Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– ¿Podría haberse visto envuelto en este asunto por ayudar a otros? -preguntó Þóra-. A Þorgeir, el padre de Alda, por ejemplo.

– ¿Sigríður? -dijo Magnús de repente, de forma que ni la madre ni el hijo pudieron responder a su pregunta-. ¿Conoces a Alda, la de Geiri?

– Sí -dijo Þóra, por miedo a que el anciano volviera a encerrarse en su concha si decía que no.

– ¿Cómo sigue? -preguntó el anciano, cogiendo el borde de la manta-. Fue espantoso -continuó.

– ¿Qué fue espantoso? -preguntó Þóra con calma, para no destruir el momento.

– ¿Vivirá el halcón? -dijo entonces el anciano-. Eso espero.

– Seguro que sí -dijo Þóra, intentando desesperadamente encontrar la pregunta adecuada-. ¿Mató Alda a ese hombre? -preguntó entonces, pues no se le ocurrió ninguna otra cosa.

El anciano la miró y su mente pareció espesarse:

– ¿Siempre tienes que ser tan difícil, Sigríður? ¿Quién te dijo que vinieras?

– Klara -respondió Þóra sonriendo lo mejor que supo. Cuando encontró la mirada vacía y el gesto interrogante, añadió-: Klara, tu mujer.

– Pobrecito niño -dijo Magnús, y sacudió la cabeza lentamente-. Pobre niño, tener que estar con esa gente.

– ¿Alda? -preguntó Þóra desesperada, porque el hombre parecía encerrarse de nuevo en sí mismo-. ¿Alda tuvo problemas cuando era pequeña?

– Espero que viva el halcón -dijo Magnús, y cerró los ojos.

Nuevos intentos de hacerle hablar no tuvieron ningún éxito. Þóra se sentó pensativa, sin lograr ver sentido alguno en sus palabras. ¿De qué halcón estaba hablando? ¿Se refería a algún suceso de su propia vida sin relación alguna con Alda ni con los cadáveres? ¿Y a qué niño se refería?

Capítulo 24

Sábado, 21 de julio de 2007

Bella parecía bastante contenta, sentada en la entrada del hotel degustando a pequeños sorbos una bebida que podía ser una Pepsi o un cubalibre. Un dulce aroma a alcohol se hizo notar claramente cuando Þóra se sentó al lado de la secretaria y dijo:

– Sabes que no se pueden poner bebidas alcohólicas a cargo del bufete. Es difícil justificar la relación entre una copa y el funcionamiento de la empresa -añadió, al ver el gesto de Bella. Un calipso extrañamente relajante sonaba por el altavoz que había a su lado, y quizá fuera la música la responsable de que la secretaria estuviera tomándose una copa. Por su parte, Þóra no había tocado ni una piña colada.

– Tía, no seas así -dijo Bella tomando un trago con la misma sonrisa beatífica-. He visto las facturas de Bragi cuando va al interior por cuestiones de trabajo -Þóra tenía que reconocer que su socio no pasaba por un hotel sin sentarse a la barra, tuviese o no que alojarse allí-. ¿No quieres saber qué encontré en el archivo? -preguntó chupando con energía de la pajita-. Me abrieron. Evidentemente, el Leifur ese tiene a la ciudad en el bolsillo. Solo tuve que mencionar su nombre y las llaves aparecieron de la nada.

– Sí, a todo el mundo de por aquí le conviene mantener buenas relaciones con él -dijo Þóra-. Pero ¿qué encontraste? Es estupendo que a una de las dos le vaya bien, porque yo saqué muy poco de mi encuentro con los padres de Markús. Su padre está completamente ido y su madre es tan seca que la humedad relativa del aire del salón descendió a cero. Lo único que saqué de lo que me contaron fue no sé qué de un halcón y un niño, aparte de un dolor de cabeza por el perfume de la anciana. Tú no habrás encontrado en el archivo nada sobre un halcón, supongo.

– No -respondió Bella-. Por lo menos no vi nada de eso. Allí, en ese archivo, hay un millón de documentos. Una no sabe nunca lo que está buscando, y no pensé en pájaros.

Þóra suspiró y dijo:

– Vaya, seguramente serán simples desvaríos de un enfermo.

