– Si es exacto que Alda nunca volvió por aquí después de aquello, eso indicaría bastante claramente que sucedió algo -dijo Þóra.
– ¿Cómo qué? -preguntó Bella, sin mucho interés-. ¿Qué tiene que ver eso con que haya alguien por ahí con una cabeza metida en una caja?
– Pues tienes razón -dijo Þóra. Lo que decía Bella tenía sentido. ¿Qué sucesión de hechos puede desembocar en que una chica joven ande por ahí con la cabeza, de un hombre?-. Al menos, me parece muy improbable que ella asesinara a nadie, por lo joven que era.
– ¿Por qué? -preguntó Bella-. Cuando más probabilidades tenía yo de matar a alguien era precisamente en los años de mi adolescencia -miró fijamente a Þóra-. Incluso me habría resultado fácil hacerlo.
Þóra sonrió con desgana.
– Ya, mira tú -se limitó a decir, aunque su mente estaba en otro sitio. Sin duda, Bella era capaz de hacer algo como eso, pero no solo entonces, también ahora. Þóra no tuvo tiempo de darle más vueltas al asunto, porque sintió un golpecito en el hombro: detrás de ella había una mujer de unos cuarenta años. Iba vestida con un traje de chaqueta azul y en el pecho llevaba una plaquita con el nombre, donde ponía: «Jóhanna Þorgeirsdóttir». Tenía que ser la hermana de Alda. Sin duda alguna, Leifur había mantenido su promesa de la noche anterior.
– Hola, ¿eres Þóra Guðmundsdóttir? -preguntó aquella mujer en voz baja. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro hundido-. La señora de la recepción me indicó que eras tú.
Þóra se levantó y le estrechó la mano, pero el gesto con el que se encontró era de todo menos amistoso.
– Sí, hola, soy yo. Tú debes de ser la hermana de Alda -Þóra apretó más la mano en su saludo-. Te acompaño en el sentimiento por la muerte de tu hermana -le soltó la mano, pues ella no respondía a su saludo-. No era mi intención que tuvieras que venir tú a verme, espero que no te haya dicho Leifur que lo hagas.
El gesto de la mujer se endureció aún más.
– No hablé con Leifur. Él llamó al director de la sucursal, que me mandó venir. Leifur es un buen cliente del banco. Los buenos clientes merecen un buen servicio. Así no se irá a otro sitio.
Þóra reprimió su enfado con Leifur. Por lo que ella había entendido, conocía a la hermana de Alda y sería él quien hablaría personalmente con ella. Lo que menos deseaba Þóra era que a una mujer que acababa de perder a su hermana anduvieran mandándola de acá para allá como si fuera una simple repartidora de pizzas.
– Te pido disculpas muy sinceramente -fue lo único que se le ocurrió decir mientras procuraba quitarse de encima el malhumor. Se dominó. Aquella mujer humillada que tenía delante se merecía algo mejor-. No tienes ninguna obligación de hablar conmigo, y puedes hacerlo solo si quieres. Comprendo que estarás intentando recuperarte del golpe que has sufrido y no tengo ningún interés en aprovecharme de la falta de tacto de Leifur y de ese director de sucursal para el que trabajas. De ninguna manera.
La mujer levantó los ojos y adelantó la barbilla.
– En realidad, el director de la sucursal es una mujer -miró a su alrededor como buscando algo-. Pero creo que haríamos mejor en sentarnos un momento. Dos de nuestras cajeras avisaron esta mañana de que estaban enfermas. Las normas de funcionamiento del banco establecen que siempre tiene que haber dos personas en la caja. Yo soy una de las dos que fueron a trabajar hoy -indicó un tresillo delante del mostrador de la recepción-. Sentémonos ahí. Que la directora de la sucursal decida si es ella o la mujer de la limpieza quien me sustituye.
Þóra miró con aprobación a la hermana de Alda.
– Estupenda idea -dijo-. Creo que sería mejor que nos sentáramos en la cafetería -prosiguió-. Se está más tranquilo y podemos tomar un café -dio tiempo libre a Bella y luego se sentaron las dos con sendas tazas de café junto a la mesita de madera que había en un extremo del restaurante.
