Tornell estaba de muy mal humor y sabía por qué. Hacía un frío de mil demonios y Toté no podría ir a verle de nuevo hasta después de Navidad, que era tanto como decir que no volvería a verla. Al menos si las cosas transcurrían como él esperaba. Para colmo se había distanciado de Roberto, a propósito, y eso le molestaba. Sabía que Roberto se había comportado como un animal durante la guerra, que había matado a mucha gente, republicanos como él… pero, a diferencia de otros sabía que lo había hecho en combate. Era consciente de que, a veces, en la vida, cuando todo sale mal, comienza a experimentarse la sensación de que todo está negro, de que no hay futuro alguno y eso hace que te hundas. Algo así le estaba ocurriendo a él. Quizá era porque veía cerca el objetivo que le había permitido sobrevivir en los campos: «un día menos para lograrlo», se decía cuando se sentía morir por esas prisiones de Dios. Quizá. ¿Por qué se había metido en aquella investigación? Las pesquisas, las preguntas y la sempiterna presencia de Alemán no eran sino obstáculos para su verdadero objetivo. ¿Por qué había cometido ese error?
No había vuelto a hablar con Alemán. Le evitaba. Desde la muerte del Julián no había sabido por dónde seguir con el caso. Había hecho algunas preguntas sobre el asunto de la morfina más que nada pero nadie estaba al tanto. El asesino se había salido con la suya. Le parecía evidente que era alguien importante, con mando, porque si no… ¿cómo iba a ser tan atrevido? Aunque, ¿por qué iba alguien importante a tomarse tantas molestias en acabar con varios presos si podría enviarlos a morir a un campo o a una cárcel? O simplemente hacerlos fusilar por cualquier excusa… No, no tenía sentido.
Franco llegaría el día 25 a una misa en la cripta. En aquella cueva que, de momento, no era más que un agujero arrancado al granito. Vendrían muchos prebostes con él. Maldición. Roberto le había ayudado cuando no tenía por qué hacerlo. Era la única persona que le había apoyado -al menos de entre sus captores- desde aquel desgraciado día en que cayó prisionero. La única persona del otro bando que le había tratado con humanidad. ¡Porque quería que le enseñara a llorar! Qué cosas… Era como un niño grande. Un idiota. Estaba loco, como una cabra. Era evidente que su paso por la checa de Fomento le había dejado tarado, aunque, en las últimas semanas había cambiado, sí. Se había portado bien con él, como un hermano. ¿Por qué? No lo sabía. Pero no le gustaba; ahora se sentía en deuda con él y eso no era bueno. ¿Qué pasaría con Alemán cuando todo acabara? Cuando su asunto hiciera crisis. Nada bueno. Sabía que Alemán se había conducido como una bestia en la guerra, pero ahora conocía su historia como él era consciente de la suya. Él le entendía y Alemán le entendía a él. A buenas horas. Quizá, si le hubiera conocido antes las cosas habrían sido distintas. Alemán era un joven que no se metía en política y que acabó en una checa. Terminó luchando en el bando nacional porque mataron a su familia, a todos. Estaba enfermo de odio. Quería morir.
Ahora estaba ilusionado y se alegraba por él. Se iba a casar y retomaría sus estudios. Aunque sonara raro, aunque fuera difícil de comprender, ayudando a otros se había salvado para convertirse -quizá lo era antes- en una buena persona. Por eso le apreciaba, le estimaba, y era por eso que se sentía mal, como un traidor, un mierda. Él era, en el fondo, como Roberto; pero Alemán hacía progresos, se curaba. Juan Antonio seguía enfermo de odio, los odiaba a todos, por lo que le hicieron, por lo que vio en los campos. Le parecía curioso que Alemán se creyera enfermo, cuando estaba, sin darse cuenta, dejando de odiar y él, en cambio, no podía olvidar lo que le habían hecho. Nunca. Sabía que odiaba y mucho, pero con razón. Y para terminar de complicar las cosas, todo había cambiado. Era consciente de que ahora se abría ante él la posibilidad de una nueva vida. Reduciendo pena con el invento de ese maldito jesuita, Pérez del Pulgar, sabía que saldría de allí a lo sumo en cinco años. Alemán quería ayudarle, era probable que lograra sacarle incluso antes y Toté le esperaba, aunque… no podía… no. Resultaría más fácil aceptar aquella oportunidad, salir de allí y empezar una nueva vida. Pero se había comprometido. Había dado su palabra y no quería incumplirla. ¿Cómo iba a imaginar en la profundidad de aquella celda que las cosas iban a cambiar así?
