Jerónimo Tristante - El Valle De Las Sombras

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Una historia en la que la amistad sobrepasa la ideología.
El tiempo apremia en un paraje de la sierra de Madrid llamado Cuelgamuros. La Guerra Civil ha terminado y Francisco Franco quiere construir un gran mausoleo donde enterrarle a él junto a los caídos. Para acelerar las obras, emplea presos republicanos. Así llega al valle José Antonio Tornell, antiguo policía durante la República. Al poco de estar allí, Roberto Alemán, héroe del ejército nacional, es enviado para que investigue supuestos desfalcos. Al principio, tanto uno como el otro se miran con recelo. En sus rostros no ven más que el reflejo del enemigo. De repente uno de los presos muere en extrañas circunstancias. Tornell está convencido de que ha sido un asesinato, pero nadie le cree. Nadie excepto Alemán. Los dos empiezan a investigar, estrechando lazos, pero el caso va complicándose cada vez más. Hay gente que empieza a ponerse nerviosa ya que se acerca la visita del dictador, han ocurrido muchas cosas en poco tiempo y nada es como era antes, empezando por ellos mismos… ¿Y si todos estos sucesos ocultan algo que podría cambiar para siempre la historia de España?
Una implacable y estremecedora novela, ambientada en la construcción del Valle de los Caídos, que muestra cómo la amistad está, siempre, por encima de las ideologías. Una narración escrita sin maniqueísmo donde nadie ni nada es lo que parece ni donde ni unos son buenos ni otros malos. La novela que consagra al autor de El misterio de la casa Aranda como un excelente contador de historias.

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Alemán no salía de su asombro.

– Pero, ellos, los presos, te creen un vigilante más, te llaman el Poli bueno, o algo así.

Fermín sonrió satisfecho.

– Éstos son mis compañeros. Padilla y Gironés.

Alemán negó con la cabeza como el que no entiende.

– Vale, vale -dijo-. Pero… ¿qué hago yo aquí?

– Casi da usted al traste con la Operación Brutus.

– Operación ¿qué?

– Brutus. Participó en la muerte de César, ¿recuerda?

– Tiene algo que ver con los asesinatos, claro.

– En absoluto. De eso no sabemos nada. Ni nos incumbe. Cuatro presos muertos no son algo que nos interese. Estamos aquí por otro motivo. Me infiltraron este verano porque nos llegó un rumor…

– ¿Alguna fuga?

Fermín volvió a sonreír, esta vez, con aire condescendiente.

– No -aclaró-. Eso son minucias para el SIAEM. Nos llegó un rumor, fiable, bueno, digamos que… material de primera clase.

– ¿Sí?

– Esto es absolutamente confidencial.

– Me hago cargo, Fermín.

– Es usted militar, un hombre de ley, y me consta que no está metido en este asunto. Tengo su palabra.

– La tiene.

– Sabe usted que Franco viene mucho por aquí, y en ocasiones incluso con poca o muy poca escolta. Le gusta aparecer así, de pronto, sin avisar.

– ¿Y?

– Que quieren atentar contra la vida del Generalísimo.

En aquel momento, Alemán lo vio todo claro. Como el agua. Ya lo había pensado antes en una ocasión al menos. Estaba claro, sí, clarísimo. Ya sabía por qué habían surgido las tensiones entre cenetistas y comunistas cuando dos miembros de la CNT planeaban su fuga. Era evidente a la luz de aquellos acontecimientos. En aquel momento no entendió por qué el Partido Comunista se había opuesto a aquella fuga, pensó que quizá ellos también preparaban una huida colectiva, pero no; aparte de los dos fugados de la CNT no se había producido ningún intento. No, no era eso. Ahora lo sabía.

Estaban preparando algo y la fuga de dos presos podía dar al traste con sus planes. Podía provocar que las autoridades interrogaran a presos o llevaran a cabo registros y aquello, decididamente, no les convenía. El fallecido Higinio y su gente estaban preparando ¡un atentado contra Franco!

– Claro -se escuchó decir-. Ahora está claro. Los comunistas.

– ¿Qué dice? -repuso Fermín mirándole como si fuera tonto.

– Sí, que los comunistas preparan un atentado.

– ¡No, hombre, no! ¿Qué comunistas? Si apenas se tienen en pie. No diga tonterías, hombre de Dios. No, no, es un golpe desde dentro. Hay un sector de Falange que pretende eliminar al Caudillo, no le perdonan la unificación con el Requeté, piensan que Franco se apropió del legado de José Antonio y quieren recuperar el verdadero espíritu de Falange. La llegada de Baldomero Sáez aquí nos lo corroboró. Estuvo espiándole, ¿sabe? Creíamos que le habían enviado a usted aquí para investigar el atentado. Son muy cautos.

Roberto se quedó de piedra. ¿Cuántas sorpresas más le quedaban por descubrir?

