Jerónimo Tristante - El Valle De Las Sombras

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Una historia en la que la amistad sobrepasa la ideología.
El tiempo apremia en un paraje de la sierra de Madrid llamado Cuelgamuros. La Guerra Civil ha terminado y Francisco Franco quiere construir un gran mausoleo donde enterrarle a él junto a los caídos. Para acelerar las obras, emplea presos republicanos. Así llega al valle José Antonio Tornell, antiguo policía durante la República. Al poco de estar allí, Roberto Alemán, héroe del ejército nacional, es enviado para que investigue supuestos desfalcos. Al principio, tanto uno como el otro se miran con recelo. En sus rostros no ven más que el reflejo del enemigo. De repente uno de los presos muere en extrañas circunstancias. Tornell está convencido de que ha sido un asesinato, pero nadie le cree. Nadie excepto Alemán. Los dos empiezan a investigar, estrechando lazos, pero el caso va complicándose cada vez más. Hay gente que empieza a ponerse nerviosa ya que se acerca la visita del dictador, han ocurrido muchas cosas en poco tiempo y nada es como era antes, empezando por ellos mismos… ¿Y si todos estos sucesos ocultan algo que podría cambiar para siempre la historia de España?
Una implacable y estremecedora novela, ambientada en la construcción del Valle de los Caídos, que muestra cómo la amistad está, siempre, por encima de las ideologías. Una narración escrita sin maniqueísmo donde nadie ni nada es lo que parece ni donde ni unos son buenos ni otros malos. La novela que consagra al autor de El misterio de la casa Aranda como un excelente contador de historias.

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– Entonces, me llamaron para que me hiciera cargo del asunto, para que pusiera orden, vamos. Imagina el problema, un país en la ruina, que no puede dar de comer a la población y con cientos de miles de prisioneros abarrotando las cárceles a los que había que mantener, vestir, alimentar, proporcionar medicinas. Hemos llegado a tener presos a setecientos mil tíos, ¿te das cuenta?, ¡se-te-cien-tos-mil! presos hacinados criando piojos, chinches, enfermedades. Un tremendo gasto, Roberto, un tremendo gasto. Recuerdo una reunión en concreto que se convocó para resolver el asunto de una vez, importantísima. Alguien sugirió mirar a Alemania. Allí se quitan a los judíos de en medio por la vía rápida. Yo me negué, claro. Hubo muchos que se indignaron ante la sola idea de hacer algo así aquí. Una cosa es matar al enemigo luchando, en el frente, y otra gasear a la gente como si fueran cucarachas. Además, Roberto, no está claro que los alemanes ganen ya la guerra y todo acabará por saberse. Entonces alguien dijo: «¡Que trabajen, coño!» ¿Te das cuenta, Roberto? ¡Que trabajen! Otro apuntó: «Sí, sí, que reconstruyan lo que destruyeron a bombazos». El aplauso fue general. El mismo Caudillo sonrió satisfecho. Crearon una comisión y nos enviaron a Alemania, a aprender. No sabes cómo lo tienen montado los «doiches». Aquellos tíos no son humanos. Lo aprovechan todo; saben cuánto durará un preso según las calorías que le suministran y según el trabajo que ha de desarrollar. Les importa un bledo que vivan o mueran; para ellos todo son estadísticas. Y la crueldad… En fin, volvimos con una idea de cómo hacerlo a nuestra manera. Entonces, para dar coartada moral al negocio se encargó el asunto a un jesuita.

– El padre Pérez del Pulgar.

– Vaya, veo que estás informado. Sí, fue él el encargado. Él dio cuerpo teórico al asunto, creó una suerte de doctrina y se constituyó el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo. Sus ideas eran brillantes, quedaban bien, se podía explicar a la gente sin que sonara mal; es más, sonaba realmente bien: la idea era que los presos redimieran' su pena trabajando por España y por cada día de trabajo irían disminuyendo su estancia en prisión. Además, se les pagaría por ello. ¿Entiendes?

– Un sistema redondo, un gran negocio.

– No entiendo.

– Sí, para el Estado, digo. Mira Roberto, en cuanto pusimos en marcha el sistema fueron multitud las empresas que nos solicitaron mano de obra reclusa. Como en Alemania. Veamos, la idea base era que mantener a toda esa gente en la cárcel era carísimo, mientras que, bien pensado, si los poníamos a trabajar serían una fenomenal fuerza de producción que podría ayudar a reconstruir un país asolado por la guerra. Al principio pensamos que, ya que teníamos que darles de comer, podríamos emplearlos en construir puentes, carreteras, edificios, que buena falta hacían. ¿Me sigues?

– Claro.

– Pero el caso es que cuando las empresas entraron en liza nos dimos cuenta de que además el digamos…«alquiler» de los presos reportaba pingües beneficios. Vamos, que nos convertimos en una suerte de agencia de empleo.

