Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– Claro que vi a su padre, aunque no recuerdo muy bien cuándo ni dónde -respondió Kjartan molesto-. Formaba parte de los grupos de salvamento y por eso estuvo en la isla los días posteriores a la erupción, de modo que a lo mejor me confundo al pensar que le vi esa misma noche. Al chico no le recuerdo, ni tampoco a Alda. Había un gentío terrible y lo que puedo recordar es solo una masa de gente. Iban todos cargados con lo que consideraron más valioso en el momento en que escaparon de sus casas, eran trastos de lo más variopinto. Lo realmente valioso se quedó atrás en la mayor parte de los casos; álbumes de fotos y otras cosas por el estilo quedaron olvidados en las viviendas arrasadas, para salvar la nueva lámpara de pie o cualquier clase de objetos normales y corrientes que, naturalmente, con el tiempo perderían todo valor.

– Pero sabes quién es la Alda a la que me refiero, ¿verdad? -preguntó Þóra. Le parecía curioso que Kjartan no hubiera vacilado lo más mínimo cuando mencionó su nombre. A lo mejor había oído la versión de Markús sobre la cabeza y se había acordado entonces de quién era aquella chica. Si era aquel el motivo, sería una pena, porque significaría que Markús era más indiscreto de lo conveniente.

– Solo había una Alda en la isla por entonces. Tenía la misma edad que Markús y su padre formaba parte de mi grupo de amigos. Se llamaba Þorgeir y falleció recientemente. Además, era uno de los que se quedaron para participar en el salvamento, junto conmigo y con Magnús, el padre de Markús.

– ¿Sabías que Alda ha muerto esta misma semana? -preguntó Þóra.

– Sí, me he enterado -respondió Kjartan-. Su madre y su hermana viven todavía en la isla y las conozco. Es un suceso realmente triste, por decirlo en pocas palabras, y no consigo entender lo que lleva a la gente a tomar semejantes decisiones irreversibles. La madre de Alda está totalmente destrozada, como se puede comprender -Kjartan echó un rápido vistazo al puerto antes de continuar. Todo indicaba que preferiría cambiar de tema, que le resultaba difícil hablar de cuestiones tan delicadas, como les sucedía a tantos hombres de su generación-. Pero no recuerdo a Alda ni a Markús esa noche. Intenta imaginarte a cinco mil personas ahí fuera. Era un caos absoluto y no había tiempo para charlar con adolescentes en estado de shock.

– Markús dice que le llevaron a tierra en el mismo barco que a Alda, y que estuvieron hablando a bordo -dijo Þóra-. ¿Es posible confirmarlo? En otras palabras, ¿existen registros que digan quién fue esa noche en cada barco hasta tierra firme?

Kjartan se encogió de hombros.

– A decir verdad, no lo sé. La Cruz Roja apuntó los nombres de los que llegaban a tierra y se encargaron de enviar a la gente a Reikiavik o a Þorlákshöfn. Creo que también hicieron un registro de los que iban a vivir a casas de parientes. Pero no sé si esos registros indican qué barco transportó a quién, y mucho menos si se han conservado.

– Probablemente estarán en el Archivo Nacional -surgió inesperadamente de la boca de Bella. Se ruborizó un poco cuando Þóra y Kjartan la miraron extrañados. Ambos se habían olvidado de ella-. Por lo menos, ahí es donde guardaría yo esas cosas -añadió, para callarse inmediatamente.

– También hay un archivo aquí, en la ciudad -dijo Kjartan-. En el piso de encima de la biblioteca. A lo mejor tienen esos papeles allí.

– Si no están allí, entonces estarán en el Archivo Nacional como señalaste, Bella -dijo Þóra, encantada de la atención que estaba poniendo la secretaria a su conversación. Aquella era una posible tarea para la muchacha mientras estuvieran allí, pensó. Bella podía buscar los registros en el archivo municipal y repasarlos a fondo hasta encontrar los nombres de Markús y Alda. Si no aparecían, Bella podría continuar más adelante en Reikiavik. Había alguna probabilidad (aunque esos papeles por sí solos no pudieran librar a Markús de ninguna sospecha) de que al menos pudieran prestar cierto apoyo a su historia. En el barco le había dicho a Alda que la caja se había quedado en el sótano y, aunque Alda ya no pudiera confirmarlo, había que echar mano de todo lo que, por insignificante que fuera, pudiera apoyar la versión de Markús.

