Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– Yo estaba a bordo -respondió Leifur, que parecía estar haciendo memoria-. Aunque tengo que confesar que no recuerdo especialmente a Alda en el barco, lo cual no quiere decir nada especial. Alda era de la misma edad que Markús, o sea dos años más joven que yo. En esa época no hacíamos mucho caso a los pequeños -bebió un sorbito de vino blanco-. Pero sí que puedo garantizarte que si Alda estaba a bordo, Markús no podía andar muy lejos -dejó la copa en la mesa-. Creo que nunca ha llegado a superar del todo el enamoramiento que tenía con ella; ni siquiera en su edad adulta.

– Eso tengo entendido -dijo Þóra, intentando meter el huevo en el fondo de la cascara para que pareciese que ya se lo había terminado. Dejó la cuchara y se secó la boca con la servilleta para completar la ficción-. ¿Hay alguna otra persona que pudiera recordar esa circunstancia? ¿Quizá tu madre?

Leifur sacudió la cabeza.

– No, mi madre no. Sufrió un mareo espantoso y ya tenía suficiente consigo misma. Dudo incluso que supiera dónde estaba Markús -volvió a posar su copa en la mesa-. Déjame que lo piense. A lo mejor me viene a la memoria quiénes más estaban allí. Son sobre todo los amigos de infancia de Markús los que podrían haberse dado cuenta de algo. Todo el curso se derretía por esa chica y a lo mejor queda aún algo en sus recuerdos.

Þóra metió la mano en el bolso, que estaba colgado en el respaldo de la silla, y buscó la fotocopia de la lista que Bella había encontrado en el archivo.

– Tengo aquí una lista de los que fueron a tierra en ese barco. A lo mejor te suenan los nombres -pasó la lista a Leifur.

Leifur repasó la lista, que estaba manuscrita y ocupaba cuatro páginas en total. De pronto se le iluminó el rostro.

– Jóhanna, la hermana pequeña de Alda. Sigue viviendo en la isla y trabaja en el banco que lleva mis asuntos. A lo mejor ella puede ayudar, aunque tal vez no recuerde el traslado. Hablaré mañana con ella, si te parece bien.

Þóra dijo que sí. Vio que Bella se rendía ante el huevo y dejaba la servilleta encima de él, con un gesto inusualmente remilgado.

– Yo ya no puedo más, muchas gracias -dijo en voz baja apartando el plato-. Un sabor muy especial -añadió sin levantar la mirada. Se quedó mirando el mantel.

María les sonrió, aunque con una sonrisa no muy sincera. Se levantó y empezó a recoger la mesa. Luego desapareció, con un montón de cosas en las manos, por la puerta de la cocina, y la oyeron preparar el plato principal. Þóra cruzó los dedos esperando que no hubiera más aperitivos especiales, pero no consiguió evitar la horrible fantasía de que aparecería con una bandeja llena de estrellas de mar asadas.

– ¿La policía no os ha pedido que vayáis a declarar? -preguntó Þóra dirigiéndose a Leifur mientras apartaba de su mente la idea de nuevas exquisiteces-. ¿Ni a tus padres?

– Me llamaron el otro día desde Reikiavik y les dije por teléfono que no sabía nada de ese asunto, lo que es totalmente cierto -respondió Leifur-. Dudo que se quede en eso, porque la persona con quien hablé me preguntó mucho sobre mis futuros viajes y también sobre mis padres. Me anunció que volverían a contactar conmigo para una declaración formal. Le indiqué que no sería posible interrogar a mi padre, le hablé de su enfermedad. Eso fue el viernes, pero desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas -Leifur se encogió de hombros para poner de relieve una despreocupación que Þóra fue incapaz de adivinar si era real o fingida-. Que vengan sin quieren. No tenemos nada que ocultar.

– Entonces no tienes de qué preocuparte -dijo Þóra con una sonrisa cortés-. Pero, en todo caso, ¿cuál crees que pueda ser la explicación de esos cadáveres en el sótano? -preguntó-. Debes de haber pensado en ello -añadió.

Leifur se encogió de hombros.

