– Aún no está todo perdido, cariño -dijo Þóra-. Todavía no me han dado ningún no -lo que, sin duda, se debía a que no había vuelto a preguntar desde la primera vez que mencionó el tema.
– Sigue intentándolo -dijo Gylfi-. Nos lo pasaremos de muerte. Piensan ir todos los chicos, y eso.
– ¿Piensan acampar? -preguntó Þóra, que no podía imaginarse a los amigos de Gylfi montando una tienda sin problemas.
– Nooo -respondió Gylfi-. Van a alquilar un garaje en casa de unos tipos. A lo mejor tú podrías buscar también algo así para nosotros. Sería divertido.
«Justo», pensó Þóra. Para ella, la palabra «divertido» no podía aplicarse a una fiesta en la que había que dormir entre neumáticos de repuesto y trastos variopintos.
– No, gracias -respondió-. Tienes un bebé que lo podría pasar fatal, y una madre que necesita una ducha y una cafetera, no una manguera y una taladradora.
Se despidió después de preguntar por el pequeño Orri, al que le estaban doliendo los dientes de abajo, que no querían salir. Acabaría siendo como su padre, en eso como en tantas otras cosas, y Þóra recordó que una vez pensó pedirle a Hannes que le hiciera un cortecito en la encía, cuando Gylfi estaba pasando por lo mismo. Þóra vio que el tiempo corría y que su conversación con su hija Sóley tendría que esperar hasta después de hablar con la madre de Markús. Tenía que estar allí a las cuatro en punto, y aunque la ciudad de Heimaey no tenía muchas calles, Bella y ella habían logrado perderse un buen rato buscando la zona de excavación, aunque estaba justo al pie del volcán.
Después de hacer círculos por la ciudad durante diez minutos, Þóra consiguió finalmente descubrir la calle y la casa. Resultó aún más complicado que la búsqueda de la Pompeya del Norte, porque ahora no contaba con Bella. Se había ido a la biblioteca con la esperanza de hablar con la gente de allí para que la dejaran pasar al archivo y averiguar unas cosas sobre Daði y Valgerður. Así que Þóra iba ya con retraso cuando aparcó su coche al lado de la casa de la anciana. Se pasó la mano por el pantalón con mucho cuidado para recolocar la raya, que ya apenas se notaba. Luego se alisó la blusa y se dirigió hacia la entrada. Quería estar presentable, las personas de la edad de los padres de Markús esperaban que los abogados estuvieran siempre elegantes, y sin duda preferían que fuesen hombres antes que mujeres. De ahí que fuera importante que la anciana no se escandalizara al ver a Þóra por primera vez. Por eso se había puesto la ropa más elegante y fina que había podido encontrar en el armario.
Þóra llamó al timbre y esperó muy tiesa a que alguien fuera a abrir. Fue la esposa de Leifur quien abrió la puerta. Un débil olor a alcohol brotaba de ella, aunque no se le notaba nada más; estaba en el umbral, ataviada con una preciosa camisa de Burberrys y una falda a juego. Þóra sabía que aquella mujer se daría perfecta cuenta de que ella, en cambio, vestía ropa barata.
– Ya era hora -dijo la mujer, enfadada.
– Oh -atinó a decir Þóra-. No sabía que fuera tan tarde -miró su reloj y vio que iba seis minutos retrasado-. Me he perdido.
– Te has perdido -dijo la mujer con ironía-. ¿En Heimaey? -no esperó respuesta, e indicó a Þóra que entrara en la casa-. Klara te está esperando -dijo dándose la vuelta. Þóra la siguió a corta distancia, con la esperanza de que su trasero tuviera tan buen aspecto como el de aquella mujer cuando cumpliera los cincuenta. El único ejercicio físico que hacía en esa época era atender a su nieto, aunque por el momento seguía teniendo unos muslos bonitos.
La mujer de Leifur se detuvo ante una puerta de doble hoja que daba a un salón de estilo antiguo pero muy elegante.
– Entra. Tiene muchas cosas que contarte -se marchó mientras añadía, burlona-: Eso si sabes qué es lo que debes preguntar.
