P.C. Cast - En El Lugar De La Diosa

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La única emoción que esperaba Shannon Parker de las vacaciones de verano era hacer unas cuantas compras. Sin embargo, recibió la llamada de un ánfora antigua y se vio transportada a Partholon, donde todos la trataron como a una diosa. Una diosa muy temperamental…
Sin saber cómo, Shannon había adoptado el papel de otra, se había convertido en la encarnación de la diosa Epona. Y, aunque eso tenía una ventaja (¿a qué mujer no le gustaban los lujos?), también conllevaba un matrimonio ritual con un centauro y la amenaza de muerte a su nuevo pueblo. Además, todo el mundo la odiaba, porque pensaban que era una simple doble de su diosa.
Shannon tenía que averiguar cómo podía volver a Oklahoma sin morir en el intento, sin contraer matrimonio con un centauro y sin volverse loca…

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Su voz sonó tirante, lo cual hizo que yo sonriera contra su pecho.

De repente, una de sus manos comenzó a masajearme los músculos tensos de la espalda. Yo suspiré de placer.

– Eso está muy bien.

Él soltó un gruñido como respuesta, que sonó como una orden ahogada de que me callara. Siguió masajeándome los músculos de la espalda y comenzó a moverse hacia abajo, hacia mis nalgas doloridas y desnudas.

– Ayyy, me duele.

– Lo sé. Estate quieta.

Ahora parecía mi abuela.

Sin embargo, yo me callé. Entre mi agotamiento y aquel masaje cálido e insistente sentí que se me relajaban los músculos. El sueño llegó de repente, y me apoderó de mí.

Al principio mis sueños fueron retazos incoherentes, pero pronto me encontré flotando sobre las dos hogueras y los centauros dormidos. La luna se había elevado por el cielo y era como una rendija de luz en el firmamento lleno de estrellas. En aquella ocasión intenté dominar la sensación de vértigo mientras, contra mi voluntad, mi cuerpo se elevaba más alto y más alto y comenzaba a flotar hacia el noroeste.

Miré hacia la izquierda y vi el brillo del castillo abrasado. Cerré los ojos y le rogué a quien tuviera el control que no me obligara a bajar allí. Al instante tuve una sensación reconfortante de seguridad. Me relajé un poco y abrí los ojos.

No estaba viajando hacia el castillo. Me dirigía hacia unas montañas lejanas. Intenté virar hacia el este para poder ver a Epi y flotar sobre el templo, e investigar lo que estaba sucediendo allí. Sin embargo, como ya sabía, no tenía control real sobre aquel tipo de experiencia onírica.

Mi cuerpo siguió flotando rápidamente hasta que alcanzó el límite del bosque; entonces mi velocidad aumentó tanto que los árboles se convirtieron en un borrón oscuro. Mi cuerpo avanzaba como si hubiera salido disparado de una honda.

Me detuve de repente, ante una estructura erguida junto a la boca de un paso de montaña. Era un castillo grande, casi tan grande como el de mi padre, pero a medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, me di cuenta de que aquél no era como el Castillo de MacCallan. El castillo de mi padre era pintoresco y bello, y aquel otro edificio era imponente y severo.

Y entonces lo sentí. Si hubiera estado de pie, me habría doblado por la cintura. Era la misma sensación que había experimentado la noche en que fui testigo de la destrucción del Castillo de MacCallan. Desde aquella otra fortaleza emanaba la maldad, espesa y asfixiante. El eco del horror de aquella noche reverberaba a través de los muros que había debajo de mí, no en forma de sonido, sino de sensaciones. Intenté concentrarme en el castillo y verlo de una manera objetiva, pero las sombras de MacCallan estaban conmigo; la muerte se había apropiado de mi percepción. No podía apartar los fantasmas de aquellos hombres de la cabeza ni del alma.

Parecía que aquel castillo hubiera sido tallado en las montañas. Era un cubo perfecto de muros gruesos y puertas suntuosas. Sus muros eran de una piedra gris y áspera. Mi cuerpo se acercó flotando hasta que estuve exactamente sobre el centro del edificio. El castillo no dormía. Vi muchas hogueras ardiendo en el patio central. Aunque mi cuerpo no podía sentir la temperatura, me di cuenta de que debía de hacer mucho frío, porque las formas que avivaban las hogueras estaban cubiertas con mantas pesadas, y con capas. Me estremecí, y por un momento, tuve miedo de haber tomado por mantas y capas las alas que había visto antes. Sin embargo, cuando una de aquellas figuras se quitó la manta de los hombros vi que era una mujer humana. Mi espíritu se acercó. Todas aquellas figuras eran mujeres, pero se movían metódicamente y no hablaban entre ellas, como si fueran autómatas.

