Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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Þóra sabía que aquel no era el primer caso de violación en el que intervenía Alda. Tenía que reconocer que no tenía ni idea de si ese comportamiento servía a algún fin concreto. Era posible que hubieran recomendado a Alda dejar de trabajar temporalmente en urgencias, entre otros motivos, por llamadas telefónicas como esa.

– ¿Crees que ella podía conocer a Halldóra Dögg, o que se dio cuenta de que conocía a tus padres?

– No conocía a esa mentirosa de Halldóra -dijo Adolf-. Lo sé porque la llamé y le pregunté si estaba compinchada con la enfermera para montar una conspiración contra mí.

Svala respiró hondo.

– ¿Que llamaste a esa chica? -preguntó muy molesta-. No dijo ni una palabra en sus declaraciones a la policía, ni el fiscal lo ha mencionado.

– A lo mejor, porque Halldóra no quería que se supiera lo de esa llamada. Lo cierto es que intentó engatusarme, se ofreció a retirar la denuncia si yo aceptaba mantener una relación estable con ella -Adolf hizo una mueca-. Es una cuestión de orgullo herido, como vengo manteniendo desde el principio. No sé en qué estaría pensando yo cuando me la llevé a casa esa noche, pero estaba borracho y sonado, y no me di cuenta de que me había ligado a una tía hortera. Por la mañana vi claramente que se creía que me tenía bien cazado e intentó convencerme para continuar la relación, y Dios sabe qué más. Me libré de ella tan rápido como pude, pero volvió a la noche siguiente. Cometí el estúpido error de dejarla entrar y eso le hizo creerse que ya teníamos una relación estable. Esa tía era incapaz de ver que no pegábamos ni con cola, ella parloteando sin parar y yo… -no terminó la frase.

– ¿Y cuándo decidió denunciarte por violación? -preguntó Þóra-. Os acostáis juntos y al día siguiente va a visitarte. Después apenas pasan veinticuatro horas hasta que presenta la denuncia -Þóra sabía que había ido más allá de lo que afectaba al caso de Alda, pero quería tenerlo todo lo más claro posible antes de hablar de ella. Así tendría mejores sensaciones sobre lo que dijera Adolf, e incluso podría darse cuenta sin problemas en caso de que empezara a mentir en las cosas que realmente le importaban a ella.

Adolf miró a Svala, que le hizo una señal para que continuara.

– Le di unas pastillas en su última visita, para evitar se quedara embarazada. Pensaba que me había olvidado, porque la noche anterior estaba borracho a más no poder. Por eso la dejé entrar -ni siquiera se ruborizó al decirlo-. Pero creo que sí que me había acordado el sábado por la noche, así que le puse una dosis…

Svala le interrumpió, fuera porque le superaba la total falta de sentimientos de Adolf o porque quería terminar ya la reunión:

– El caso es que la chica empezó a sangrar una barbaridad, y ese fue el motivo por el que acudió a urgencias, en principio. Allí descubrieron a qué se debía la hemorragia, ella sumó dos y dos y denunció a Adolf. Una vez que se descubre lo sucedido con el anticonceptivo, es cuando dice que la han violado.

– Me llamó desde el hospital mientras esperaba al médico o a no sé quién -dijo Adolf de pronto-. Me preguntó si le había hecho eso y que a qué venía, porque ya éramos pareja. Que habría sido mejor no hacerlo. Se puso como una loca y dijo que yo tendría que pagar por haberle hecho eso. Luego, en cuanto le colgué el teléfono, se puso a gritar que la habían violado. Muy típico de esa gilipollas.

Svala carraspeó.

– Eso no me lo habías contado -dijo-. No sería difícil demostrar que se hizo esa llamada.

– Yo no la violé. Tengo entendido que es una obligación legal considerarte inocente a menos que se demuestre tu culpabilidad. Yo no hice nada malo -Adolf miró a la una y después a la otra; en sus ojos brillaba la convicción del tonto-. Preferiría no tener que admitir lo de los medicamentos. Eso hará polvo mi reputación en el mercado.

