Jerónimo Tristante - El Valle De Las Sombras

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Una historia en la que la amistad sobrepasa la ideología.
El tiempo apremia en un paraje de la sierra de Madrid llamado Cuelgamuros. La Guerra Civil ha terminado y Francisco Franco quiere construir un gran mausoleo donde enterrarle a él junto a los caídos. Para acelerar las obras, emplea presos republicanos. Así llega al valle José Antonio Tornell, antiguo policía durante la República. Al poco de estar allí, Roberto Alemán, héroe del ejército nacional, es enviado para que investigue supuestos desfalcos. Al principio, tanto uno como el otro se miran con recelo. En sus rostros no ven más que el reflejo del enemigo. De repente uno de los presos muere en extrañas circunstancias. Tornell está convencido de que ha sido un asesinato, pero nadie le cree. Nadie excepto Alemán. Los dos empiezan a investigar, estrechando lazos, pero el caso va complicándose cada vez más. Hay gente que empieza a ponerse nerviosa ya que se acerca la visita del dictador, han ocurrido muchas cosas en poco tiempo y nada es como era antes, empezando por ellos mismos… ¿Y si todos estos sucesos ocultan algo que podría cambiar para siempre la historia de España?
Una implacable y estremecedora novela, ambientada en la construcción del Valle de los Caídos, que muestra cómo la amistad está, siempre, por encima de las ideologías. Una narración escrita sin maniqueísmo donde nadie ni nada es lo que parece ni donde ni unos son buenos ni otros malos. La novela que consagra al autor de El misterio de la casa Aranda como un excelente contador de historias.

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La lectura del ABC le había abierto los ojos de manera similar. ¡Qué tontería! Quién lo hubiera dicho pero Tornell pensaba, como tantos, que el país debía de haberse hundido dirigido por sus enemigos, por los fascistas. En los campos y en las prisiones muchos decían que no, que España no soportaría una dictadura, que el pueblo se alzaría en armas, que era cuestión de meses. Las democracias europeas, los rusos, el mundo libre, los antifascistas y los exiliados harían caer a Franco como si fuera un pelele. Ocurriría en meses, quizá semanas. Pero, desgraciadamente, parecía que la vida seguía como si tal cosa. Y eso le hizo saber que nadie volvería para rescatarles. La guerra se había perdido para siempre.

Tornell, leyendo el periódico, se había topado con muchas noticias que eran pura propaganda: habían concedido la laureada individual a un tipo, Gómez Landero, por su comportamiento en el Cerro del Mosquito, en el sector de Brúñete. Decían que doscientos mil niños habían acudido a un congreso católico infantil en Buenos Aires y encima, había toros. Pudo leer la crónica de la novillada que se había celebrado aquel mismo domingo en Madrid y estuvo ojeando los resultados de la liga de fútbol. Pensó en que le gustaría poder ver un partido, como cuando todo era normal. El Barcelona iba cuarto y había empatado fuera con la Real Sociedad. Al menos el Madrid iba por detrás. Estaba décimo. Un consuelo. Pero, curiosamente, lo que más le había desmoralizado, por raro que pareciera, era un anuncio a toda página, muy lujoso, de un costoso perfume, Fronda. «Muy femenino -decía-. La distinción sólo se consigue con un perfume perfecto.» ¿Tendría la gente dinero para gastar en cosas así? No, no, no podía ser. «La distinción…» ¿Acaso no debían de morir los españoles de hambre inmersos como estaban en un régimen fascista? ¿Qué estaba pasando?