Sábado, 21 de julio de 2007
La fría mirada de la anciana recordaba, sin duda, a su hijo más joven, Markús, aunque en todo lo demás madre e hijo eran muy distintos. Ella tenía el cabello blanco pero el rostro prácticamente libre de arrugas. Aunque aquel era el único rasgo juvenil de las facciones de Klara. Llevaba un vestido multicolor, de grandes dibujos, pero el estampado tenía la función de ocultar la ausencia de estilo de la prenda. Los ojos tenían ese tono aguado de la vejez, y sin embargo no ocultaban que la mujer no estaba precisamente encantada de tener que sentarse a charlar con Þóra. Klara tendría, con toda seguridad, más de ochenta años pero llevaba su edad bastante bien, sentada como estaba, en un espléndido sofá, con la espalda bien recta. Garras de león talladas adornaban brazos y patas del sofá. Encajaban perfectamente con Klara, que encajaba, a su vez, perfectamente con el salón, adornado con innumerables jarrones de cristal. En cambio, Þóra sintió simpatía hacia el padre de Markús. Él no armonizaba mucho con aquella imagen imponente y anticuada. Ocupaba un asiento bastante más moderno que el resto del mobiliario, una butaca de cuero con reposapiés extensible. Vestía pantalones de chándal y jersey de cuello vuelto, con un chal cubriéndole los hombros. En los pies, unas zapatillas de cuero. Leifur estaba sentado al lado de su padre, aunque debía de haberse puesto allí poco después de que Þóra fuese invitada a pasar al salón. No tenía muy claro el papel del hijo en aquella reunión. Tal vez había de actuar como una especie de última línea defensiva para evitar que Þóra llegara demasiado lejos con sus preguntas, y para apoyar a su madre en lo que hiciera falta. Cuando habló con Þóra la noche anterior, no le mencionó que tuviera pensado asistir a la reunión.
– ¿De modo que no recuerdas a ningún extranjero de esa época? -preguntó Þóra a la anciana; y enseguida añadió-: Probablemente serían ingleses los cuatro -Þóra casi estaba mareada por el fuerte olor a perfume que surgía de Klara.
– No, no me acuerdo -respondió Klara-. Yo tenía bastante trabajo en casa y no bajaba mucho al puerto, que era donde solían andar los extranjeros.
– Comprendo -dijo Þóra-. ¿Tu marido no tenía negocios con extranjeros en esa época?
– Yo nunca me metía en las cosas de su trabajo, así que sencillamente no lo sé -respondió la mujer, que hizo un gesto que daba a entender claramente que las preguntas le resultaban molestas-. Magnús se ocupaba de sus asuntos él solo, sin que yo me metiera en ellos ni por asomo, como era habitual entonces -miró de reojo a su marido, que observaba silencioso la ventana.
Þóra decidió ver qué pasaba cambiando de tema, preguntándole por Valgerður y Daði. Tal vez la mujer se relajara si hablaban de cosas que no fueran cuestiones suyas personales.
– El nombre de tu antigua vecina, Valgerður Bjólfsdóttir, ha salido a relucir en relación con Alda Þorgeirsdóttin No estoy del todo segura de cómo se relacionan, pero esperaba que tú pudieras informarme mejor al respecto.
– No sé nada de eso -respondió la anciana en el mismo instante en que Þóra dejó de hablar.
– ¿De qué? -preguntó Þóra, convencida de que Klara ocultaba algo: ni siquiera había intentando evocar algún recuerdo-. ¿Sobre la relación entre ambas? -Þóra no esperó su respuesta sino que sonrió a la mujer, sin muchas ganas, comunicándole así que sabía perfectamente que no estaba todo dicho todavía-. Lo poco que he oído sobre Valgerður y su esposo Daði procede todo de la misma fuente: que los dos eran bastante fastidiosos. Sería bueno oír tu opinión sobre ellos.
– ¿Y en qué puede ayudarle eso a Markús? -preguntó Leifur extrañado, sin ocultar su enfado-. Tenía entendido que el objetivo de hablar con mis padres era recoger información que pudiera serle de utilidad.
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