Þóra imaginó que las mercancías de ese mercado serían mujeres jóvenes. Todos los sentimientos que aquel hombre había despertado en ella antes de abrir la boca se habían enfriado ya hacía rato. Se sintió feliz de no dedicarse ya a la vida social y de que faltaran muchos años hasta que su hija Sóley empezara a salir de marcha. Ya había oído suficiente sobre las relaciones de Adolf con Halldóra Dógg.

– Sostienes que Halldóra Dögg no conocía a Alda -dijo-, pero aún no me has respondido a la pregunta de si Alda se había percatado de que conocía a tus padres. ¿Se dio cuenta por las llamadas telefónicas?

Adolf enseñó los dientes. A Þóra le recordó desagradablemente a un tigre.

– No he dicho que no conociera a Alda, sabía quién era esa mujer; pero no era Halldóra la que convenció a Alda de que me llamara. Recuerdo que Halldóra dijo que Alda era una especie de consejera de apoyo suya, o algo así-se encogió de hombros-. En lo que respecta a mis padres, recordarás que mientras pasaba todo eso yo tenía un pleito con el hospital que asesinó a mi madre.

Þóra frunció el ceño, «asesinar» era una expresión demasiado fuerte para referirse a un error.

– Lo recuerdo.

– En efecto, su madre falleció porque le administraron una dosis muy elevada de penicilina, pese a que era alérgica al antibiótico -interrumpió Svala-. En estos momentos estoy cerrando un acuerdo con el hospital para compensar a Adolf por el error.

Þóra sabía todo eso, más o menos.

– Me doy perfecta cuenta de que pusiste un pleito contra el hospital -dijo Þóra-, de modo que puedes seguir hablándome de Alda.

– La cuestión era, naturalmente, que yo no quería que pasase nada que me complicara las perspectivas de una compensación, por eso no me gustó ni pizca lo que me soltó Alda -dijo Adolf-. Después de la primera llamada telefónica me pareció que se iba a rendir de todos modos, así que dejé de pensar en ello. Pero luego volvió a llamar, un par de meses después, y aunque tenía otro tono, en el fondo era la misma serie de reproches que yo no tenía ganas de oír. Por eso le colgué el teléfono y dejé de contestar, aunque dijo que tenía una información que podía ayudarme y no hacía más que disculparse por haberme considerado culpable equivocadamente -Adolf entornó los ojos-. Una vez cedí, después de no sé qué rollos, y le dije que nos veríamos en un café, y ya no hubo más. No tengo ni idea de si ella fue.

– ¿Eso pasó poco antes de que la asesinaran? -preguntó Þóra.

– Sí. Más o menos -respondió Adolf misterioso-. En realidad la vi unos días antes de su muerte. Vino a mi casa para comunicarme esa maravillosa noticia suya. La dejé hablar pero me harté y la eché. No volvió a llamar, de modo que pensé que por fin había conseguido que le entrara en la cabeza que no tenía ningunas ganas de hablar con ella. Luego vi la noticia de su muerte en los periódicos, unos días después -sonrió con perversidad-. Lo cierto es que las llamadas telefónicas cesaron.

– ¿Fuiste alguna vez a casa de Alda? -preguntó Svala, muy preocupada. Luego, se apresuró a añadir-: No digas nada si fue así.

– No, nunca he ido a su casa, y no tengo ni idea de dónde vive -dijo Adolf.

– Vivía -le corrigió Þóra-. Ha muerto, como todos sabemos -respiró hondo antes de proseguir. Ojalá todas aquellas barbaridades condujesen a algo racional, aparte de darle una lección práctica sobre la psicología de los solteros egoístas-. ¿Por qué tenía Alda tanto interés en ti y en este caso? -preguntó-. ¿Era por tus padres?

Adolf le sonrió. Era como si de pronto se hubiera dado cuenta de que aún disponía de información que Þóra necesitaba. Parecía decidido a hacérsela pagar bien.

– Tienes suerte -le dijo, mirándola fijamente-, no te estaría contando esto si Alda hubiera muerto sin bienes.

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