Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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Paddi «Garfio» saludó con la mano a los tres hombres, que también levantaron las manos. Ninguno de ellos sonrió ni hizo ningún otro gesto. Þóra observó a Paddi al timón; miraba fijamente la embocadura del puerto, al frente. Había respirado más tranquila al verle a la hora convenida y comprobar que sus manos estaban intactas, pues había estado dándole vueltas a la razón por la que le llamaban «Garfio». Pasaron por delante del acantilado Heimaklettur y vieron a un joven sentado en el mismo borde, a muchas decenas de metros por encima de ellos. Estaba rodeado de frailecillos muertos. A su lado había una red y una bandera amarilla clavada en un montículo de hierba delante de él. Todo alrededor estaba lleno de frailecillos.

– ¿Qué bandera es esa? -preguntó Þóra, confiando en que no sería un aviso de peligro.

– El frailecillo es curioso por naturaleza -respondió Paddi «Garfio» después de echar un vistazo a lo que Þóra le estaba señalando-. Quiere ver la bandera, de modo que esta le facilita la caza al muchacho.

– ¿Tiene una familia muy grande? -preguntó Þóra, extrañada por la gran cantidad de aves que yacían como pequeños tocones alrededor del joven cazador.

– Al colocar así a los pájaros muertos, atrae a los que están aún volando -respondió Paddi, sin prestar atención alguna a la extrañeza de Þóra por la cantidad de frailecillos-. No entienden lo que les ha pasado a sus compañeros y creen que no hay peligro alguno si se acercan.

Þóra optó por no seguir preguntando más por la caza del frailecillo. Se daba cuenta de que aquel hombre la consideraba una típica urbanita de Reikiavik que no sabía nada de la caza y que pretendía hacerse la lista. Y no dejaba de tener razón, también Þóra se sentía muy molesta cuando unos extranjeros defensores de las ballenas se ponían a opinar sobre las que pescaban los islandeses. No quería dar más motivos al capitán para que pensara así de ella, de modo que observó en silencio al muchacho del acantilado, que movía la red en círculo por encima de su cabeza. Þóra sonrió cuando el frailecillo al que intentaba cazar se escapó por un pelo y continuó su torpe vuelo. Ella estaba de parte del frailecillo, tenía un aspecto muy amigable, era mal volador y parecía tener un carácter fuerte. En el librito que Þóra se había entretenido en leer mientras esperaba a que Bella se cambiara de ropa, explicaban que el frailecillo elegía pareja para toda la vida. En otoño, cada uno de los miembros de la pareja seguía su propio camino, pero el macho regresaba unas semanas antes que la hembra. A Þóra le resultó especialmente simpático que el macho aprovechara el tiempo para limpiar el agujero que servía de nido a la pareja y dejarlo en perfecto estado para la llegada de su esposa. Y cuando todo estaba que parecía el palacio de una reina, se situaba en la entrada del agujero a esperar a su hembra. Tampoco le disgustó a Þóra que si la hembra no aparecía el macho tomara una nueva esposa, a la que dejaba sin dudarlo si la primera volvía a aparecer.

– ¿Nos vamos a internar mucho en el mar? -preguntó Þóra cuando salieron de la bocana del puerto.

– Si queréis pescar algo, tendremos que alejarnos un poco de la costa -dijo Paddi, que parecía estar oteando la superficie del mar como esperando que los caladeros le indicasen el mejor sitio.

– En realidad no sufriré lo más mínimo aunque no pesquemos nada -refunfuñó Bella-. Yo no como pescado. Me resulta desagradable -Þóra se volvió hacia Bella y carraspeó para darle a entender que tenían que ganarse a aquel hombre y que ese no era el mejor camino. Bella clavó sus ojos en los de Þóra y añadió-: Pero el frailecillo me encanta -Þóra respiró aliviada.

Paddi «Garfio» farfulló algo incomprensible y siguió paseando la vista por el mar en calma. El tiempo era todo lo bueno que podía ser. Los rayos de sol se reflejaban en la tranquila superficie del mar, que se convertía así en un deslumbrante mar de luz.

