Þóra le sonrió cuando escribió la dirección de la página. Era un buen detalle por su parte. Quizá los cuerpos no tendrían que haber acabado allí y fueron los caprichos del volcán los que decidieron dónde se podían meter. ¿Por qué iba uno a dejar unos cuerpos en el sótano de su casa cuando tenía tantas otras a su disposición? Parecía claro que el enigma de los cadáveres estaba empezando a enfadar a Þóra. Tenía que encontrar la historia que había detrás de todo aquello. En primer lugar por los intereses de Markús, pero también para saciar su propia curiosidad.
Þóra estaba sentada con una humeante taza de cappuccino en la mano, en el mismo restaurante del puerto en el que había cenado con Bella la tarde anterior. Entonces se enteró de que allí se podía tener acceso a un ordenador, con lo que podía matar dos pájaros de un tiro: tomarse un café y navegar por la Red. Bella y Þóra se distribuyeron las tareas: Þóra envió a Bella al archivo municipal mientras ella se dedicaba a mirar la página de web de la que había hablado Hjörtur. Þóra se daba perfecta cuenta de que lo que le tocaba a ella era mucho mejor que lo de Bella, iba a estar en un entorno agradable con una taza de café mientras Bella se dedicaba a hojear viejos papelotes polvorientos en busca de dos nombres. Pero también pensó que aquello era una compensación por la diferente diversión de cada una la noche anterior. Aunque, en cualquier caso Þóra le habría dicho a la secretaria que se fuera bien lejos simplemente para no tener que verla, naturalmente tenía la esperanza de que la chica consiguiera algún resultado que valiese la pena, si bien la esperanza era débil. Þóra la había enviado al archivo sin tener ni idea de si los documentos relativos a los traslados a Reikiavik la noche de la erupción seguían guardados allí, pero como Bella no la había telefoneado aún, debía de haber encontrado algo en lo que rebuscar. A menos que el archivero fuera un hombre y Bella lo tuviera ya agarrado por la patita.
Þóra leyó rápidamente el texto de la pantalla. Encontró enseguida informaciones sobre la casa de Markús y las personas que vivieron en ella, y al momento reconoció los nombres de los padres y de los dos hermanos. Apuntó rápidamente los nombres de los habitantes de las casas contiguas y luego anotó todas las personas que se mencionaban en referencia a las otras diez casas de la misma calle. Los nombres no le decían nada, aparte de que, probablemente, Kjartan, a quien había ido a visitar con Bella en la administración portuaria, vivía al lado de Markús. Por lo menos, el dueño de la casa era Kjartan Helgason. Podía ser simplemente alguien con el mismo nombre, pero el caso era que en aquella página no aparecía más información sobre él.
Þóra eligió a continuación un enlace llamado Residentes de la calle Sudurvegur, con la esperanza de encontrar más datos sobre los que vivían allí. Había breves biografías de cuatro vecinos. La suerte quiso que una de ellas fuera precisamente la de Kjartan Helgason, y que además el artículo estuviera acompañado por una foto, que fue bienvenida. Þóra reconoció al hombre de inmediato. Pero su biografía no decía mucho, aparte de que Kjartan había estado embarcado muchos años, que después se había dedicado a cosas diversas hasta que empezó a trabajar como vigilante del puerto. Estaba casado y tenía cuatro hijos, todos ellos adultos. Después, Þóra leyó rápidamente las otras biografías, pero no encontró nada que pudiera ayudar a Markús. Lo único que le llamó la atención fue la cantidad de hijos que había en cada casa. Con la excepción de un matrimonio que al parecer no tenía hijos, Magnús y Klara eran quienes menos descendencia tenían, solo Leifur y Markús. Þóra bebió el último resto de su café y llamó a Bella para saber cómo le había ido y también, en parte, para cerciorarse de que no tenía que preocuparse por el archivero. La secretaria estaba frenética. Los documentos estaban ciertamente en el archivo, pero aún no había conseguido encontrar el barco en el que trasladaron a Markús, y los documentos estaban ordenados por los nombres de los barcos. Þóra hizo lo posible por animarla y puso de relieve la importancia del trabajo que estaba haciendo. Después se despidió de la secretaria y le dijo que volvía al hotel, donde se encontrarían y decidirían la mejor manera de pasar el resto del día hasta la hora de ir a cenar a casa de Leifur, el hermano de Markús.