Þóra se volvió hacia Kjartan.

– Los hombres que se quedaron para las actividades de salvamento -dijo-, ¿podían viajar por la isla sin restricciones o había algo establecido al respecto?

Kjartan sonrió.

– Los dos o tres primeros días no se puede hablar de organización de ninguna clase. Los hombres se limitaban a apañárselas como Dios les daba a entender para salvar sus propias pertenencias. Luego cambiaron las cosas y empezó a formarse un equipo adecuado. Aunque se había intentado organizar a los hombres, en realidad era la naturaleza, con sus caprichos, la única que mandaba. Luego llegaron otros hombres de tierra firme para colaborar en el salvamento, pero por desgracia no dispongo de cifras exactas sobre su número ni sobre cómo se organizaron los grupos. Pero sí que recuerdo que en los momentos decisivos hubo aquí trescientos o cuatrocientos hombres trabajando en el salvamento -Kjartan miró a Þóra a los ojos-. Si me estás preguntando si alguno de ellos puede haber entrado en la casa a dejar allí los cadáveres o a matar allí a aquella gente, la respuesta, sin duda alguna, es que sí. Más aún, se puede decir que no existía la más mínima dificultad. Esas casas que están excavando ahora no desaparecieron enseguida bajo las cenizas. Pasaron por lo menos dos semanas desde el principio de la erupción hasta que las cubrió la ceniza. En realidad, dudo que yo mismo me hubiera atrevido a entrar allí en aquellos momentos, por la proximidad del cráter, pero es posible que alguien fuera lo suficientemente insensato como para hacer algo así. Quedaron enterradas bajo lava en torno a las cuatrocientas casas, y en esas, naturalmente, no hubo posibilidad de salvar nada. Pero esa fila de casas quedó cubierta de ceniza, que no acarrea la misma destrucción que una lengua de lava ardiendo. Si yo hubiera tenido que deshacerme de unos cadáveres habría elegido una casa que fuera a quedar cubierta por la lava, aunque para ello habría hecho falta una buena dosis de coraje. La lava no se desplaza muy deprisa, pero pocas cosas hay más terroríficas que observar esa masa burbujeante que no se detiene ante nada. Y no era solo la lava ardiendo lo que habría echado atrás a cualquiera, sino también los vapores tóxicos que salían de ella.

– ¿Tienes alguna idea de quiénes podían ser los que aparecieron en el sótano? -preguntó Þóra-. ¿Sabes de alguien que se le hubiera echado en falta? Alguien del equipo de salvamento, por ejemplo.

– No que yo sepa -respondió Kjartan-. Que yo sepa, al final todos volvieron a sus casas. Durante la erupción no murió nadie.

– Aparte, naturalmente, del que murió en el sótano de la farmacia -dijo Þóra.

– Ese no murió directamente en la erupción -respondió Kjartan-. Era un alcohólico.

Þóra se quedó estupefacta. De modo que así estaban las cosas en las Islas Vestmann: los alcohólicos no contaban. Decidió no permitir que aquel asunto la apartara de sus intenciones.

– Pero habrás pensado en quiénes pudieron ser, ¿no? -dijo entonces-. Esta población no es una gran ciudad, ni mucho menos, y naturalmente lo más probable es que estos hombres tuvieran alguna relación con ella.

– Ni idea -dijo Kjartan, apretando los labios-. Si he leído bien las noticias, nadie sabe quiénes eran ni cómo acabaron en el sótano.

– Exactamente -dijo Þóra con paciencia-. Pero eso no es obstáculo para que tú puedas haber pensado en ello. A mí se me ocurrió que podía haber alguna relación con la guerra del bacalao, que fueran marineros que murieran en alguna colisión en el mar, o en alguna otra clase de enfrentamiento entre islandeses e ingleses. Algo me dice que deben de ser ingleses.

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