Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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Markús miró extrañado a Þóra, obviamente nunca había pensado en esa posibilidad.

– Hombre, yo supuse que era uno de los chicos. Sospechaba de uno que se llamaba Stefán y que andaba detrás de Alda, pero lo negó por completo, y tuve que creerle; me pareció muy convincente.

Þóra recordó un pasaje del diario en el que Alda contaba que había besado a Stebbi. Supuso que se refería al mismo chico, aunque con el apelativo familiar.

– ¿No se te ocurrió nadie más?

– No, en realidad no. Alda era amiga de todo el mundo y, que yo supiera, no tenía ningún enemigo. De todos modos hice todo lo que estaba en mi mano por encontrar al culpable. Cuando descubrí que el gimnasio no estuvo cerrado con llave en toda la noche, dejé de intentarlo. Porque entonces tendría que haber sospechado de toda la ciudad, aunque, como es lógico, habría pocos capaces de pensar siquiera en una barbaridad semejante.

No había mucho más que comentar sobre el tema. El único resultado de la conversación sobre el extraño asunto del pelo fue poner a Markús de mal humor.

– ¿Qué sabes de vuestros vecinos de antes de la erupción, Valgerður y Daði, los que vivían al lado de vuestra casa? -preguntó Þóra-. ¿Quizá alguno de ellos pudiera estar relacionado con los cadáveres?

Markús le dirigió una mirada fría, y dijo:

– Sí, si esos hombres hubieran muerto de aburrimiento.

Camino de la ciudad después de salir de Litla-Hraun, Þóra llamó al instituto de Reikiavik y, para gran asombro suyo, le contestaron. Cuando explicó lo que quería se oyó un profundo suspiro, pero le dijeron que podrían proporcionarle los datos solicitados. La funcionaria necesitaba un rato, de modo que le propuso a Þóra que volviera a llamarla un cuarto de hora más tarde; así lo hizo.

– Ya lo tengo -dijo jadeante cuando por fin contestó-. Alda Þorgeirsdóttir se matriculó en el instituto en otoño de 1973 y terminó sus estudios en la primavera de 1977, con sobresaliente en el área de lenguas.

– ¿Dices que se matriculó en otoño de 1973? -preguntó Þóra, extrañada-. ¿No empezó a estudiar allí a comienzos de ese año? Yo tenía la idea de que había empezado a mitad de curso. Procedente del instituto de Ísafjörður, donde asistió a la primera parte del curso -Þóra decidió no seguir molestando a la funcionarla añadiendo que Alda tendría que haber estado en el instituto de Reikiavik en el semestre de primavera de 1973. La mujer de la administración no había negado, en realidad, que fuera estudiante aquel invierno.

– Aquí no dice nada del instituto de Ísafjörður -dijo la mujer; se oía a alguien más-. Evidentemente, se matriculó en nuestro centro en otoño, aunque como alumna libre durante ese semestre, por motivos de salud. Aquí no dice qué enfermedad padecía, pero es que esas cosas son confidenciales y se guardan en otro sitio. En cualquier caso, fueran cuales fueran las circunstancias, empezó a asistir a clase aquí el mes de enero de 1974.

Þóra le dio las gracias y se despidió. Quedaba claro que Alda nunca había asistido al instituto de Ísafjörður. Esa historia era una invención. Þóra pensó que lo más probable era que hubiera estado ingresada en algún centro psiquiátrico. En aquellos años, las enfermedades mentales eran un verdadero tabú del que todo el mundo se avergonzaba. Þóra supuso también que no sería del todo improbable que, si Alda había estado enferma, hubiera sido por culpa de algo relacionado con la caja que le entregó a Markús el año anterior. A una jovencita inmadura no podía sentarle demasiado bien andar por ahí con una cabeza humana.

Capítulo 22

Sábado, 21 de julio de 2007

El teléfono móvil de Þóra sonó cuando estaba apoyada en la barandilla del transbordador Herjólfur. Había optado por ir a Heimaey por vía marítima en vez de tomar el avión, pues la predicción meteorológica para el día siguiente era mala y Þóra no tenía intención de pasar allí más de una noche. En ese tiempo pensaba recoger información sobre Valgerður y Daði, así como hablar con la madre de Markús y, si era posible, también con su padre, lo que representaba el objetivo principal del viaje. Bella estaba encerrada a cal y canto en el camarote, aunque su misión era ayudar a Þóra y servirle de confidente.

