Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– ¿Qué quieres decir? Nosotros no podemos hacer nada. Ella se quitó la vida -respondió Ágúst con frialdad-. Asistiremos al entierro y llevaremos flores. Una corona o algo así.

Por su tono de voz no parecía sentirse muy afectado por la muerte de Alda, aunque hubiera trabajado con ellos durante años.

Dís se quitó las manos de la cara y se incorporó.

– ¿Cómo puedes ser así? -exclamó casi en un chillido-. Una enfermera que ha estado trabajando a nuestro lado pierde la vida y tú piensas solucionarlo con una corona… o algo así. Eso es carecer totalmente de sentimientos.

Miró un instante a su alrededor preguntándose a sí misma qué se había esperado en realidad. Ágúst era en cierto modo igual que su despacho, frío y sin alma. Aunque el despacho de Dís no fuera nada especialmente personal, el de Ágúst estaba desprovisto de cualquier objeto innecesario y de todo adorno, de tal modo que en caso de necesidad se podría practicar una operación encima de la mesa. Allí no había nada que careciera de utilidad inmediata, ni un solo objeto que estuviera colocado única y exclusivamente por ser bonito o divertido. Más aún, las fotos enmarcadas que había en las paredes, que mostraban ejemplos de cirugía cosmética, no colgaban allí sin motivo. Cuando las puso, Ágúst le explicó a Dís que tenían la función de espantar a los pacientes que no tuvieran demasiadas ganas de pasar por la mesa de operaciones. De modo que el razonamiento era que esa clase de pacientes se vieran obligados desde el primer momento a decidir si se atrevían a pasar por el quirófano única y exclusivamente para estar más guapos. Hacía poco, Ágúst le había dicho a Dís que desde que había colgado aquellas fotos había disminuido el número de intervenciones canceladas a última hora.

Ágúst se echó hacia atrás en la silla, evidentemente alarmado.

– ¡Hombre! -dijo, y calló. Suspiró-. Sé que suena muy brusco, pero yo no soy de los que muestran sus sentimientos en la plaza pública. -Se inclinó sobre el escritorio y cogió la mano de Dís, que descansaba en el borde-. Sabes perfectamente cuánto la apreciaba. Pero es que creo que aún no he conseguido asimilarlo del todo. Lo único que se me viene a la cabeza cuando intento comprender lo sucedido es cómo vamos a encontrar una sustituta para las operaciones que tenemos planificadas -miró a Dís y sonrió débilmente-. Es más fácil enfrentarse a ese tipo de cosas.

Dís respondió con otra débil sonrisa.

– Lo sé -dijo-. No es que yo no haya estado pensando también en cómo encontrar una sustituta -sacó su mano de debajo de la de él y se la puso en el regazo. Le desagradaba tocar la piel de Ágúst, lo que era extraño teniendo en cuenta que cuando las manos de ambos, cubiertas con guantes de látex, se tocaban durante las operaciones no sentía el mismo desagrado-. Esto se irá aliviando -dijo, y se dispuso a ponerse en pie-. Las cosas tienen esa tendencia -se levantó de la silla-. Pienso que me sentiría mejor si no hubiera sido yo quien la encontró.

– Sin duda -respondió Ágúst-. Intenta dejar de pensar en eso. Piensa en Alda cuando estaba viva. Se merece que la recuerdes así.

Dís asintió.

– ¿Crees que pueden haberla asesinado? -preguntó entonces.

– ¿Asesinarla? -preguntó Ágúst, desconcertado-. ¿Quién iba a tener un motivo para ello?

– Ya, no lo sé -dijo Dís, pensativa-. ¿Algún violador que pretendiera vengarse? -aventuró.

– No, qué va -dijo Ágúst carraspeando-. Tiene que haber alguna otra razón que no sea la atención a violadas.

Dís sonrió.

– Se llama Seguimiento del servicio de urgencias, no «atención a violadas», y no estoy nada segura de que allí lo tengan todo en orden. Por lo menos, Alda ya estaba harta cuando dejó de trabajar en urgencias.

