P.C. Cast - En El Lugar De La Diosa

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La única emoción que esperaba Shannon Parker de las vacaciones de verano era hacer unas cuantas compras. Sin embargo, recibió la llamada de un ánfora antigua y se vio transportada a Partholon, donde todos la trataron como a una diosa. Una diosa muy temperamental…
Sin saber cómo, Shannon había adoptado el papel de otra, se había convertido en la encarnación de la diosa Epona. Y, aunque eso tenía una ventaja (¿a qué mujer no le gustaban los lujos?), también conllevaba un matrimonio ritual con un centauro y la amenaza de muerte a su nuevo pueblo. Además, todo el mundo la odiaba, porque pensaban que era una simple doble de su diosa.
Shannon tenía que averiguar cómo podía volver a Oklahoma sin morir en el intento, sin contraer matrimonio con un centauro y sin volverse loca…

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– ¿Dónde está el maldito río? -le grité a Alanna.

– No hemos llegado todavía a la mitad del camino -dijo ella, pálida.

– ¡Cazadoras, romped filas y cargad las ballestas! -ordenó Victoria con calma, y las cinco magníficas Cazadoras salieron ágilmente de la falange, cargando las ballestas a medida que se movían-. Apuntad y disparad a discreción.

El silbido metálico de las flechas y los gritos de los Fomorians siguieron a sus palabras.

– ¡Guerreros, escudos en posición!

El anillo de hombres y centauros respondió al instante, bloqueándonos temporalmente la vista de las criaturas.

Los primeros Fomorians alcanzaron la falange con una violencia que hizo temblar nuestro grupo. Por los pequeños huecos que había entre los escudos de los guerreros, vi a las criaturas cuando atacaban a nuestros hombres. Cuando una de ellas caía, otra la sustituía inmediatamente.

Seguimos moviéndonos hacia delante.

Vi a Victoria, que disparaba rápidamente sin errar un solo blanco. Entre cargar y disparar, me miró.

– ¡Llévalos rápidamente hacia el río, o nos aplastarán! -me gritó.

Su cara era una máscara pétrea, y ya estaba manchada de sangre. Era como una diosa plateada de la muerte.

Mi atención se centró en una criatura que se abrió paso con las garras a través de los hombres que había frente a nosotros. Carolan me apartó y se enfrentó a ella con una espada prestada. Luchó contra el Fomorian intentando evitar las cuchilladas de sus uñas, pero la cosa consiguió agarrar el brazo del Sanador. Carolan se lanzó contra el bicho y consiguió que perdiera el equilibrio, y después, con un movimiento rápido, le cortó el cuello.

Alanna se cubrió la cara con ambas manos, sollozando, y Tarah y Kristianna se agarraron a mis manos. Yo no podía apartar los ojos de la criatura decapitada. Carolan tampoco. Nos quedamos allí, paralizados en medio del caos.

«Mira, Amada. Comprende lo que estás viendo».

Yo pestañeé.

– ¡Tienen llagas en el cuerpo! -exclamé con excitación, y al oírme, Alanna se destapó la cara.

– ¡Eso es! -gritó Carolan-. Por eso era mucho más débil de lo que yo esperaba. ¡Tienen la viruela!

Entonces, aquel momento suspendido llegó a su fin, porque el grupo siguió corriendo hacia delante. Más y más formas oscuras iban sustituyendo a sus compañeros caídos, y los guerreros luchaban por proteger a las mujeres. Me di cuenta de que los Fomorians eran más fáciles de matar, de que la enfermedad los había debilitado. Sin embargo, eran demasiados.

Con una sensación de calma infinita, me di cuenta de que no íbamos a conseguir llegar al río, de que seguíamos más cerca del templo que del agua. La lógica decía que debíamos regresar al interior de las murallas. Sin embargo, no podíamos hacerlo, al menos sin ayuda.

«Entonces, tendrás más ayuda», dijo Epona en mi cabeza.

A través del caos y de la confusión de la batalla, percibí un brillo plateado. No era el cabello de Victoria, ni los pelos pálidos y muertos de los Fomorians, sino la plata sobrenatural de una yegua etérea.

– ¡Epi! -grité, al verla correr en círculos alrededor de la falange, intentando encontrarme.

«Llámala, Amada».

Sin ser consciente de lo que hacía, obedecí. Me llevé los dedos a los labios y solté un buen silbido de Oklahoma.

Epi me oyó y galopó decididamente hacia mí. Yo me abrí paso hacia ella.

