Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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Pasó un breve rato hasta que la muchacha respondió. Þóra supuso que estaría pensando si era mejor decir que sí o que no, o simplemente colgar. Evidentemente, aquel nombre había hecho sonar una campanita.

– Sé quién es -dijo la chica, de pronto al borde de las lágrimas.

– ¿Puedes decirme cuándo o cómo la conociste u oíste hablar de ella? -preguntó Þóra, contenta de haber encontrado por fin una salida para aquella extraña conversación.

– No -respondió la muchacha-. No quiero hablar de eso.

Þóra se quedó atónita. Pero ¿a qué venía eso?

– ¿Tuvo algo que ver con tu tatuaje Love Sex?

Volvió a responderle el silencio. Y la chica colgó el teléfono.

Þóra dejó a un lado el grueso montón de documentos. Estaba ya hasta la coronilla de lo que parecía una enumeración infinita de todos los objetos posibles e imposibles encontrados en las casas excavadas en Heimaey. Aún no había conseguido identificar nada que pudiera tener importancia para el caso de Markús, con la excepción de un gran número de botellas de vidrio rotas encontradas en las casas de Kjartan y Daði, en el garaje del primero y en el trastero del segundo. Þóra imaginó que seguramente habrían estado intentando borrar las huellas del contrabando de alcohol en un momento de nerviosismo, al ver que el cerco de la policía se iba cerrando sobre ellos. La lista no incluía la casa de Markús, pues todavía tenían que vaciarla, pero Þóra no había visto allí botellas ni rotas ni enteras. Eso no significaba nada, las botellas podían haberlas escondido en las partes de la casa que aún no había visto. Pero lo dudaba mucho. Kjartan pareció muy convincente cuando le aseguró que Magnús no estaba involucrado en ese asunto. Sintió una punzada de dolor en los hombros. Tuvo que levantarse y estirarse.

Þóra paseó por el salón moviendo los brazos en arco para activar la circulación sanguínea. Claro que no sabía si aquello funcionaría, pero esperaba que pudiera servir de algo. Lo que es indudable es que era aburridísimo y agotador. Volvió a sentarse y cogió un papel que había en la mesa del sofá. En él había escrito el nombre y el número de teléfono de la abogada del caso de violación de Adolf. El juicio estaba a la vuelta de la esquina, y Þóra había entrado en la página de acceso restringido del Tribunal de Distrito de Reikiavik para buscar el nombre del abogado. Lo había hecho con la esperanza de conocerle para poder averiguar algo sobre la posible relación entre el asesinato de Alda y la violación. Aunque Markús ya no parecía sospechoso del asesinato de su amor de juventud, había algo que le decía a Þóra que ambos casos estaban relacionados. Afortunadamente, reconoció el nombre de la abogada, habían estado en el mismo curso en la Facultad de Derecho. A cambio, estaba resultando muy complicado hablar con ella, porque cada vez que llamaba estaba comunicando. Había empezado a creer que el número no era correcto, pero decidió hacer un último intento antes de que se hiciera demasiado tarde.

Contestó el marido de la abogada, que suspiró pesadamente antes de pronunciar su nombre en voz alta. El golpe que sonó a continuación indicaba a las claras que había dejado el teléfono sin demasiado cuidado.

Al poco Þóra oyó que volvían a coger el teléfono.

– Svala -dijo una voz femenina con cansancio.

– Hola, soy Þóra -respondió-. De la Facultad de Derecho -añadió para mayor precisión.

– Anda, hola -dijo la mujer, ahora con la voz más alegre-. Me alegra saber de ti. ¿Cuánto hace desde que nos vimos por última vez?

– Puf -respondió Þóra intentando, sin éxito, hacer memoria-. Demasiado -intercambiaron algunas historias sobre lo que les había pasado en ese tiempo, y luego Þóra entró en materia-: Lo cierto es que te llamo por otro asunto -dijo Þóra-. Desgraciadamente, nunca hablamos con nadie excepto por asuntos de trabajo. Estoy trabajando en un caso bastante raro y en ese contexto ha salido a relucir el nombre de tu cliente.