Por eso hacía días que no hablaba con Alemán. Por eso le evitaba, porque se sentía mal al saber cómo le iba a pagar lo mucho que había intentado ayudarle. ¿Cómo podía tener un amigo fascista? No. Él no era un fascista ni nunca lo había sido, se decía a sí mismo. Era un hombre al que arrolló un tren, como a él, como a todos, esa maldita guerra que cada vez se le mostraba más claramente como un gran error. ¿No hay acaso otras maneras de arreglar las cosas que matarse?
No podía tomar lo que Alemán le ofrecía, no podía, no. Era imposible. Siempre fue un tipo tozudo. Le costaba mucho trabajo replantearse las decisiones importantes una vez tomadas. No podía, simplemente, olvidar y seguir hacia delante. ¿Qué le pasaría a Alemán cuando todo se supiera? Lo fusilarían. Peor, primero lo torturarían para ver qué sabía. No quiso pensar en ello, como le decían en la Casa, no se puede hacer una tortilla sin romper unos huevos.
Corría el día 20, más o menos, con la Navidad llamando a la puerta, cuando comenzaron a aclararse las cosas. En primer lugar, Alemán, en uno de sus arrebatos fue a ver a Tornell y lo sacó del trabajo. No le dio opción y le obligó a que le acompañara a tomar un café. Reparó en que el preso no parecía contento. Estaba demasiado taciturno. La sensación de que le ocultaba algo crecía y crecía en su interior, aunque él tampoco estaba libre de pecado, había violado su intimidad y, gracias a ello, comenzaba a intuir lo que estaba pasando. Su diario no era explícito pero mostraba que ocultaba algo. Había ciertos comentarios que Alemán veía inquietantes.
– No puedes seguir así -le dijo.
– Seguir… ¿cómo?
– Así, evitándome. ¿Qué piensas hacer?
– ¿Hacer?
– Sí, joder, con lo del puesto de cartero, con la investigación… ya sabes.
– No quiero que maten a más gente por mi culpa.
– Bien.
– ¿No vas a decir que no es por mi culpa?
– Pues no, es algo demasiado obvio. Tuvimos opiniones distintas, sí; hicimos lo que tú querías, sí; te equivocaste, sí. ¿Y por eso vamos a dejar que un asesino se vaya de rositas?
Tornell le miró como sorprendido. El viento volvía a aullar pese a que la mañana era soleada.
– No. Bueno… no sé. No tenemos nada a lo que agarrarnos. El asunto de la morfina está en vía muerta. Todos los que podían decir algo sobre el asunto han sido asesinados o, si lo prefieres, han muerto accidentalmente que es peor. Debemos dejarlo. Sinceramente, no veo el camino.
– Ni yo.
Silencio.
– Quiero cazar a ese hijo de puta -dijo Alemán muy serio-. Yo no me rindo.
– ¿Y qué más da? ¿Qué te importa? Tú sólo eres un…
– Sí, dilo, un fascista.
– No, no. -Tornell se echaba atrás, estaba claro que se arrepentía de haber estado a punto de decir algo así-. Tú nunca has sido eso. Eras un soldado, una persona traumatizada, sólo eso. Eres una buena persona, Alemán. Has cambiado.
– Estoy aquí, permanezco aquí, por este asunto. Si tú no me ayudas no sabré seguir adelante. Necesito saber si vas a hacerlo, si continúas, porque de no ser así lío el petate y me largo. Pacita me espera.
– Sí, claro… -dijo Tornell pensativo.
Roberto miró hacia el fondo, hacia los montes. Estaba cansado de aquello. Quería salir de allí y empezar una nueva vida, se lo merecía.
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