Al teléfono estaba Matthew, que llamaba desde Alemania. El barco navegaba viento en popa, lejos de todas las antenas de telefonía móvil del país, y la recepción era bastante mala.

– ¿Y dónde estás en realidad? -preguntó Matthew; sonaba como si hablara desde el fondo de un barril.

– Estoy en el mar y la comunicación se puede cortar en cualquier momento -dijo Þóra-. Voy camino de las Vestmann por un caso en el que estoy trabajando.

– Espero que no se trate de los cadáveres del sótano y la cabeza, de la caja, ¿o me equivoco? -preguntó Matthew, pero los chirridos e interrupciones de la línea hicieron que no esperase realmente respuesta, por lo que entró de lleno en el tema-. ¿Qué te parece tenerme de visita la semana próxima? -preguntó.

– Estupendo -dijo Þóra con toda sinceridad-. ¿Vienes por el trabajo o de visita? -preguntó, intentando que no se le notara la impaciencia por saber si había tomado ya una decisión.

– Tengo una entrevista -respondió Matthew-. Quieren enseñarme la sede y presentarme a los principales directivos -añadió al instante-. Espero tomar una decisión definitiva después de la reunión, aunque en realidad ya tengo una idea bastante clara de lo que quiero hacer.

– ¿Y? -preguntó Þóra-. ¿Qué piensas hacer?

– Yo…, si…, así que… -la conversación se había interrumpido. Þóra pensó en desplazarse corriendo a la popa del barco para recuperar la conexión y enterarse por fin de si Matthew se había decidido, pero desistió. No había conseguido marcar ni siquiera los primeros números cuando el barco perdió toda cobertura de telefonía móvil. Suspiró y devolvió su teléfono al bolsillo.

– ¿Podrías confundir estas dos casas? -preguntó Þóra. Estaba con las manos en las caderas en la zona de excavación de la Pompeya del Norte, mirando la casa natal de Markús y la casa en la que vivían Valgerður y Daði.

– No -dijo Bella con un bostezo-. Son completamente diferentes. Esta de aquí en realidad no es más que una ruina -señaló la casa de los vecinos. No exageraba, el tejado de la casa había cedido ante el peso de la ceniza y una de las paredes exteriores recordaba más que nada a la torre inclinada de Pisa.

– Intenta imaginar que estás en plena erupción volcánica y que la casa no está en ruinas -dijo Þóra-. ¿Podrías confundirlas?

Bella la miró con desdén.

– ¿Es que no ves que una tiene dos pisos y la otra solo uno? -refunfuñó-. No es posible confundir estas dos casas -señaló la que estaba al otro lado de la casa de Markús-. Tampoco se puede confundir esa casa con la de los cadáveres -miró a su alrededor, a todas las casas que estaban siendo excavadas-. La casa de los cadáveres es la única de dos pisos en toda la calle.

Þóra observó la calle en su conjunto. La secretaria tenía razón, la única que destacaba sobre las demás era la de Markús. De ahí que quedara bien claro que los cadáveres no habían sido colocados allí por error.

– Entonces ya lo sabemos -dijo Þóra, con los ojos clavados en la casa que tenía delante-. Tengo unas ganas tremendas de entrar ahí -dijo señalando la casa en la que vivía aquella pareja tan desagradable, Daði «Malacara» y Valgerður «Malosmorros». Al ver el gesto dibujado en el rostro de Bella, se sintió obligada a explicarlo mejor-. Esa gente tiene relación con el caso, aunque aún no sé cuál.

– Hum -bufó Bella-. Yo ahí no entro. Esa casa está a punto de venirse abajo -se acercó a ella y pasó por encima de la cinta que delimitaba el espacio al que no podían acceder las personas no autorizadas-. ¿No han sacado ya todo lo que había dentro?

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