– Porque la medicina fue encontrada en casa del hombre en el registro que hicieron -dijo Bella-. En cantidad considerable, de acuerdo con las noticias. ¿Para qué quiere un tío soltero unos anticonceptivos para mujeres?
– Comprendo -dijo Þóra-. E imagino que Alda tendría algo que ver en el caso -se dijo a sí misma en voz alta-. ¿Cuándo fue?
– La violación se produjo hace como dos meses -respondió Bella-. La noche del sábado al domingo, aunque la chica no acudió a urgencias hasta el lunes por la tarde.
Por entonces, Alda aún hacía guardias nocturnas y de fin de semana en el hospital, e incluso habría atendido a la víctima. ¿Tal vez reconoció en el nombre del asaltante a sus conocidos de Heimaey? Þóra no acababa de entender en qué podría ayudar aquello a Markús, a menos que Alda hubiera hablado con Valgerður y Daði y les hubiera contado su historia de la cabeza, y estos se la hubieran repetido a su hijo. Aquello era demasiado rebuscado, desde luego, pero resultaba difícil ser exigente cuando había tan poco de lo que echar mano.
– ¿Has logrado averiguar adónde se trasladaron Valgerður y Daði después de la erupción? -le preguntó a Bella.
– Se fueron a la región del noroeste -respondió Bella-. La señora del archivo me enseñó un resumen de los lugares donde vivían todos los habitantes de las Vestmann un año aproximadamente después de la erupción. Además, sabía algunas cosillas más, porque creía que unos parientes de Valgerður tenían allí una casa vacía y se la dejaron. También vi en el archivo que Daði trabajaba en un arrastrero que tenía su base en Hólmavík, y que ella se quedó en casa sin trabajar porque estaba embarazada.
Þóra sonrió a Bella y no le dijo que eso de quedarse en casa con la barriga no era estarse «sin trabajar»; pero dijo:
– Alda también se fue al noroeste con sus padres. A lo mejor allí se relacionó más íntimamente con Valgerður. Los refugiados de las Vestmann se agruparon cuanto pudieron durante ese tiempo. Eso podría explicar su interés por el fallecimiento de la mujer.
– En el artículo no decía nada del personal del departamento de urgencias -dijo Bella-. Lo único que ponía era que la chica a la que había violado se presentó allí.
– Tendría que ser posible averiguarlo -dijo Þóra-. Estoy pensando si eso podría tener alguna relación con el abandono del trabajo de Alda, que no hubiera podido ayudar a la víctima porque conocía al culpable.
– ¿Estás segura de que conocía al Adolf este? -preguntó Bella.
– No -respondió Þóra-. No tengo ni idea. Ni Leifur ni su madre pudieron decirme cómo se llamaba, lo que parece indicar que no debe de tener ninguna relación con la isla -Þóra suspiró, pensativa-. Tampoco sé si las normas éticas incluyen ese tipo de circunstancias. A lo mejor Alda lo descubrió por casualidad al ir a buscar algo a la farmacia del hospital, o algo por el estilo, aunque las otras enfermeras no lo hayan querido mencionar -dejó escapar un hondo suspiro-. Probablemente, el Adolf este no tiene nada que ver con el caso. Nació después de la erupción, de modo que los cuerpos del sótano no tienen nada que ver con él, y estoy convencida de que son ellos el eje de todo.
– También puede ser que no exista relación alguna entre los dos casos -dijo Bella-. Esas cosas pasan.
– No creo -dijo Þóra, aunque no tenía muchos argumentos para defender su teoría-. Lo peor es que dudo de que la familia de Markús me haya contado toda la verdad. Normalmente, pensaríamos que una madre pondría el interés de su hijo por delante del suyo propio y el del marido, sobre todo cuando se da la circunstancia de que el marido está ya en las últimas y su hijo Markús tiene todavía media vida por delante.
– Ni idea -dijo Bella tomando un sorbo de su copa-. Yo soy soltera y no tengo hijos, así que ni idea de qué es lo que preferiría defender.
De pronto apareció la camarera con la bebida de Þóra. No era la misma mujer que había tomado la comanda, esta parecía mayor y de gesto cansado. Llevaba una bandeja redonda con una bebida de aspecto lechoso en un vaso alto rematado por una sombrilla de colores y una cereza pintada de verde. Þóra le dio las gracias y le dijo el número de su habitación. La camarera estaba a punto de irse después de anotarlo, pero Þóra le preguntó:
– ¿Sabes de alguien que sea un muy buen conocedor de la erupción y de la vida de Heimaey en esa época? Alguien con quien pudiera charlar un ratito.
