Jerónimo Tristante - El Valle De Las Sombras

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Una historia en la que la amistad sobrepasa la ideología.
El tiempo apremia en un paraje de la sierra de Madrid llamado Cuelgamuros. La Guerra Civil ha terminado y Francisco Franco quiere construir un gran mausoleo donde enterrarle a él junto a los caídos. Para acelerar las obras, emplea presos republicanos. Así llega al valle José Antonio Tornell, antiguo policía durante la República. Al poco de estar allí, Roberto Alemán, héroe del ejército nacional, es enviado para que investigue supuestos desfalcos. Al principio, tanto uno como el otro se miran con recelo. En sus rostros no ven más que el reflejo del enemigo. De repente uno de los presos muere en extrañas circunstancias. Tornell está convencido de que ha sido un asesinato, pero nadie le cree. Nadie excepto Alemán. Los dos empiezan a investigar, estrechando lazos, pero el caso va complicándose cada vez más. Hay gente que empieza a ponerse nerviosa ya que se acerca la visita del dictador, han ocurrido muchas cosas en poco tiempo y nada es como era antes, empezando por ellos mismos… ¿Y si todos estos sucesos ocultan algo que podría cambiar para siempre la historia de España?
Una implacable y estremecedora novela, ambientada en la construcción del Valle de los Caídos, que muestra cómo la amistad está, siempre, por encima de las ideologías. Una narración escrita sin maniqueísmo donde nadie ni nada es lo que parece ni donde ni unos son buenos ni otros malos. La novela que consagra al autor de El misterio de la casa Aranda como un excelente contador de historias.

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Capítulo 32. Unos alicates

Todo terminó el día de Nochebuena, tras el éxito que habían obtenido los dos amigos deteniendo al asesino. Alemán llegó al barracón de los presos justo cuando todos salían para la Misa de Gallo. Una misa de obligada asistencia para que los presos tuvieran derecho a una buena comida al día siguiente, Navidad. Entró y sorprendió a Tornell a solas, escribiendo en su diario. Al verle entrar se sobresaltó y lo cerró de golpe. Alemán le arrojó una pequeña maleta de cartón y el preso le miró perplejo.

– ¿Qué es esto?

– Empaqueta lo que puedas. Te vas.

– ¿Me voy? ¿Adónde?

– Te vas de aquí, sales de España.

– ¿Cómo?

– No hay tiempo, escucha -dijo-. Lo tengo todo preparado. Venancio te espera en mi coche. Te llevará a la frontera con Portugal.

– Pero…

– No te preocupes -repuso el capitán tendiéndole un pasaporte que abrió al instante. Era importante hacerlo todo muy rápido, que el preso no pensara.

– Es tuyo.

– Sí, pero lleva tu foto, la tomé de tu ficha. Ahí tienes dinero y un pasaje para un barco que sale de Lisboa hacia Nueva York mañana a la noche.

– Roberto…

– No hay tiempo, empaqueta tus cosas. Aprovecharemos que todos están en la Misa de Gallo. Date prisa. Tienes que presentarte en la misma. Yo te llamaré discretamente. Está todo listo. Si te preguntan por qué sales de la misa di que tienes un apretón. Ahora, deja la maleta aquí, bajo el catre.

Esperó a que Tornell guardara sus escasas pertenencias en la maleta y se hizo el despistado cuando le vio coger algo de debajo de la almohada. Salieron.

– Ve a la misa. Yo voy a por Venancio.

– Pero… no entiendo, esto…

– ¡Ve! Ya te estarán echando de menos. ¡Corre!

Alemán no le dio opción a que pensara ni a que valorara los riesgos. Si quería que la fuga de su amigo tuviera éxito había de hacerse así, nadie debía saber nada, sólo él mismo y hasta el último momento. Avisó a su antiguo ordenanza y colocaron el coche junto a su casita. Entonces acudió a por Tornell donde se celebraba la misa y le avisó discretamente pero asegurándose de que les veían.

– Vamos, el tiempo apremia -le dijo echando a andar.

– Pero, Roberto, no entiendo…

– No hay nada que entender. Lo tengo todo pensado.

Entraron en el barracón.

– La maleta -le ordenó.

El preso se agachó a cogerla, y disimuladamente, deslizó algo bajo el catre.

– Vamos, rápido -le apremió Alemán.

– Roberto, ¿qué hacemos? ¿Te has vuelto loco? No entiendo…

– Sígueme.

Llegaron a casa de Alemán. Entraron. Venancio esperaba fuera con el coche en marcha. Roberto sabía que tenía que actuar rápido, no dejarle tiempo para pensar. Tomó un cenicero de la mesa y le dijo:

– Dame en la cabeza.

– ¿Cómo?

– No entiendes. Me golpearás, robarás mi pasaporte y te fugarás campo a través.

– Pero ¿el coche?

– Saldrás de aquí en el coche, en el maletero. Pero ellos pensarán que vas por esos montes de Dios, andando. Mañana a estas horas estarás en Portugal. Cuando llegues a Nueva York di que eres un refugiado político republicano, no habrá problema.