– Las mujeres del Castillo de MacCallan.

Hablé en voz alta y vi que una de ellas volvía la cabeza en dirección a mí. Era joven, seguramente sólo tendría trece o catorce años. Tenía los pómulos altos y los rasgos bellos, los ojos grandes y las pestañas espesas. Miró en dirección a mí, intentando ver algo que no tenía sustancia real. Su cabello era una masa de rizos que atrapaba la luz del fuego y brillaba como una gema.

Sentí tristeza al ver a aquella muchacha tan encantadora. Estaba ocurriendo algo horrible. Lo supe con certeza, supe que estaba mirando, espiritualmente, algo que iba más allá de esclavas secuestradas o del abuso y maltrato de concubinas.

Y entonces oí un ruido espantoso que rasgó el aire de la noche, y la chica que había estado intentando verme se retiró junto al resto de las asustadas mujeres. De nuevo, sus ojos se habían quedado vacíos y vidriosos. Las mujeres se agruparon como ovejas ante el lobo. Se tiraron nerviosamente de la ropa y se envolvieron en las mantas, temblando. Su atención se concentró en una sola dirección. Miraban hacia una puerta cerrada. La puerta era muy grande, y parecía que conducía al salón principal, una gran cámara.

El grito se repitió. Un par de mujeres se dirigieron hacia la puerta, pero las demás las llamaron nerviosamente.

Otra vez aquel grito, casi inhumano, de dolor puro. No podía soportarlo. Deseé saber lo que estaba ocurriendo con todas mis fuerzas, y quise impedirlo.

Como respuesta a mi plegaria, mi cuerpo avanzó y traspasó aquella puerta siniestra. Me vi flotando cerca del techo de una habitación inmensa. En cada una de las esquinas de aquella sala había una chimenea enorme, y en las paredes, antorchas para iluminarla. Sin embargo, ninguna de las dos cosas conseguía acabar con la oscuridad de la estancia. Junto a las paredes había mesas rústicas de madera y gente sentada en unos bancos. La mayoría tenía la cabeza posada sobre los brazos y parecían dormidos. Ninguno hablaba.

Entonces sonó otro grito, seguido de un gemido jadeante, y eso llamó mi atención hacia el centro de la habitación. Había un grupo de gente arremolinada junto a un banco. Al acercarme, me sentí rodeada por ondas de maldad. Mi premonición fue casi palpable. No quería mirar, no quería ver lo que había en aquella mesa, pero mis ojos se negaron a cerrarse.

Todas las personas que rodeaban aquel banco tenían alas. Alas que crujían y se estiraban aunque sus cuerpos permanecieran inmóviles. Respiré profundamente y me preparé mientras mi espíritu flotaba hacia la mesa. Había hallado el origen de los gritos. Era una mujer. Estaba desnuda, pero era imposible distinguir si era joven o vieja. Estaba tendida sobre la mesa, y ensangrentada. Le habían estirado los brazos por encima de la cabeza y le habían atado las manos. Tenía las piernas separadas y las rodillas dobladas, y también le habían amarrado los pies. Su vientre, abultado, ondulada y se contraía como si tuviera vida propia. Ella volvió a gritar y todo su cuerpo tembló.

Las criaturas que la observaban no la tocaron ni intentaron consolarla. Permanecieron en silencio. La única señal de su tensión era el movimiento inquieto de sus alas.

Entonces la mujer parturienta gritó de nuevo, con el terror puro de los que iban a morir. Mientras yo miraba, su pubis se abultó hacia afuera, expandiéndose… expandiéndose… Nunca hubiera pensado que un cuerpo humano podía distenderse tanto. De repente, su pubis explotó en una ducha de sangre que lanzó gotas rojas hacia las alas de su público. De aquel agujero en el cuerpo de la mujer salió algo con forma de cilindro, que parecía envuelto en una piel gruesa y arrugada, teñida del color rojo brillante de la sangre nueva.

Mi mente se reveló contra el horror de lo que estaba presenciando, pero mis ojos se negaron a obedecer mis órdenes y no se cerraron, del mismo modo que mi cuerpo se negó a marcharse. En la cavidad del cuerpo destrozado de la mujer, aquella cosa tembló. Había algo que brillaba entre el espantoso tubo de carne. Mis ojos se fijaron en aquel brillo; relucía como la hoja afilada de un cuchillo.

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