«Fronda.» ¿Dónde quedaban sus sueños? Ni Dios ni amo…

Pero, al menos, había pequeños acontecimientos con los que ilusionarse. No se le hacía difícil mirar hacia delante, en absoluto. Toté llegaría en una semana. El viaje era largo y la pobre llegaría agotada pero, durante la visita del domingo, podrían verse unas horas. ¿Habría encontrado a alguien? La carta que ella le había enviado -que llegó abierta- le hacía pensar que no, pero seis años eran seis años y él tampoco podría reprocharle nada. Eran muchos los que habían sido dados por muertos y se habían encontrado con que sus mujeres, al creerse viudas, habían rehecho sus vidas. Tornell deseaba encontrarse con ella y, a la vez, temía el momento. ¿Qué pensaría ella al verlo así? Reducido a un simple espectro, un esqueleto andante, una sombra de lo que fue. ¿No sentiría repulsión al ver en qué había acabado convertido su marido? Seis años eran mucho tiempo, una vida. Tornell apenas había podido mandar noticias. Hacía ya un par de años desde que, a través de un conocido, un guardia civil de sus tiempos de policía, había podido enviar unas letras. Una carta en la que decía que había sobrevivido, mentía contando que estaba bien y que algún día saldría libre. Lloró al escribirla pero quería calmar a su mujer, hacerle saber que estaba vivo y que no corría peligro a pesar de que esto último no era, ni de lejos, verdad. Mentiras piadosas. En las cárceles nadie estaba seguro y, aunque la represión disminuía con el paso del tiempo, las sacas no habían terminado del todo en aquellos días.

Sólo una vez recibió noticias de ella en todos aquellos años, estando en Ocaña. Una carta que aún llevaba encima, siempre. Al menos ese papel que guardaba como el más valioso de los tesoros, al que se había aferrado dos veces al ver de cara a la muerte, era la prueba de que ella sabía que estaba vivo y le había seguido la pista en su periplo por aquellas prisiones de Dios. En los momentos más duros, en los campos, pensaba en Toté. Cuando creyó morir, se acordaba de ella, en las Ramblas, hermosa, con aquel traje de flores que se ponía al llegar el verano y que tanto le gustaba. Recordaba perfectamente el día en que la conoció: 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la Segunda República.

Fue en la plaza de Cataluña, rodeada de miles de personas; ella destacaba por su belleza agitando una pequeña señera. Le pareció la mujer más hermosa del mundo. Alta, delgada, distinguida. Llamaba la atención con su pelo moreno y largo que agitaba con gracia al mover la cabeza. Aquel día la siguió hasta su casa y se aficionó a rondarla cuando salía del trabajo. Una tarde, cuando ella acudía al cine acompañada de una amiga, la joven se giró muy resuelta y le dijo a bocajarro:

– Caballero, si va usted a seguirme todos los días, lo mínimo que podría hacer es presentarse, ¿no?

Él apenas supo balbucear su nombre esbozando una sonrisa torpe y bobalicona.

Desde entonces no se habían separado. María José Bernal Bellido, así se llamaba la chica. El la llamaba Toté, puesto que ella le contó que, de niña, todos sus primos la llamaban así. Él hizo lo mismo y poco a poco todo el mundo acabó por llamarla como en su infancia: Toté. Sus suegros, gente adinerada de Ezquerra, le aceptaron desde el principio pues sabían que simpatizaba con los socialistas. Se casaron a los ocho meses de haberse conocido. Era algo poco usual pero aquél era un mundo en continuo cambio. Las cosas ya no serían como antes. Iban a transformar aquella sociedad y no quedaría nada de las injusticias del pasado. Hasta la guerra, claro. Tornell se aferraba con desesperación a aquellos recuerdos. Cerraba los ojos y dejaba volar su mente viviendo aquellos momentos una y otra vez. Evadiéndose de la realidad, rememorando los días felices como único escape. Eso no se lo podían quitar. Aguardaba impaciente la visita de Toté y, al menos, la espera era dulce.