Tornell se quedó quieto, mirándole. De nuevo. No podía esperar algo así: la libertad en un momento, ni el mejor de sus sueños.

– Roberto…

Alemán le dio la espalda.

– Dale.

Nada.

– ¡Dale, hostias! ¡Fuerte!

Un golpe. Sintió un dolor insoportable.

– ¡Más fuerte, joder!

Sintió un nuevo impacto en la cabeza y quedó algo aturdido.

– ¿Hay sangre? -preguntó.

– Sí.

– Perfecto. -Alemán notó que el cuello cabelludo se le humedecía-. Mañana por la mañana saldré así de mi casa. Diré que vinimos aquí a hablar de un asunto relacionado con el caso y que me atacaste dejándome inconsciente toda la noche. Ganarás unas horas cruciales para escapar; además, ya te he dicho que creerán que vas a pie y te buscarán por aquí, campo a través.

Juan Antonio Tornell le miraba con la boca abierta. No podía creer lo que estaba pasando. Alemán se había vuelto loco. Sonó un claxon.

Roberto le abrazó y le obligó, entre empujones, a salir rápidamente. Sin más explicaciones. Venancio mantenía abierto el maletero y lo cerró en cuanto Tornell estuvo dentro. Nadie les vio. El coche arrancó rápidamente sin que el pobre Tornell tuviera una idea exacta de qué le estaba ocurriendo.

Alemán reparó en que no tenía tiempo, no había podido despedirse como Dios manda pero ya pensaría luego en aquello. Se sujetó un pañuelo junto a la herida y salió a toda prisa. Todo el mundo estaba en misa, en el pabellón que hacía las veces de comedor. Corrió hacia la cripta. Al día siguiente llegaba el Caudillo. Se paró justo en la entrada. Llevaba una pequeña pala y una linterna. La tierra estaba removida, justo en el suelo, junto a la pared. Tenía que darse prisa, mucha prisa. Al fin halló lo que buscaba, a no demasiada profundidad: una bomba de relojería. Un buen trabajo.

– Maldito hijo de puta -murmuró para sí sonriendo.

El reloj marcaba las nueve y cuarto. La misa del Caudillo era a las nueve de la mañana. Menuda carnicería pretendía provocar. Volando la entrada y con la cantidad de dinamita que había allí, era difícil que nadie saliera con vida. La muerte del Caudillo en la misa del día 25, ¡qué golpe!

Un momento.

Alguien había cortado los cables.

Aquella bomba no podía estallar.

¡Habían cortado los cables!

Un presentimiento le inundó haciéndole sentir una gran alegría. ¿Era posible?

Suspiró aliviado y tras sustraer un barreno, volvió a enterrar aquello.

Corrió hasta la casa del falangista, Baldomero Sáez. Había un cartón en lugar del cristal que él mismo había roto días atrás. Aprovechó el hueco para meter la mano y hacer girar el picaporte. Entró y fue directo hasta la chimenea. Justo a la derecha, en el lugar exacto que le había dicho Fermín. Levantó la alfombra. La tabla suelta.

La sacó de su sitio: un compartimiento, sin armas, con bastante dinero en efectivo. Rápido, rápido. Hizo su trabajo y salió de allí.

Al barracón de Tornell. Rápido, rápido. Quería comprobar una última cosa. No le quedaba tiempo, tenía que encerrarse en casa antes de que todos salieran de la Misa de Gallo, al menos hasta el día siguiente, para dar tiempo suficiente a Tornell. Cuando llegó junto al catre de su amigo sintió que las sienes le iban a estallar.

Sobre la cama, su diario, se lo quedó.

Tenía que comprobar un pequeño detalle, sólo uno, pero era muy importante para él. Se tiró al suelo y echó un vistazo pues quería saber qué había escondido. Allí, de cualquier manera, bajo la cama, había unos alicates.

Unos alicates.

Había cortado los cables de su propia bomba.

– El muy cabrón… -dijo hablando solo.

Su amigo había renunciado a matar a Franco. Y lo había hecho por él.

Capítulo 33. La exitosa operación Brutus

Don José Manuel Fernández Luna, comandante en jefe del SIAEM, se apuntó un valioso tanto con el Caudillo al abortar el intento de magnicidio gracias a la brillante y exitosa Operación Brutus. El caso había quedado resuelto y los responsables se encontraban a disposición de la justicia. Todos los participantes en la operación iban a ser ascendidos. Como habían averiguado previamente, los sediciosos se proponían atentar contra la figura del Jefe de Estado durante la celebración de la Eucaristía que, a petición del Caudillo, iba a celebrarse durante el día de Navidad y a primera hora de la mañana en la cueva donde se ubicaría en un futuro el mausoleo del llamado Valle de los Caídos. A tal efecto, dispusieron sus efectivos en torno a los que sospechaban iban a ser los tres tiradores que debían llevar a cabo el cobarde atentado. Justo en el momento de la consagración, aprovechando que el Generalísimo se hallaba de rodillas y situado en el altar justo delante de todos los asistentes, uno de ellos, Eleuterio Fernández Vilches, falangista, estudiante de Derecho de diecinueve años, profirió el grito de: «¡Franco, traidor!».

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