– Claro que lo he pensado -respondió-. Aunque, a decir verdad, no he conseguido llegar a ninguna explicación. Ni sobre quiénes podían ser ni por qué acabaron precisamente allí. Pero lo que me parece obvio es que tienen que ser extranjeros. Cuatro islandeses nunca habrían podido desaparecer en la erupción sin que se supiera.

– ¿Había extranjeros por aquí en esa época? -preguntó Þóra-. Me refiero al momento de la erupción, pero también a un poco antes de su comienzo.

– Bueno -dijo Leifur, pensativo-. Antes de la erupción siempre había extranjeros, aunque no tantos como ahora. Eran marinos y gente de las pesquerías, no turistas como es ahora lo más frecuente -sonrió a Þóra como disculpándose-. Tengo que confesar que no sé si había extranjeros aquí durante la erupción propiamente dicha. Tengo una vaga noción de que algunos echaron una mano en las labores de salvamento. Soldados de la base americana, tal vez.

Þóra no había pensado en esa posibilidad, y anotó en su memoria que tenía que informarse sobre la desaparición de militares de la base aérea de Keflavík en esa época. Esperaba que con la repatriación de las fuerzas americanas de defensa no hubieran desaparecido también los informes.

– ¿Hay alguna forma de tener una charla con tu padre? -preguntó con cautela-. A lo mejor recuerda aún aquello, aunque el momento actual esté ya fuera de su alcance.

Leifur sonrió con tristeza.

– Desgraciadamente no me parece muy probable. Aunque mi padre tiene sus altibajos, ya ha pasado la época en que se pueda tener con él una conversación con sentido. Habla, pero las palabras que pronuncia suelen carecer de cualquier contenido, y no tienen nada que ver con el tema de la conversación. En cambio, mi madre tiene la cabeza perfectamente -miró a Þóra a los ojos-. ¿Vas detrás de algo en concreto? ¿Crees que mi padre puede haber tenido alguna clase de relación con eso?

Þóra se dio por satisfecha con que Leifur no pareciese enfadado, sino simplemente lleno de curiosidad.

– No, en absoluto. Confiaba en que él pudiera explicarme algo sobre la gente que entraba en vuestra casa, o en que tuviera alguna conjetura sobre quiénes son esos hombres -respondió-. Es bastante probable que controlara lo que pasaba en su propia casa. Sin duda, otros miembros del equipo de salvamento estaban menos interesados en ella.

– Eso es cierto, sin duda -dijo Leifur-. Pero me temo que no podrá ayudarte. Por desgracia. Y con mi madre tampoco se puede contar, porque no estuvo aquí durante los trabajos de salvamento. Aunque quizá sí que podría recordar las idas y venidas de extranjeros los días anteriores a la erupción -sacudió la cabeza-. Aunque, a decir verdad, no sé qué pensar. Tal vez no recuerde absolutamente nada de aquello. Han pasado más de treinta años. Yo solo recuerdo retazos.

Un débil olor a humo les llegó a la nariz, y Bella se revolvió en su silla.

– ¿Se puede fumar aquí? -preguntó mirando a Leifur con ojos esperanzados.

– María se va a fumar a la cocina -respondió indicándole la puerta con una mano-. Si quieres, puedes fumar tú también. Estará encantada de tener compañía.

Bella no se lo hizo repetir dos veces.

– ¿Tú conocías mucho a Alda? -preguntó Þóra a Leifur cuando se quedaron solos-. Ella parece ser el personaje clave de todo esto, si es verdad la historia de tu hermano sobre el origen de la caja con la cabeza. Algo me dice que los cadáveres y la cabeza son dos ramas de la misma historia. Cualquier otra explicación sería un tanto rebuscada.

– Estoy de acuerdo con eso -respondió Leifur-. Pero por desgracia he de reconocer que en realidad no conocía a Alda. Naturalmente, sabía quién era y que había bastante relación entre sus padres y los nuestros en esa época pero, como ya te he dicho, ella era más joven que yo y por eso no le presté nunca demasiada atención. Después de que llegáramos a tierra firme, la relación entre nuestros respectivos padres se cortó casi por completo. Ella se fue con su familia al noroeste del país, a Vestfirðir, si no recuerdo mal, mientras que mi padre siguió trabajando en la pesca, en el sur.

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