– ¿Y cuándo…? -acertó a preguntar:

– El día 25, durante la misa, tienen armas. En casa de Sáez, bajo una madera que se levanta, a la derecha de la chimenea, hay tres pistolas, tres Luger. Creemos que serán tres tiradores, les vamos a pillar con las manos en la masa. Por eso, es fundamental que se haga usted a un lado. ¿Qué hacía en casa de Sáez?

– Sospeché -aclaró-. Salía del campo de noche y me pareció raro. Le seguí y vi que se reunía con un montón de gente importante en el pueblo: militares y sobre todo, falangistas. Gente con chófer.

– Bien hecho, pero lo sabemos. Es asunto nuestro. No diga nada. ¿Entendido? Hoy es domingo, el viernes, durante la misa, serán nuestros. Hágase un favor y disimule, disimule. Ah, y deje tranquilo a Baldomero Sáez, no interfiera.

Roberto asintió con la cabeza y dieron por terminada la reunión. Al menos se sintió bien al saber que Baldomero Sáez iba a pagar. Se sentía como un tonto, como el marido que resulta ser el último en enterarse de una infidelidad. Haría bien en licenciarse y dedicarse a estudiar. Aunque, por otra parte, no se le iba de la cabeza el asunto de los comunistas: de rebote, sí, pero él había llegado a sacar una conclusión que no le parecía en nada errónea. La preparación de un atentado explicaba perfectamente las tensiones entre anarquistas y comunistas que tanto le habían intrigado. Entonces reparó en que Tornell no había querido aclararle aquel asunto cuando había preguntado por él. Decía que no tenía importancia. ¿Qué hacía donde los explosivos? ¿Por qué aquellas extrañas frases referentes a la venganza que aparecían en su diario?

Alemán pasó los días siguientes sin saber muy bien a qué atenerse. De un lado, estaba el asunto del asesino. Tornell parecía haberse animado pero por lo que parecía, no hacía avances. De otro, el atentado de los falangistas. Quería ver en qué acababa aquello. Ver caer a Baldomero Sáez, cómo se hundía en el fango. Como mínimo le esperaban muchos años de cárcel por delante, quizá la pena de muerte. Su mente trabajaba, aunque estaba confusa: el diario de Tornell -una traición por su parte-, el asunto de las tensiones surgidas entre comunistas y anarquistas a raíz del asunto de la fuga… y el diario… no quería verlo, era duro de reconocer, pero aquello apuntaba en una sola dirección.

El día 23, miércoles, se supo que los dos anarquistas fugados habían caído, al fin, en un piso franco de Burgos. De aquélla que los fusilaban, seguro. ¿Qué podrían contar? Pensó que habría detenciones en el campo, Perales, el jefe de los anarquistas, Basilio, el huido de Mauthausen… Quizá más.

Decidió esperar, mantenerse expectante y vigilar. Muy atentamente. Venancio seguía con discreción a Tornell, vigilándolo disimuladamente. Roberto comenzó a atar cabos. Faltaban dos días para «el gran acontecimiento» y decidió aguardar para ver caer a Sáez. Por otra parte, el asesino se les había escapado y Tornell volvía a parecer cada vez más distante. Los días de Alemán allí estaban contados. Después del 25 abandonaría el campo, el ejército y se casaría. Estaba decidido. Haría lo posible por ayudar a Tornell, sacarlo de allí, llevarlo a un lugar mejor. Enríquez les haría el favor. Pero entonces todo se precipitó.

Todo comenzó a complicarse el día 24 por la mañana. Aquélla era una jornada especial, Nochebuena, y todos se sentían imbuidos por la bondad, la ilusión y, por qué no decirlo, las mejoras en las comidas y los días de descanso que deparaba la Navidad. Cebrián, el administrativo del Opus, recibió una orden del nuevo director, que avisara a Juan Antonio Tornell para no sé qué asunto de unos papeles. Envió a un preso para hacerle llegar el mensaje y en apenas un cuarto de hora se presentó en las oficinas. Cebrián autorizó al recién llegado a entrar en el despacho del director tal como éste había ordenado. Tras cerrarse la puerta, le pareció que el rector del campo levantaba la voz. Al rato se asomó y le ordenó que avisara al capitán Alemán. Este no tardó en llegar. Entró en el despacho y de inmediato también se le escuchó gritar. No es que Cebrián fuera un cotilla, pero la potente voz del capitán le puso sobre la pista del asunto, estaban ordenando al preso que retomara su puesto de cartero y éste se negaba rotundamente. Al parecer, don Roberto dejaba el campo y quería que su amigo quedara en un puesto relativamente cómodo allí. Al final le dijeron que era una orden y que no tenía otra posibilidad. Entonces, se abrió la puerta y vio que Tornell salía con aire malhumorado. Al fondo, tras la puerta entreabierta, se adivinaba al capitán y al director charlando amigablemente mientras asentían. Cebrián, refugiado en la religión, admiraba a Tornell pues gracias a él había hallado el buen camino. Se sintió obligado a decirle algo.

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