La mujer miró a Þóra.
– ¿No preferirías ir a ver un documental que hay sobre la erupción? Es de lo más popular -miró el reloj de la pared-. La próxima sesión empieza dentro de una hora.
– No, no se trata de eso -repuso Þóra-. Estoy buscando a alguna persona que pudiera responder unas cuantas preguntas sobre la vida de Heimaey en esa época -Þóra sonrió, con la esperanza de que la mujer no fuera a pedir más detalles, porque no los tenía.
La mujer se encogió de hombros.
– Naturalmente, aquí hay montones de gente que estarían encantados de hablar de la erupción. Aunque la mayoría prefieren contar su propia experiencia, pero me da la sensación de que lo que tú buscas es otra cosa -dijo mirando a Þóra, que asintió con un movimiento de cabeza-. Entonces creo que lo mejor es un tipo -prosiguió-. Se llama Paddi «Garfio» y sabe un montón. Cuentan que solo salió de la isla una vez en su vida, y fue la noche de la erupción. Por eso sabe más que nadie sobre la vida de por aquí. Además, le vuelve loco hablar, de modo que tendréis que andar con cuidado para que guarde la compostura. No siempre es del todo claro en sus respuestas, pero eso no es obstáculo ninguno para él.
– ¿Dónde podemos encontrar a ese hombre? -dijo Þóra, expectante.
– Tiene una barca que alquila a turistas. Sobre todo para pescar con caña -respondió la mujer-. Os aconsejo que le paguéis para dar un paseo en barca, porque de otro modo es posible que no se muestre muy dispuesto a hablar con vosotras. Está a la que salta, y nunca quiere dejar pasar un trabajo -les sonrió-. ¿Queréis que le llame y reserve un paseo?
Þóra dio las gracias a la mujer y le pidió que lo hiciera, para ella y su amiga. Que le daba igual si era una excursión para ver la costa o para pescar. Bebió un sorbo de su bebida. Se permitió paladear por un momento el sabor del coco antes de continuar:
– Bueno, por una vez podemos darnos el gusto de salir a pescar.
Leifur estaba con su padre en el dormitorio que la familia le acondicionó en el piso bajo de la casa cuando Klara renunció a seguir con su esposo en el dormitorio de matrimonio. Magnús no hacía más que despertarla y preguntarle enfadado quién era, qué hora era o sencillamente quién era él mismo. Cuando a eso se sumaron por las noches la furia y la violencia, la mujer decidió que ya era suficiente. Había dos posibilidades, o llevarlo a una residencia o tomar las medidas necesarias para que pudiera seguir en casa sin que ella tuviera que pasarse despierta día y noche. Leifur estaba sentado al lado de la cama mirando las estanterías de libros, que eran lo único que quedaba del mobiliario original de la llamada «habitación del cabeza de familia». El resto había ido a parar al sótano, desde donde los muebles acabarían en manos de desconocidos después de la muerte de sus padres. O al vertedero. María y él carecían de espacio para aquellas cosas, y sus hijos no tenían ningún interés en unos muebles usados, aunque hubieran pertenecido a la familia. Nada importaba que fueran de mejor calidad que los muebles que estaban de moda, por mucho que ahora fueran infinitamente más caros. Seguramente, su hijo había cambiado más veces de sofá desde que se marchó de casa ocho años atrás que él y su mujer en todo el tiempo que llevaban juntos. María, su mujer, llevaba un tiempo insistiendo en que derribaran la casa, se desprendieran de todos los trastos, o los vendieran, y construyeran una nueva. Había conseguido ir aplazando la idea, pero sabía que dentro de no mucho tiempo se vería en la tesitura de ceder o de correr el riesgo de perder a su mujer. Algo había cambiado en ella, pues seguía pidiendo lo mismo pero con menos convicción. Eso le llenaba de aprensión, porque sabía que la rendición era con frecuencia precursora de medidas más radicales. A lo mejor se trataba del primer paso de su mujer hacia la libertad que tanto ansiaba y que, para ella, no podía existir en otro sitio que en Reikiavik, libertad para ir de comprar y para pasear de cafetería en cafetería, libertad para dar envidia a sus amigas por la opulencia en la que pensaba vivir. Si se separaba de Leifur tendría de sobra, indudablemente, para permitirse todo lo que le pudiera apetecer. Los contratos matrimoniales no eran habituales cuando se casaron, pero aunque hubieran sido cosa corriente, Leifur no habría insistido en que su novia firmara nada semejante.
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