– ¡Dejadla entrar! -les grité a los guerreros. La falange se abrió, y la yegua se detuvo frente a mí con la respiración agitada.

«Móntala, Amada, y observa cómo triunfa la Elegida de Epona».

Yo miré a mi alrededor, y vi que Alanna, cosa nada sorprendente, venía a unirse a mí.

– ¡Alanna! Ayúdame a montar en Epi -dije.

Me di la vuelta y me agarré de las crines de la yegua.

– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó ella mientras me daba impulso hacia arriba.

– Conseguir ayuda -respondí mientras me sentaba con facilidad-. Quiero que lleves a las mujeres y a los niños de vuelta al templo.

Ella iba a interrumpirme, pero yo la detuve.

– No. Confía en mí, y confía en Epona. Llévalos a casa.

Ella cerró la boca y asintió solemnemente.

– Confío en ti. Confío en las dos.

Después, comenzó a llamar a los niños y a las mujeres, gritándoles que Epona quería que volvieran al templo. Pronto tuvo la atención de los guerreros. Vi que corría hacia Victoria, que la tomaba del brazo y que le hacía señas hacia las murallas. Victoria me miró y yo asentí, y entonces, la voz de la Cazadora se unió a la de Alanna, y la falange se dirigió hacia el templo.

Yo dejé de atender a Alanna y a lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, y escuché a mi corazón, o más exactamente, a mi alma.

«Mira, Amada».

Oteé el horizonte por encima de las criaturas y de los guerreros, haciendo que Epi cabalgara en un círculo cerrado. Cuando llegué al oeste, abrí mucho los ojos, y noté que se me cortaba la respiración.

Woulff y McNamara se acercaban.

¡Los guerreros humanos! Había un frente grueso expandiéndose por el límite oeste de las tierras del templo. Todavía estaban lejos; el sol se reflejaba en sus escudos y los hacía brillar con una belleza distante. Mi corazón dio un salto de alegría, pero comprendí que quizá no llegaran a tiempo, y que nuestro grupo podía ser exterminado. Estábamos atrapados entre la seguridad sólida del templo y la seguridad líquida del río.

«Llámalos, Amada. Sólo tú puedes hacerlo».

Y supe por qué estaba allí. Por muy increíble y milagroso que pudiera parecer, estaba en aquel mundo por deseo de la diosa, ocupando el lugar de una mujer egoísta y caprichosa. Los diez años que había pasado enseñando a gente joven me había preparado para aquello. La gente que me rodeaba me pertenecía. Y yo les pertenecía a ellos.

Ya no necesitaba más estímulos de mi diosa.

Rápidamente me quité la capa y me solté el pelo. Enterré los dedos entre los rizos salvajes y me los sacudí hasta que estuvieron electrificados, y enmarcaron mi rostro como la melena de un león.

Miré a mi alrededor y vi a un joven granjero que tenía una espada entre las manos.

– ¡Niño! -dije, y él me miró con los ojos abiertos como platos-. ¡Dame tu espada!

Sin vacilar, él me ofreció la empuñadura, y yo la tomé. Era pesada y sólida, y con un placer inesperado, la blandí por encima de mi cabeza. Apreté los costados de Epi con las rodillas y la yegua comenzó a trotar. Cuando salimos del grupo de batalla, sentí que un rayo del sol caliente de la mañana tocaba primero la hoja de mi espada y después recorría mi cuerpo, recargándome de energía. A la luz del sol, la tela de mi vestido resplandecía, y toda yo estaba brillando.

Epi comenzó a ascender a la cima de una pequeña colina. Me situé de frente hacia el ejército distante de guerreros humanos, de espaldas a la batalla, y con la espada en alto tiré de las riendas de la yegua hasta que ella alzó las patas delanteras con elegancia, pregonando un desafío a los cuatro vientos.

– ¡A mí! -grité, y mi voz se hinchó con el mismo volumen que Epona había facilitado cuando llamé a ClanFintan al borde del pantano-. ¡Woulff y McNamara, a mí!

Incluso desde aquella colina, pude oír las voces de los guerreros en la distancia, que se elevaron como una sola.

– ¡Epona! ¡A Epona!

Sus líneas comenzaron a moverse con velocidad redoblada. Yo dibujé un arco con la espada en el aire, mientras Epi brincaba de un lado a otro.

– ¡A mí, Woulff! -la pasión de mi voz vibró, y atravesó todo el campo.

Los guerreros de Woulff rugieron su grito de batalla en respuesta, a medida que se acercaban.

– ¡A mí, McNamara!

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