– Por eso dejé de embarcarme -dijo con una sonrisa cansina-. Ya no se tienen las piernas tan firmes con una herida como esta -se dio una palmada en la parte superior del muslo de la pierna herida.
– ¿Y empezaste directamente a trabajar aquí? -preguntó Þóra mientras subían al segundo piso del edificio.
– No, cariño -respondió Kjartan subiendo otro escalón con bastantes dificultades-. Me dediqué a cosas diversas cuando tuve que quedarme en tierra. Aquí solo llevo cinco años.
– ¿No puedes tener el despacho en la planta baja? -preguntó Þóra extrañada de que un hombre medio tullido hubiera de subir tantas escaleras.
– Sí, claro que sí -respondió Kjartan-. Pero no me importa. Tener que trepar por estas escaleras me merece la pena -abrió la puerta que daba a un pequeño despacho-. Tengo que ver el mar -dijo señalando con la mano la ventana por la que se veían el puerto y el acantilado de Heimaklettur-. En eso soy como esa ave marina llamada frailecillo: no puedo echar a volar sin tener el mar delante de los ojos -movió los brazos a su alrededor-. Si no es así, no consigo hacer nada.
A la vista de los montones de papel y periódicos viejos que cubrían el despacho, Þóra supuso que su eficiencia debía de ser alta, pese a las vistas al mar.
– Yo también vivo al lado del mar, y conozco esa sensación -dijo ella levantando un aparato de extraño aspecto que estaba encima de la silla en la que iba a sentarse-. ¿Puedo poner esto en algún sitio? -preguntó al tiempo que miraba a su alrededor en busca de algún lugar seguro. Aunque el aparato parecía un trasto inútil, a lo mejor resultaba ser un objeto de extraordinario valor. Suponía que por eso estaría encima de una silla y no en el suelo, como prácticamente todo lo demás que había en aquel despacho.
– Déjalo en el suelo -respondió Kjartan, y se sentó.
Þóra dejó con mucho cuidado el objeto aquel al lado de la silla y se sentó ella también. Bella arrastró otra silla hacia el escritorio de Kjartan y se sentó después de retirar una bolsa de plástico que parecía contener vasos o tazas. Dejó la bolsa en el suelo sin el más mínimo cuidado y Þóra tuvo que esperar para empezar a hablar hasta que cesó el tintineo del cristal.
– Espero que no te hayamos hecho salir de casa para venir a vernos -dijo Þóra-. Markús nos indicó que estarías aquí, pero como es domingo tengo ciertos remordimientos.
– No te preocupes, cariño -respondió Kjartan-. Tenía que trabajar el fin de semana -añadió-. Aquí somos dos intentando sacar adelante el curro de las tasas de todas las operaciones que se realizan a lo largo de la semana. Hay que estar todo el rato encima para que no se queden sin pagar.
Þóra se sintió aliviada, pero al mismo tiempo sintió pena por aquel hombre al que parecía sobrarle el trabajo, si algo significaba el estado del despacho.
– Muy bien -dijo, para entrar en el tema-. Quizá Markús te haya explicado cuál es el objetivo de mi visita; digamos que estoy asesorándole en un caso que parece estar relacionado con la erupción -dijo Þóra-. Me aseguró que tú lo sabías todo de todo -esperanzada, se apresuró a añadir-: Y que conocías a todo el mundo.
– Eso son los demás quienes tienen que decirlo -respondió Kjartan, que sonrió vanidoso-. Pero sí que conozco el caso de Markús que acabas de mencionar -no apartaba los ojos de Þóra-. Este es un sitio pequeño. Todo hijo de vecino sabe más o menos los detalles de esos cadáveres que han aparecido, tanto lo que ha salido en los periódicos como otras cosas no tan de dominio público.
Þóra sonrió sin muchas ganas. Más o menos era lo que se podía esperar. En Heimaey, única isla habitada de todas las Vestmann, vivían poco más de cuatro mil personas en una superficie de trece kilómetros cuadrados, de modo que la noticia debió de circular bastante deprisa. Ahora tenía que confiar en que sucediera lo mismo con la historia que había detrás de los cadáveres.