– Obligatoria.

– Obligatoria, claro. Te haré los cálculos para un preso y un oficio medio: digamos que el sueldo de un albañil es de 14 pesetas, ¿vale? Bien, pues eso es lo que se le cobra a la empresa. De esas 14 hay que descontar 4,75 que suponen la suma del mantenimiento del penado así como la asignación familiar que se le da, o sea, su sueldo.

– Vamos, que al Estado le quedan limpias de polvo y paja 9,25 por preso.

– Exacto.

– Pero eso es explotación, Paco… -dijo Alemán reparando en que no le agradaban aquellos detalles de mercachifles. Él era un soldado y un prisionero de guerra no deja nunca de ser un combatiente.

– Son presos, Roberto, presos. Déjame terminar. El negocio no termina ahí, porque a la Hacienda, de esas 4,75 se le devuelven las 1,40 pesetas que cuesta el mantenimiento del recluso. O sea, que el Estado se beneficia del 76 por ciento de los jornales que generan los presos trabajando.

– Rediez.

– En la cárcel no rentan tanto.

– No, desde luego.

– Mira, sólo el año pasado, los presos trabajaron 4.187.360 jornadas.

– ¡Vaya!

– Sí, hijo, lo tenemos todo cuantificado. Desde el treinta y nueve hasta hoy han echado 44.408.567 jornadas. Si recuerdas que, como valor medio, cada preso deja 10,60, con una simple multiplicación sabemos que en estos años nos han hecho ganar la friolera de 470.730.810.

– ¡Cuatrocientos setenta millones de pesetas! -exclamó Alemán vivamente impresionado.

– Exacto. Y conforme se iba poniendo en marcha el sistema comprobamos que había más beneficios.

– ¿Más?

– Sí, claro. Es lo que llamamos en nuestro argot «beneficios indirectos». A saber, las obras que llevan a cabo, en primer lugar. Luego… que los presos disminuyen, de momento, un día de pena por jornada trabajada. Eso acortará su estancia en la cárcel y por tanto disminuirá el gasto que, a la larga, nos producirían. Está cuantificado: nos ahorramos en ese concepto unos once millones de pesetas por año. Y además, en aquellos casos en que no trabajan para empresas sino para ayuntamientos, Falange o el Estado, cobran sólo lo mínimo.

– O sea, todo ganancia.

– Exacto. Y por si todo esto fuera poco, enseguida nos dimos cuenta de que las empresas, aun costándoles lo mismo, preferían mano de obra reclusa a obreros libres y te preguntarás… ¿por qué?

– ¿Por qué? -dijo Alemán haciendo lo que el general Enríquez le indicaba.

– Pues porque los presos se matan a trabajar. Tienen que hacer horas extra para ganar un jornal decente y encima, por cada hora que trabajan, saben que pasarán otra menos en prisión. No te imaginas el número de horas extraordinarias que echan, y claro, los empresarios, encantados.

– No sé, Paco, me dan pena. Son soldados, rojos, pero combatientes, joder. No entiendo que estés metido en este asunto.

– No digas tonterías, Roberto. Tú no has visto las prisiones o los campos. Se dan de hostias por salir de esos agujeros e ir a trabajar. Están a cielo abierto, cobran algo y reducen pena. El palo y la zanahoria. Es la rendición total, Roberto, créeme. Un sistema perfecto. Además, cumplo órdenes, me destinaron aquí y punto, si lo hago bien podré salir de este embrollo, dedicarme a cosas de verdad, una división o una legación, algo más serio. Quién sabe, quizá una capitanía.

– Ya. Pero ¿dónde entro yo en esto exactamente?

– Para eso estamos aquí, Roberto.

Capítulo 7. Una falla en el sistema perfecto

Entonces, el general Enríquez bajó un poco el tono de voz y dijo:

– ¿Has oído hablar del Valle de los Caídos?

– Claro, todo el mundo.

– Bien, pues para eso te quiero. Tengo un pequeño problemilla allí.

– Tú dirás, Paco.

– Sabes que es un proyecto personal de Franco.

– Sí.

– Bien, y que los trabajos no van… al ritmo que debieran.

– No tenía ni idea.

– Pues así es, hijo. Resulta que al Caudillo no se le ocurrió otra cosa que construir un enorme monumento donde Cristo perdió el gorro y claro, sólo construir la carretera de acceso está costando sangre, sudor y lágrimas. Por no hablar de la cripta: el Generalísimo quiere una capilla ¡excavada en la roca viva! Y sólo te diré que aquello es granito, ¡granito puro! No hay cojones, Roberto. No hay cojones. Se hace a barrenazo limpio y ni aun así hay manera. El caso es que aquél es asunto prioritario. ¿Entiendes?

– Sí, claro.

– Pero no se progresa. Hace unos meses se decidió enviar presos a trabajar allí. Pero allí no trabajan presos. ¿Comprendes?

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