Cuando volvió a cerrase la puerta del refrigerador, le saltó a los ojos una nota que había pegado hacía mucho y que había olvidado tirar cuando yo no servía para nada. «Alda: 18.00». Adolf rompió la nota, hizo una bola y la arrojó al cubo de basura, que estaba abierto. El papel golpeó en el borde y cayó rodando al suelo. Se detuvo a sus pies y se quedó allí un momento dando vueltas. Adolf miró la nota antes de dar una patada a la arrugada bolita, que recorrió el suelo de la cocina hasta un rincón. Era mejor olvidar todo lo relativo a esa mujer, y cuanto antes mejor. Ya había hecho lo que tenía que hacer para que le dejara en paz.
Adolf dejó el trozo de papel y se concentró en lo que tenía en mente. No conseguía recordar, de ninguna forma, si habían hecho algo para evitar un embarazo, y a juzgar por la niebla que ocultaba la noche, lo dudaba. Así que tendría que utilizar sus propios medios. Ya era suficiente con un bichejo ilegítimo y con tener que pagarle los alimentos. Los malditos intereses por retraso eran una barbaridad. Alargó el brazo para sacar un vaso del armario de la cocina. Nada de vasos del mismo tipo, cada uno era de su padre y de su madre. Adolf revolvió el armario hasta encontrar lo que buscaba: un vaso de grueso cristal azul oscuro apenas transparente. Luego abrió un cajón y cogió un sobrecito. De él extrajo seis pastillitas blancas que deshizo con una cuchara en un platillo desportillado. Cuatro serían suficientes, seguro, pero pensó que era más prudente meter más. Así había más seguridad, porque había que tomar una segunda dosis a las veinticuatro horas, aunque Adolf no estuviera allí para asegurarse de que la chica se las tomaba. No tenía intención de volver a verla. Disolvió el polvo en la Coca-Cola y luego miró el vaso, satisfecho con el resultado. No había más que una motita encima. Adolf sacó la manchita blanca con el dedo índice y se lo chupó. Difícilmente le haría daño a él. Adolf cogió el sobre para guardarlo. Jugueteó con él antes de meterlo en el fondo del cajón, lamentando que no quedaran más que dos pastillas. Tendría que conseguir más, lo antes posible.
Adolf enroscó la tapa de la botella de Coca-Cola y se la puso bajo el brazo. Antes de volver al dormitorio levantó el vaso y lo inclinó, como si estuviera brindando con un amigo invisible. Por el camino pensó en cuál sería la mejor forma de quitarse de encima a aquella chica sin más historias. Las pastillas del vaso impedirían el embarazo, pero con eso solo habría conseguido una victoria parcial. También tendría que hacer algo para impedir que se empeñara en tener más sexo. No tenía mucho tiempo para pensar, de modo que decidió utilizar un viejo sistema que ya había empleado con éxito. Recordó haber dicho que estaba recuperándose de la ruptura de una relación y que no podría empezar otra de momento. Acabaría preguntándole si podía llamarla cuando hubiera conseguido ser dueño de sí mismo, porque con ella había sentido algo muy especial. Ella se lo tragaría…, eso las hacía considerarse especiales a todas. Si ella supiera lo tremendamente vulgar que era… Por la tarde, Adolf ni siquiera sería capaz de recordar el color del pelo de la chica. Apagó el cigarrillo en el cenicero repleto, y dos colillas más cayeron sobre la mesa. Maldita sea. A lo mejor conseguía engatusarla para que le ayudara a ordenar, o algo mejor aún: conseguir que se pusiera a hacerlo ella misma sin tener que decirle nada.
– La coca -dijo moviendo el vaso de un lado a otro. Estaba en el umbral de la puerta, apoyado sobre el quicio-. ¿Puedo ofrecerte un trago?
La chica le miró y sacó la lengua reseca.
– Oh, sí, gracias -le sonrió y se sentó. Al hacerlo, el edredón le dejó los pechos al descubierto, pero no hizo nada para intentar ocultarlos. Adolf sonrió. Tampoco es que hubiera ningún motivo para esconder un pecho tan bonito. Se sentó en el borde de la cama delante de ella y le dio el vaso. Ella lo agarró como si le fuera la vida en ello, y Adolf observó su pecho, que subía y bajaba. Apartó el vaso de la boca y respiró hondo-. Ay, tengo una resaca horrible -le pasó el vaso, casi vacío-. ¿Quieres?