– ¿Qué sucedió realmente en Heimaey la noche de la erupción y los días anteriores a que la casa de Markús quedara cubierta de ceniza? -avivó su sonrisa-. Markús me contó lo que recuerda; pero, claro, no era más que un adolescente y por eso lo mandaron a tierra firme de los primeros, esa misma noche. Tengo entendido que no volvió a las islas hasta bastante más tarde, y para entonces la casa ya había desaparecido.
– Imagino que lo que esperas es que quien bajó al sótano fuera cualquier persona en vez de Markús -dijo Kjartan. Se meció adelante y atrás en su silla del escritorio. El respaldo de la silla crujió y chirrió.
– Me interesa saber si es factible excluir esa posibilidad -respondió Þóra, que prosiguió. Debía tener cuidado de que el anciano no le diera la vuelta a las cosas y que la reunión acabara por enfriarle la curiosidad-. Quizá podrías explicarme cómo fue todo, e intentar recordar algo que pudiera tener importancia para el caso de Markús.
– No sé si lo que recuerdo puede servirle de ayuda a Markús -Kjartan se inclinó de pronto sobre la mesa. Con el movimiento, la silla crujió y rechinó-. Ojalá sea así…, me cae bien el chico. Su padre y yo éramos grandes amigos. Aquí le llamábamos Krúsi «Pasta» en los viejos tiempos, porque estaba siempre hablando de dinero.
Þóra sonrió para sí. Hacía decenios que Markús había dejado de ser un chico, pero, al parecer, en la memoria de aquel hombre se había quedado fijado como tal.
– De todos modos, me gustaría oír tu historia. Nunca se sabe lo que puede resultar importante en estas situaciones -dijo Þóra-. ¿Cuándo empezó? Tengo entendido que la erupción se produjo sin previo aviso.
Ahora le había llegado a Kjartan el turno de sonreír.
– La erupción que hizo nacer la isla de Surtsey, al suroeste de aquí, fue un magnífico ejemplo, creo yo -se estiró hacia la pared detrás de él y cogió un mapa enmarcado de las islas. El mapa estaba descolorido y polvoriento. Kjartan sopló para quitar toda la suciedad posible. Señaló Surtsey con el dedo y lo fue pasando por las demás islas, que formaban una línea desde allí hasta la misma Heimaey-. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que aquí está el cinturón de fuego. Y la distancia no es muy grande -dijo colocando el meñique en Heimaey y el pulgar en Surtsey-. Unas trece o catorce millas marinas -puso el mapa sobre la mesa, delante de él-. La erupción del Surtsey empezó el año 1963 y la del Eldfell, el volcán de Heimaey, se produjo en 1973. Diez años es un tiempo muy breve en términos geológicos.
– Quizá-dijo Þóra-. Pero es un tiempo significativo para la gente normal. Supongo que los habitantes de las Vestmann dejarían de pensar en erupciones mucho después de que acabara la del Surtsey.
– Cierto, cierto, muy cierto -dijo Kjartan-. En realidad, los únicos avisos fueron varios terremotos la noche antes del comienzo de la erupción. A decir verdad, nadie vio ningún indicio en ellos, pues pensaron que los temblores venían de la zona donde acababan de construir la planta hidroeléctrica de Búrfell, aunque estuviera lejos de las islas. Bueno, yo no soy especialista en sismología, pero se decía que uno de los tres sismógrafos que midieron esos temblores de la corteza terrestre estaba estropeado y que eso impidió determinar el epicentro con más precisión. Ni una sola persona apagó ni siquiera una bombilla por esos temblores -Kjartan calló-. En realidad hubo varios indicios a los que nadie prestó atención -añadió después, apartando los ojos de Þóra-. Una mujer que vivía en la periferia de la zona en la que comenzó la erupción se extrañó, dos días antes de la erupción, de que los elfos estuvieran haciendo las maletas para mudarse de casa.
– ¿Los elfos? -repitió Þóra-. Comprendo -decidió no decir más sobre el tema.
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