– Ah -dijo Svala-. ¿De quién? Porque tengo varios, a decir verdad.

– Adolf Daðason-respondió Þóra-. Aunque la conexión es bastante peculiar, como otras muchas cosas de este caso; se trata, entre otras cosas, de un tatuaje que tiene una joven llamada Halldóra Dögg Einarsdóttir. La llamé hace un rato y se llevó un buen susto; estaba convencida de que yo trabajaba para Adolf.

– ¿Y qué caso es ese en el que estás trabajando? -preguntó Svala, pronunciando muy rápidamente las palabras-. ¿No será el de la enfermera?

Þóra dijo que así era.

– Mi cliente está en prisión provisional por su asesinato, así como por el hallazgo de unos cuerpos en las Vestmann. La enfermera en cuestión parece que estaba interesada en Adolf y en ese tatuaje. Eso me llevó hasta la tal Halldóra Dögg. ¿No tendré la suerte de que puedas explicármelo tú? Estoy en un punto muy difícil del caso y me temo que si no se soluciona las consecuencias serán bastante negativas para mi cliente.

Svala chasqueó la lengua.

– De tatuajes no sé nada -dijo-. Pero sí sé algunas cosas sobre la enfermera y Halldóra Dögg -respiró hondo-. Halldóra acusó a Adolf de violación. Él mantiene su inocencia, y aunque lo cierto es que ya tengo a mis espaldas muchos casos parecidos a este, y todos los acusados aseguran siempre que son inocentes, tengo la sensación de que este hombre dice la verdad. No vayas a pensar que es un angelito, todo lo contrario. Adolf es de lo más desagradable, pero eso no quiere decir que sea un delincuente. Sin embargo lo cierto es que seguramente le condenarán, porque la chica es de lo más convincente. Encima, parece que alguien le hizo tomarse unas píldoras del día siguiente para evitar un embarazo, y ha aparecido un testigo que afirma que las compró para Adolf, y más de una vez. Será difícil que el juez se trague que compró esas pastillas con un objetivo decente. El hombre en cuestión es soltero.

– ¿Y dónde entra Alda en este asunto? -preguntó Þóra-. ¿Le dio ella los medicamentos?

– No, no -respondió Svala-. Adolf y ella no se conocían. Fue ella la que atendió a Halldóra cuando finalmente apareció por el hospital para que la vieran. La tal Alda estaba allí y habló con la chica, como una especie de consejera, y entre otras cosas le ofreció ayuda para superar el shock. El testimonio de Alda era tremendamente dañino para Adolf. Desmontaba nuestra argumentación de que la sinceridad de la chica resulta dudosa en virtud del tiempo transcurrido desde que se produjo la presunta violación hasta que informó de ella. Pero resulta que Alda hizo ante la policía una declaración en la que puso de relieve que es normal y habitual que las víctimas de una violación no se presenten enseguida a poner la denuncia. Por eso, ella no figuraba entre los testigos que yo pensaba convocar al juicio.

– En eso puedes estar tranquila -dijo Þóra-. No testificará.

– Ese es el asunto -dijo Svala-. Porque de pronto cambió de opinión. Me llamó y me dijo que quería reunirse conmigo, porque disponía de una información que exculparía a Adolf de aquella acusación.

– ¿De qué se trataba? -preguntó Þóra.

– No tengo ni idea -dijo Svala, decepcionada-. Murió, o la mataron, más exactamente, antes de que pudiéramos vernos. No quiso decírmelo por teléfono y fijamos la reunión para el día siguiente. Fue de lo más misteriosa y, por desgracia, al final no pude enterarme.

– ¿Qué le preguntaste?

– Me quedé tan desconcertada cuando llamó que realmente no sabía qué hacer. Al principio se me ocurrió que se había vuelto loca, y no tenía nada claro si debería hablar con ella. Naturalmente, intenté sacarle de qué iba aquella información, pero al no conseguir nada intenté averiguar el motivo de su cambio de opinión. Era un giro de ciento ochenta grados, porque esa mujer se mostró de lo más dura con Adolf en su declaración ante la policía. Anormalmente dura, incluso.

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