La decisión de Alda de abandonar su trabajo a tiempo parcial, hacía unos meses, había llegado como un trueno en un cielo raso. Trabajaba allí desinteresadamente varias noches por semana y los fines de semana, y entre otras cosas se dedicaba al seguimiento y apoyo de víctimas de violación. Alda parecía estar muy satisfecha de su trabajo, y quizá fuera precisamente esa decisión de dejarlo el aviso que Dís intentaba recordar sin éxito alguno. Quién sabe si el sufrimiento del que tantas veces era Alda testigo en su trabajo había acabado con ella.

– Quizá fuera alguna otra persona -añadió con cautela.

– ¿Como quién? -dijo Ágúst, molesto-. ¿Fulano, Mengano o Zutano?

– No. Tú, por ejemplo -dijo Dís con tranquilidad, mientras buscaba un sobrecito en el bolsillo de su bata blanca.

Ágúst se puso en pie. No parecía enfadado, solamente extrañado:

– ¿Yo?

Dís se acercó y puso la bolsa sobre la mesa, delante de él.

– Cogí esto de la mesilla de noche de Alda. A juzgar por el aspecto del cuerpo, la muerte no fue indolora. Nada parecido a lo que se podría esperar si hubiera decidido poner fin a su vida con pastillas para dormir.

Ágúst miró rígido a Dís a los ojos.

– ¿Y tú crees que la he matado yo?

– Mira lo que hay en la bolsa -dijo Dís en voz baja-. Aún no estoy loca del todo.

Ágúst apartó los ojos de ella y los dirigió hacia el sobrecito oscuro. Alargó una mano y miró lo que contenía. Luego miró a Dís.

– Ni se te ocurra tocarlo -dijo ella con calma-. Quién sabe si esto acabará en manos de la policía -vio que el gesto de Ágúst se endurecía y se apresuró a añadir con toda sinceridad-: Si tú has tenido algo que ver, esto se queda así; si no, no tendré más remedio que entregárselo a la policía. Lo cogí de la mesilla de noche de Alda -señaló la bolsita-. Pero el problema llegará en su momento. Primero pongamos las cosas en claro -le miró-. No me mires así hasta que hayas visto bien lo que es. Míralo.

Ágúst apartó cuidadosamente el plástico con el dedo índice. No necesitó sacar la bolsa del todo, pues en cuanto apareció, reconoció su contenido.

– Por mil demonios -dijo en voz baja; parecía abatido-. ¿Y qué hacemos ahora?

– Lo único que sé es que nadie se opuso a la excavación, excepto Markús -dijo Hjörtur dirigiéndose a un estante que parecía a punto de venirse abajo por el peso de las carpetas y las montañas de papeles. El arqueólogo puso en lo más alto del montón las hojas que tenía en la mano, y luego se volvió hacia Þóra y Bella-. Ni sus padres ni sus hermanos o hermanas. Y está completamente claro que esa tal Alda que mencionaste nunca se puso en contacto conmigo. Naturalmente, es posible que hablara con alguna otra persona del equipo, pero nadie ha hecho mención de ello.

Þóra asintió, decepcionada.

– ¿Intentarás comprobarlo? Si lo hizo, tendría gran importancia para el caso.

Hjörtur la miró con un gesto que era mezcla de compasión y frustración.

– Lo haré, aunque me parece bastante improbable.

Þóra percibió que había de ser prudente en su trato con el arqueólogo, para que no se le cerrara en banda. No tenía obligación ninguna de contestar a sus preguntas ni de ayudarla de ninguna otra forma.

– Te lo agradezco muchísimo -dijo Þóra, sumisa-. Sé que la aparición de esos cadáveres os ha interrumpido los trabajos, y me doy cuenta de que estarás tan deseoso como yo misma de que se solucione el caso. Por eso puede decirse que tenemos intereses coincidentes.

Hjörtur no parecía muy dispuesto a tragarse aquello sin más.

– Ciertamente, espero que la policía termine lo antes posible, pero a mí no me importa tanto como a ti. Lo que me está esperando a mí lleva ahí treinta y cinco años. Unos días o unas semanas más no cambiarán demasiado el contexto general. De manera que no somos compañeros de armas en este asunto -cruzó los brazos-. Si no hay nada más que pueda hacer por vosotras, me gustaría seguir trabajando. Estoy utilizando este tiempo muerto para redactar unos informes que tengo pendientes. No nos podemos quedar rascándonos la barriga hasta que vuelvan a abrir el escenario, cuando llegue el momento.

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