Hacía tan buen tiempo que Þóra decidió poner fin a su búsqueda y gozar del verano. Pasó delante de una tienda de típicos souvenirs para turistas y entró a comprar una figurita del pájaro frailecillo para su hija Sóley y unos guantecitos diminutos para su sobrino Orri. Mientras la dependienta empaquetaba las compras, Bella llamó.
– Lo he encontrado -dijo, encantada consigo misma-. Markús y Alda fueron a tierra firme en el mismo barco.
Þóra colgó y dirigió una amplia sonrisa a la dependienta mientras le daba su tarjeta de crédito. Ya habían dado el primer paso.
Lunes, 16 de julio de 2007
– ¿Me pasas la sal? -preguntó Þóra, aparentando tranquilidad.
Delante de ella, en un bonito plato de porcelana, había un huevo azulado con manchas marrones abierto por la mitad. Al abrirlo había aparecido la clara transparente, aunque se suponía que el huevo estaba cocido. Þóra no era demasiado aficionada a las aventuras en lo tocante a la comida, y los huevos puestos en nidos en plena naturaleza no ocupaban una posición de honor en la lista de sus manjares preferidos. En condiciones normales lo habría rechazado de la forma más cortés posible y habría esperado al plato principal, pero en la invitación de unos anfitriones desconocidos lo único que se podía hacer era cubrirlo bien de sal, tragar y sonreír. Leifur, el hermano de Markús, le sonrió y le pasó el salero.
– No es algo que le guste a todo el mundo -dijo-. No es necesario que te lo comas si no te apetece.
Þóra devolvió la sonrisa.
– No, quiero probarlo, te lo aseguro -mintió echando una gruesa capa de sal sobre la grisácea clara del huevo. Luego le pasó el salero a Bella y la vio hacer exactamente lo mismo. Bella miró disimuladamente a Þóra, obviamente tenía los mismos problemas que ella.
María, la mujer de Leifur, estaba sentada en el otro extremo de la mesa contemplando las maniobras de Bella y Þóra. Resultaba evidente que no le divertían lo más mínimo. Apartó los ojos de las dos amigas y los volvió hacia su marido.
– No entiendo por qué tienes que endosarles siempre lo mismo a todos los que vienen a visitarnos de fuera de las islas, las pocas veces que eso ocurre -dijo con voz chillona. María levantó su copa y bebió un buen trago-. Ya no tiene ninguna gracia -la copa sonó con un ruido sordo cuando la dejó sobre la mesa, resultaba lamentablemente evidente que había bebido demasiado. Era una mujer que seguramente había sido bellísima en sus años jóvenes. En realidad estaba desagradablemente delgada, y Þóra habría apostado todo lo que tenía a que su buen aspecto era resultado de los esfuerzos de algún médico. Sus ropas estaban inmaculadas y cada prenda parecía más nueva que las demás, aunque en realidad no estaban a la ultimísima moda. De hecho, eran atemporales: una falda beige hasta las rodillas y una camisa de seda de color crema que armonizaba perfectamente con los zapatos claros de tacón, de gamuza. La tez de María era también bastante clara, de modo que armonizaba con su ropa, y Þóra tuvo la sensación de que se volvería invisible si pasara por delante de un montón de heno.
– Quizá les habrías podido ofrecer la sopa francesa de cebolla quemada que sabes hacer, cariño -respondió Leifur enviando a su mujer una mirada que dejaba ver cualquier cosa menos cariño. No iba vestido al estilo de María, llevaba camisa y pantalones de rayas. En realidad era más por su lenguaje corporal y su porte que por su forma de vestir por lo que parecía más informal que su esposa.
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