Él cogió el vaso, pero no bebió. En vez de eso, lo puso en la mesilla de noche junto a la botella de Coca-Cola y se acercó a la chica. Ahora sería divertido comprobar cómo era en la cama…, no recordaba demasiado de la noche pasada. Después podría soltarle su bonita historia de lo frágil que estaba psíquicamente en esos momentos. A fin de cuentas, estaba gastando con ella sus últimas pastillas. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios. En realidad, la historia tampoco era mentira. Estaba hecho polvo anímicamente. Su relación con esa maldita Alda lo había demostrado. Una risita perversa brotó de sus labios y en el gesto de la muchacha notó que no estaba del todo segura de qué hacer. Adolf sonrió por lo absurdo de las circunstancias. Como si la chica tuviese alguna opción. «No» quería decir «no», no había que darle vueltas. El truco estaba en ahogar el no en su nacimiento, impedir que se dijera. Besó a la confusa muchacha en la frente y puso la mano suavemente sobre su boca.
Domingo, 15 de julio de 2007
– ¿Tú sabes algo de la erupción? -preguntó Þóra a Bella cuando salían del hotel para disfrutar del buen tiempo.
– No -respondió Bella-. Solo que hubo una erupción.
– Sí, eso suele pasar en las erupciones -respondió Þóra, extrañada de que se le hubiera ocurrido hacer participar a la secretaria-. Bueno, ya te informarás luego. El hombre al que vamos a visitar ahora lo sabe todo; eso dice Markús.
Tampoco Þóra era ninguna especialista en conflictos telúricos del pasado. En aquella época era demasiado joven para recordar cualquier cosa que no fueran simples retazos, y aún no había podido echar un buen vistazo al libro de la biblioteca.
– Fastuoso -dijo Bella con ironía, sacando del bolsillo del chaquetón un paquete de cigarrillos.
Þóra no se dio por enterada, y siguió caminando cuando Bella se detuvo para encender un cigarrillo. Luego, la secretaria no aceleró el paso para alcanzar a Þóra una vez lo tuvo encendido, de modo que por un rato caminaron separadas el trecho que quedaba para llegar a la administración del puerto. Þóra provecho el rato para pensar en lo que quería conseguir de ese tal Kjartan Helgason al que iban a visitar. Había navegado mucho en sus tiempos y ahora trabajaba como vigilante del puerto. Markús le consideraba uno de los mejores conocedores de la erupción y del trabajo de recuperación y salvamento que la siguió. Kjartan era amigo del padre de Markús y resultaría sencillo interrogarle. Þóra no se hacía muchas esperanzas de que fueran a salir demasiadas cosas de esa entrevista, pero ella y Bella acabarían, por lo menos, con más información que antes sobre aquellos sucesos. A lo mejor él había pensado por su cuenta en quiénes podían ser los hombres del sótano y podría poner a Þóra en la pista. Þóra sabía que la policía trabajaba sin pausa para descubrir eso precisamente, y que la institución disponía de información muy superior a la que podía soñar Þóra, por mucho que se hubiera empapado de la colección Nuestro Siglo. Pero tenía claro, por otra parte, que conocer el lugar de origen de aquellos hombres haría progresar considerablemente el caso, de forma que había mucho que ganar como para intentar averiguarlo. Le proporcionaría pistas sobre las personas que habían podido tener trato con ellos, y sobre los motivos de su presencia en Heimaey. Cómo viven las personas tiene mucho que ver con la forma en que mueren.
Kjartan las recibió en la explanada que había delante del edificio de la administración portuaria. Estaba allí fumando en compañía de un hombre más joven que él. Se presentó en cuanto apareció Þóra, y le estrechó la mano con mucha fuerza. Le faltaba la última falange del dedo índice de la mano derecha, y la palma era rugosa al tacto. Parecía estar ya cerca de la edad de la jubilación, y aún podían verse algunos cabellos oscuros en una cabeza principalmente blanca; pero pocos. Cojeó un poco cuando las guió para entrar en el edificio, y les contó, sin necesidad de que le preguntaran, que eran secuelas de la caída de una botavara sobre la pierna hacía casi veinte años.
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