Allí en Cuelgamuros no había mucho con lo que matar el tiempo. Se sentía bien lejos del temor a las sacas o al maltrato de los guardianes de las cárceles. Tan sólo había dos encargados que vigilaban al destacamento Carretera: uno era buen hombre. Tornell no acertaba a explicarse qué hacía allí. Los presos le apodaban «el Poli bueno» y se llamaba Fermín. El otro era una mala persona, de las que se crecen con la guerra y con la dominación sobre otras personas. Estaba alcoholizado y los presos le conocían como «el Amargao». Era un mal tipo, como para tenerle miedo. Tornell y sus compañeros tenían muy claramente delimitada la duración de los turnos de uno y otro. Si había que hacer una visita al botiquín o acercarse al economato, era mejor hacerlo durante el turno de Fermín. Muchas tardes, antes de que avisaran para la cena, jugaban a los bolos en una pequeña explanada frente a los barracones. Fermín incluso había participado alguna que otra vez. Jugaba bastante bien. A pesar de la guerra, a veces se topaba uno con gente así, de buen corazón. El otro, el guardián malo, había sido legionario y decían por ahí que había perdido la hombría por la explosión de una granada durante la toma de Bilbao. Licerán se reía de aquello y aseguraba que debía de ser mentira, pero quizá fuera aquél el motivo del odio enfermizo que el guardián malo sentía por todos los vascos. Aquellos dos eran el día y la noche, aunque en líneas generales, incluso el Amargao, los dejaba vivir en paz.

Capítulo 6. El general

Por aquellas fechas, Roberto Alemán se hallaba en Figueras trabajando en aduanas. Disfrutaba de un puesto cómodo, tranquilo, en el que se vivía bien gracias a las múltiples requisas, con abundante tiempo libre y mejor alojamiento. ¿Qué más se podía pedir? Los intentos de los contrabandistas por pasar a la península diversas mercancías eran muchos y pese a que la corrupción imperante les hacía mirar a menudo a otro lado; intervenían muchos alijos, por lo que él y sus hombres se hallaban bien servidos recuperándose del desgaste de la guerra y disfrutando de las mieles de la victoria. El, por su parte, después de «su crisis» se sentía como anestesiado, sin ilusión. No veía el norte ni tenía objetivos claros, pero estaba decidido a no volver a dar problemas a la superioridad, así que cumplía con su trabajo de la mejor manera posible e intentaba matar el tiempo leyendo. Leía todo lo que caía en sus manos, lo que se podía, lo que permitía la censura: mucha novela de aventuras, Doyle, Dumas y, sobre todo, Wilkie Collins. Le chiflaba. Aquellas lecturas le permitían evadirse y viajar en el tiempo a una época en que las cosas estaban claras, los malos eran malos y los buenos, buenos. La verdad era que estaba perdido. Vacío. Los libros eran, de largo, mucho mejor que el mundo en que vivía. Pese a la victoria que tanto celebraban unos y otros y que a él le daba igual. Por desgracia lo suyo era matar, la guerra, asaltar una cota, una posición, un búnker y allí, en la oficina, se aburría. Sin saberlo añoraba la guerra. Se veía a sí mismo como un loco, porque, ¿cómo puede alguien sentirse cómodo en una guerra? Era un soldado, lo había descubierto por accidente, sí. Por uno de esos extraños requiebros que, a veces, da la vida. Era lo que mejor sabía hacer y tenía serios problemas para adaptarse a una vida, digamos, normal. Había leído algo al respecto pues no era tonto y había llegado a cursar dos años de Medicina. Aquello estaba descrito como fatiga de guerra, síndrome de estrés postraumático y había sido estudiado en miles de casos tras la Primera Guerra Mundial. Alemán sabía que pese a conocer la causa de su posible trastorno, no tenía respuesta para algo así. Intuía, sin querer reparar del todo en ello, que algo no funcionaba bien en el interior de su mente. Un buen día llegó un despacho de Capitanía que le urgía a hacer el petate de inmediato y presentarse a la jornada siguiente a las siete de la tarde en un domicilio de la Gran Vía madrileña. Se hacía referencia a «un inminente cambio de destino». Sin aclarar nada más. Aquello le extrañó sobremanera pero, como buen militar, estaba acostumbrado a obedecer órdenes sin preguntar y aquel repentino viaje suponía cierto aliciente en su ya de por sí rutinaria y triste vida. Cuando, ya en Madrid, tocó el timbre del domicilio que se le indicaba en el despacho, le abrió una fámula impecablemente vestida con uniforme negro, bastante largo, rematado con un delantal y cofia de puntillas, estos últimos de color blanco.

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