Paddi detuvo la embarcación al lado de Bjarnaey. En las elevadas paredes del acantilado derruidas por el mar se veían cables a los que se sujetaban los que trepaban hasta la zona herbosa en lo más alto de la isla, en la que había una pintoresca cabaña de pescadores. Þóra no era capaz de imaginar nada que la hiciera a ella escalar hasta allí arriba. Aunque, al menos, estaba claro que si subía tendría un sitio donde quedarse a vivir. Porque bajar era algo que jamás conseguiría hacer.

– Probemos aquí -dijo el anciano marino, que se secó las manos en su ajado pantalón vaquero-. Aquí podemos sacar algo.

Un grupo de gaviotas que había estado revoloteando alrededor del barco descendió hasta posarse en el mar. Las olas las mecían. Obviamente, esperaban tener pronto algo que echarse al pico.

– Bueno, empieza la gran pesca -dijo Paddi indicándoles que bajaran a la cubierta, en la que había unas cañas grandes y fuertes instaladas al lado de un tonel sin tapa. Paddi le entregó a cada una un cinturón de cuero con un soporte para la caña y las ayudó a ajustárselo. Afortunadamente, el cinturón le cupo a Bella. Aunque no resultó nada fácil, la joven aguantó con estoicismo y sin enrojecer todas las maniobras de Paddi para ponérselo. Les explicó lo que tenían que hacer y después se ajustó también él un cinturón y se situó al lado de ellas.

– Tenéis que aseguraros de que el sedal llegue hasta el fondo -dijo, sorbiendo por la nariz-. Allí está el pescado -continuó mirando con ojos escrutadores los movimientos de las dos mujeres. Las gafas de sol de Þóra se le habían bajado a la nariz pero no se atrevía a quitar una mano de la caña para colocárselas en su sitio por miedo a que se le cayeran al mar.

Aunque sin decir nada, Þóra confiaba en que ningún pez picara su anzuelo, y por eso intentó evitar que el sedal cayera hasta el fondo, como había recomendado Paddi. En realidad no tenía ni idea de dónde se había quedado el sedal. Igual podía haber aterrizado en pleno fondo, en medio de un banco de peces que estaban decidiendo en aquel mismo instante si sería peligroso picar el anzuelo. Þóra volvió la vista hacia Heimaey. El nuevo campo de lava se veía espléndidamente.

– Debió de ser terrible -dijo, dirigiéndose a Paddi.

– ¿Te refieres a la erupción? -dijo Paddi. Su caña se movió un poco y él empezó a recoger el hilo tranquilamente.

– Sí -dijo Þóra echando la caña torpemente hacia atrás y de nuevo hacia delante por encima de la borda, como les había enseñado Paddi-. ¿Tú vivías aquí entonces?

– Sí, siempre he vivido aquí -respondió el hombre, que seguía recogiendo el sedal-. Fue magnífico.

Þóra no comprendía la intención con que podía haber usado aquella palabra.

– ¿Qué te llevaste tú de tu casa la noche de la erupción? -preguntó por simple curiosidad. ¿Qué podría querer llevarse un hombre como aquel? ¿Una caña de pescar o una botella de sucedáneo de whisky?

– Me llevé a la mujer -respondió Paddi tensando el hilo-. Lo que no estuvo nada mal, porque mi casa fue de las primeras que desaparecieron bajo la lava. Me las habría visto y deseado para encontrar una nueva -se inclinó hacia delante e hizo girar el carrete con todas sus fuerzas. En el sedal había dos eglefinos. Paddi soltó los anzuelos y arrojó al tonel los peces, que no dejaban de revolverse. Þóra y Bella miraron fijamente el barril y escucharon el golpeteo que procedía de él. Las dos habían imaginado que el hombre atontaría a los peces dándoles un golpe, en vez de dejarlos sufrir una muerte lenta en el barril. Paddi se secó las manos en una toalla medio rota que estaba atada a la barandilla y luego se volvió hacia las mujeres, que no apartaban los ojos del barril, asombradas.

– Tenéis que agarrar con más fuerza -dijo entonces, y fue hacia ellas, que empezaron a esforzarse un poquitín en adoptar la postura correcta-. No queremos que sea yo quien lo haga todo.

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