cuelgamuros se podía salir adelante. Había incluso un botiquín con consultorio médico. No obstante los accidentes eran muy numerosos pues se trabajaba con medios muy precarios y a toda velocidad. No eran raras las fracturas, miembros aplastados e incluso los bloques de piedra que se desprendían de pronto, por lo que había que ser cauto en el trabajo para no acabar mal. El tercer martes de octubre, Tornell se torció un tobillo y apenas podía andar. Disimuló lo que pudo. Llegó a temer que le devolvieran a la cárcel, pero no, le enviaron a que le examinara el médico, don Ángel Lausín, un buen hombre que trabajaba allí depurado, como casi todos.
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