– En primer lugar, tengo que aclarar que aún estoy recuperándome de lo que le ha sucedido a Alda -dijo Jóhanna al tiempo que se sentaba-. Aunque hubiera ocho años de diferencia entre nosotras, estábamos muy unidas. No es que mantuviéramos un contacto diario, pero de todos modos estábamos muy unidas -cogió su café, y cuando volvió a dejar la fea taza sobre el plato, se concentró en colocarla bien-. No me creo en absoluto que se haya suicidado. Ella no habría hecho eso nunca. Tiene que tratarse de un accidente o de algo aún peor -levantó los ojos de su taza-. Imagino que así es como piensan todos los que se encuentran de repente con el suicidio de un pariente próximo, pero no es eso. Alda nunca fue el tipo de persona que se suicida.
Þóra se dio cuenta de que aquella mujer no tenía una idea clara de para qué quería verla.
– No quería verte para hablar de Alda -respiró hondo-. No conozco las circunstancias y no puedo ayudarte en ese tema. Trabajo para Markús, el hermano menor de Leifur. Se encuentra en una situación bastante difícil, si se puede expresar así, pues en el sótano de la casa de su infancia han aparecido tres cadáveres. El nombre de Alda ha salido a relucir en el caso y yo confiaba en que tú pudieras decirme alguna cosa que ayudara a Markús, o que me remitieras a alguien que pueda hacerlo -Þóra calló y esperó la reacción de la mujer. Estaba segura de que la hermana le diría que muy bien, pero que no, gracias, y que se marcharía.
Jóhanna miró a Þóra, parecía sobre todo extrañada.
– Naturalmente, he leído las noticias y he oído hablar del asunto de los cadáveres. Como es fácil de entender, en la ciudad se habla mucho de ese asunto -dijo. Un poco incómoda, añadió-: Dicen que Markús está relacionado con eso, pero yo creía que eran simples chismorreos, porque en los periódicos no se mencionaba su nombre. Pero el nombre de Alda no lo he oído mencionar hasta ahora en ese contexto, solo que los cadáveres eran de unos ingleses que habrían sido asesinados antes de la erupción.
– ¿Ingleses? -dijo Þóra entre dientes-. ¿Sabes de dónde procede esa versión? -¿sería posible que su propia suposición sobre la guerra del bacalao fuera correcta?
– No he prestado suficiente atención al asunto para poder decirte nada a ciencia cierta -respondió la mujer-. He tenido otras cosas en que pensar. Pero me parece recordar que es lo que se comprobó en la autopsia.
Þóra se quedó rígida. ¿Era posible que hasta el último mono de aquella ciudad conociera la marcha del caso antes de que las partes interesadas tuvieran acceso a los informes? Intentó aparentar tranquilidad, pero ardía en deseos de echar a correr a la comisaría y soltarle unos gritos a Guðni, el comisario.
– Yo no he oído nada al respecto, y no sé si es cierto -dijo Þóra-. Sea cual sea el grado de veracidad de esa historia, el caso está en manos de la policía y la investigación está aún en su fase inicial. En cualquier caso, yo solo sé lo que afecta a mi cliente, y la muerte de Alda fue un golpe muy duro para él. Esperaba conseguir una información que habría hecho avanzar la investigación y que habría demostrado su inocencia.
Jóhanna se puso rígida en su silla. Respiraba deprisa y las pupilas se hicieron más grandes.
– ¿Crees que alguien pudo matarla para que no hablara? -preguntó, pronunciando las palabras a toda velocidad-. Esa tiene que ser la explicación -se puso una mano sobre el pecho-. ¿Quizá la misma persona fue culpable de la muerte de Alda y de los hombres del sótano?
– No nos precipitemos -dijo Þóra con calma-. Como ya te he dicho, no sé de qué forma pueda estar relacionada la muerte de Alda con este caso, si es que hay alguna relación. Estoy intentando averiguarlo -no quería decirle que aquel caso quizá podía explicar el suicidio de Alda…, si es que se había suicidado. No sería la primera vez que una persona no se atreve a mirar de frente sus propias faltas y, antes que hacerlo, prefiere no saber la verdad-. Es perfectamente imaginable que exista una conexión. Si no, sería una casualidad bastante extraña.
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