De pronto, Þóra se acordó de María, la esposa de Leifur, que de alguna forma se ocupaba de su suegro. Ella debía de haberle oído hablar de esas cosas sin que viniera a cuento. A lo mejor, en alguna ocasión había dicho algo importante sin que ella se diera cuenta cabal de su significado. Þóra decidió intentar verla antes de marcharse, e interrogarla a fondo. Podía ser que alguna vez le hubiera oído hablar de halcones o de ese pobre niño y que fuera posible saber más o menos si aquello tenía alguna relación con el caso. Notó que le aumentaba la jaqueca, y se llevó la mano a la frente.

– Pues mira -comenzó Bella, dejando la copa-. Descubrí que ese Daði y su mujer Valgerður fueron los que construyeron la casa, de modo que allí no vivió nadie antes que ellos -Bella pareció extrañarse al ver que Þóra no hacía ningún gesto. Así que prosiguió-: Y no tuvieron hijos mientras vivieron aquí -dijo, comprobando que sus palabras no ejercían efecto alguno sobre Þóra-. Pero después de la erupción tuvieron un hijo al que bautizaron Adolf.

– ¿Adolf? -balbuceó Þóra-. ¿Quién le pone Adolf a un hijo suyo?

Bella pareció más aliviada al comprobar que sus informaciones tenían interés.

– Ya, pues esos es lo que hicieron. El tal Adolf vive en Reikiavik y lo busqué en la Red y encontré un blog en el que advertían contra él: dicen que es un violador. Todo era de lo más incoherente y la mayor parte de las amenazas se las hacía la persona del blog, que decía ser amiga de su víctima. En otra entrada de unas semanas más tarde, la misma chica contaba que por fin la policía le había acusado.

Þóra empezó a darse un masaje en la frente con la esperanza de quitarse el dolor de cabeza.

– ¿Un caso de violación? -preguntó-. ¿Qué caso de violación?

– De eso no ponía nada, pero me hice una idea de cuándo debió de suceder más o menos mirando la fecha de la primera entrada. Fui al archivo de noticias del Morgunblaðið y encontré un breve que podría encajar con el caso -dijo Bella-. No era lo bastante importante como para gastar demasiado espacio en el asunto, pero de todos modos, al leer el artículo me fui acordando, porque el violador drogó a la chica con un anticonceptivo de urgencia para evitar un embarazo.

– ¿Eh? -exclamó Þóra como una tonta-. ¿Quieres decir una pastilla del día después? Yo no recuerdo nada de eso.

– No despertó mucho interés, a juzgar por el espacio que le dedicaba el periódico, y dudo de que ni siquiera lo hubiera mencionado a no ser por la previsión del violador. Pero algo debió de hablarse del asunto, porque yo me enteré. Y eso que no suelo leer periódicos.

Þóra hizo una señal a la camarera, que pasaba por delante, y pidió una piña colada. A la mierda el dolor de cabeza y a la mierda el contable.

– Dime una cosa -le pidió a Bella cuando la camarera trajo la bebida-. ¿Cómo fue?

– Según parece, el Adolf ese violó en su casa a la chica después de conocerla en un bar del centro -dijo Bella-. Ella estaba borracha pero pese a todo ofreció cierta resistencia, como se podía apreciar en su cuerpo cuando acudió a urgencias al día siguiente.

– ¿Al día siguiente? -exclamó Þóra, intentando apartar las dudas que de inmediato surgieron en su mente-. ¿Por qué no fue directamente al hospital, o a la policía?

– Dijeron que estaba tan deprimida que al principio ni siquiera quería denunciarle. Cuando le vino la regla sin que le tocara en esas fechas, fue al hospital y entonces se supo todo. Tenía la menstruación fuera de plazo que produce la pastilla del día después, y cuando los empleados del hospital la interrogaron, lo contó todo. No había tomado la pastilla por su cuenta, así que el violador debió de habérsela puesto en la bebida que le llevó.

– No me parece que eso se pudiera sostener ante un tribunal -dijo Þóra-. ¿Cómo va a demostrar que no se tomó la pastilla ella misma si reconoció que se había acostado con él?

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